sábado, 30 de octubre de 2010

LA AMISTAD COMO VIRTUD


La Educación en la Amistad (Fragmento adaptado)

«Llega a tener con algunas personas que ya conoce pre­viamente por intereses comunes de tipo profesional o de tiem­po libre, diversos contactos periódicos personales a causa de una simpatía mutua, interesándose, ambos, por la persona del otro y por su mejora».



Puede resultar difícil contemplar la amistad como virtud. ¿Cómo puede considerarse como hábito operativo bueno? Tomás de Aquino, en el primer comentario del libro VIII de Ética a Nicómaco, dice que la amistad es una suerte de virtud vinculada a la justicia en cuanto que testimonia una proporcionalidad entre los amigos (ambos se interesan de forma “proporcional” por el otro y por los intereses comunes). Sin embargo, difiere de la justicia en que ésta contempla el aspecto de débito legal (lo que es debido a otro a causa de su objetiva condición y no del afecto que nos une) y la amistad, en cam­bio, se basa en el beneficio gratui­to. Estamos hablando, entonces, de afecto recíproco desintere­sado.
Antes de entrar en el tema concreto de la educación de la amistad, quizá convendría hacer alguna aclaración más. En nuestra descripción operativa hacemos referencia a los contac­tos periódicos a causa de una simpatía mutua. Pero no se aclara si la condición de la amistad está únicamente en estos con­tactos o si la persona que realiza los contactos necesita poseer algún tipo de cualidad especial. En otras palabras, ¿es posible que exista amistad entre dos personas que actúen moralmente mal? La amistad se mantiene por la virtud moral, y crece en la me­dida en que se desarrolla la virtud moral. A la vez, esto hace al suje­to más amable y más capaz de amar. Por tanto, «los malos pueden resultar agradables uno a otro no en cuanto son malos o indiferentes, sino en cuanto todos los hombres tienen algo de bueno y se ponen de acuerdo. No cabe amistad donde fal­ta virtud».
Un tercer punto a tener en cuenta es que la amistad se re­fiere a una relación de intimidad. Por tanto, no puede darse en profundidad hasta que la persona llega a descubrir su propia intimidad y aprende luego a compartirla con otros. En este sentido, conviene distinguir entre la amistad y otros actos re­lacionados. «La sociabilidad alcanza a todos; el amor al próji­mo, a quienes nos rodean; la amistad, a los íntimos». A la vez, en la vida real, es difícil que surjan amistades sin la atención adecuada a los demás, en general. Se tratará de mantener una relación social amplia, y practicar con to­das las personas el respeto y la solidaridad, porque únicamente así puede surgir la simpatía mutua que conduce a la amistad.
En la vida de cada día los adultos nos encontramos en múltiples situaciones de relación humana, basadas en activi­dades de trabajo o de tiempo libre y que pueden servir para despertar una amistad o no. Al invitar a casa a unas perso­nas que han llegado recientemente a la ciudad, por ejemplo, creamos una de estas situaciones. En la conversación se bus­can automáticamente temas que, sin duda, serán conocidos por todos, en torno a los cuales puede comenzar un cambio de impresiones: los hijos, los colegios, etc. Y a la vez, es corriente buscar y dar información sobre los intereses y trabajo profesional de los presentes. Aunque hay personas que por timidez o por soberbia no se interesan por los demás ni se preocupan de conocerles. Hace falta este conocimiento para que pueda surgir una mayor compenetración entre las personas presen­tes. Si al comunicarse no se encuentra ningún interés o expe­riencia en común es poco probable que surja una amistad. Por eso, podemos decir que las condiciones necesarias para que pueda surgir la amistad son: que existan ciertos intere­ses en común y que haya un mínimo de homogeneidad en la condición de las personas y en su competencia en la materia tratada. Si los intereses en común incluyen el interés del uno para con el otro y, al estar juntos, llegan a alcanzar una ma­yor madurez personal empieza una amistad que se notará en el deseo de darse mutuamente muestras de su experiencia, de sus sentimientos, de sus pensamientos y de sus proyec­tos.
Nuestros hijos se encuentran también en situaciones de relación humana, como son la propia familia, un club juvenil o el colegio. No todos los compañeros serán amigos, aunque compartan muchas actividades en común. Según la edad, la relación tomará un matiz diferente y habrá que tener en cuen­ta las condiciones de cada relación al considerar el tema de la amistad. Concretamente:

  •       ¿cómo puede pensarse la amistad entre padres e hijos?
  •            ¿cómo puede pensarse la amistad entre chicos y chicas?

Debe quedar claro, por lo que hemos dicho, que la amis­tad no es lo mismo que compartir algunas actividades o cono­cer a una persona desde hace mucho tiempo. La amistad im­plica algún tipo de vinculación que puede ser el resultado de un proceso largo o la consecuencia de un encuentro de media hora. «Es unión espiritual y libre de amor humano mutuo, expansivo y creativo; es vinculación ajena al sexo y al instinto de la carne».
Dentro de este contexto es evidente que puede haber amis­tad entre padres e hijos, pero es todavía más claro que no se puede limitar la relación paterno-filial a la amistad. En cuanto llega a haber contactos periódicos entre padres e hijos buscan­do la mejora mutua, puede haber amistad. En cambio, el padre que se muestra interesado en lo que hace su hijo, habla con él, le apoya afectivamente, pero no busca ni encuentra reciprocidad en la relación, está desarrollando una relación ajena a la amistad. Habitualmente se habla de que es conveniente que los padres sean amigos de sus hijos, en el sentido de que deben in­teresarse por sus cosas para crear un ambiente de aceptación y comunicación abierta, en la que el hijo pueda contar las cosas de su intimidad. Sin embargo, entiendo que la formación que pueden dar los padres a sus hijos respecto a la amistad surge en cuanto el padre consigue que su hijo corresponda de algún modo, buscando el bien suyo. Cuando el hijo se preocupa por su padre, puede ser más como hijo o más como amigo. Los dos papeles se complementan, pero conviene recalcar que el hijo si­gue siendo hijo de su padre, aunque no llegue a ser amigo.
La relación entre chicos y chicas nos presenta otro tipo de dificultades. De acuerdo con nuestra descripción operativa ini­cial veremos cómo puede haber una amistad entre chicos y chicas con toda naturalidad. Puede haber contactos periódicos entre ellos, puede haber una simpatía mutua, y pueden intere­sarse ambos por la persona del otro y por su mejora. Sin em­bargo, entre las personas de distinto sexo surge otro factor. La atracción fundamental o la posibilidad radical de que esta re­lación se concrete en la entrega del cuerpo. Esto para el joven que actúa rectamente significa abrirse a la posibilidad de un vínculo definitivo y exclusivo sellado en el matrimonio, que es un conve­nio natural entre un hombre y una mujer, que «lo hace total­mente diverso, no sólo de los ayuntamientos animales realizados por el solo instinto ciego de la naturaleza, sin razón ni vo­luntad deliberada alguna, sino de aquellas inconstantes unio­nes carnales de los hombres, que carecen de todo propósito de construcción de un vínculo verdadero, honesto y profundo». Por eso, en la relación personal con una persona del otro sexo el joven estará en una situación en que existe la posibili­dad de que el compromiso con el otro sea de todo su ser, cuerpo y alma.

Los amigos y las edades

No se trata de dar una explicación psicológica de la rela­ción humana en distintos momentos de su vida, sino de pen­sar sobre unos factores básicos desde el punto de vista de la actuación de los padres. Cuando unos padres van al colegio y preguntan al profe­sor si su hijo tiene amigos, seguramente no tienen muy claro lo que quieren decir. Parece deseable que el niño tenga ami­gos, pero vamos a considerar lo que esto puede significar cuando el niño es pequeño.
Desde luego, no estamos hablando de una amistad basa­da en el compromiso personal. Seguramente se trata más de saber si el niño juega con otros, si habla con otros, si comparte sus intereses con los demás, si es generoso con los demás, y luego de saber si suele pasar más tiempo con algunos niños que con otros. Esta interacción permite al niño ir desarrollando dos face­tas importantes de su personalidad. Por una parte, empieza a reconocer su papel dentro de un grupo. Se da cuenta de que puede aportar al grupo y recibir de él. Empieza a obedecer las reglas del juego y será llamado al orden por sus compañeros cuando no las cumpla. En una palabra, aprende a ser un ser social. En este aprendizaje irá reconociendo que otros chicos son más fuertes, más listos, más influyentes, o se dará cuenta de que él mismo es influyente. En esta etapa, lo más importante es que el niño vaya aprendiendo a comprometerse con el grupo, principalmente a través de una aceptación positiva de su papel en ese grupo, y de los papeles de los demás. Al chico que comparte una de estas actividades o intereses (el fútbol, el hablar, el jugar) se le llama, en esta etapa, «amigo», y los niños que prefieren otras actividades son los «compañeros». Los niños más problemáticos en estos momentos son los tími­dos, que no se atreven a formar parte de un grupo, y los mi­mados, que muchas veces lo pasan mal, porque de repente descubren que los demás no están dispuestos a satisfacer to­dos sus caprichos.
Cuando van pasando los años, los «amigos» que son miem­bros de un grupo con intereses y aficiones en común cambian, y hay una tendencia a empezar a buscar amigos más íntimos, personas en las que el preadolescente puede confiar y a quien puede contar sus problemas. El grupo sigue siendo importan­te, pero el joven ya sabe distinguir entre sus compañeros y sus amigos. Todavía no ha aprendido su deber de aportar a la re­lación, y a veces la amistad solamente le sirve como una posi­bilidad de desahogar sus sentimientos.
Luego, cuando quiere independizarse de sus padres, el jo­ven intenta conocer a muchas personas a las que puede llamar «amigos», aunque siguen siendo compañeros con intereses en común, que se reúnen para estudiar, para ir de excursión, et­cétera. A medida que vaya madurando, empezará a seleccio­nar más en estas relaciones, distinguiendo entre la «relación de distensión» y la relación que «implica un compromiso suyo». No es corriente que una persona tenga muchos amigos. Es lógico que conozca a bastantes personas y establezca una relación con ellas, en la que se comparten algunos aspectos de su vida.

La amistad y las demás virtudes humanas

Hemos dicho antes que no cabe amistad donde falta vir­tud. Por tanto, el desarrollo de las virtudes humanas en su conjunto es imprescindible para la amistad. Basta con unos ejemplos para mostrar este hecho. La «lealtad» es la virtud que ayuda a la persona a aceptar los vínculos implícitos en su ad­hesión al amigo, de tal modo que refuerza y protege, a lo lar­go del tiempo, el conjunto de valores que representa esta rela­ción. La «generosidad» facilita al amigo actuar a favor del otro teniendo en cuenta lo que le es útil y necesario para su mejora personal. El «pudor» controlará la entrega de aspectos de su in­timidad. La «comprensión» le ayudará a reconocer los distintos factores que influyen en su situación, en su estado de ánimo, etc. La confianza y el respeto llevan al amigo a mostrar su inte­rés en el otro y que cree en él y en sus posibilidades de mejo­rar continuamente. Se puede decir, por tanto, que un buen amigo es una persona que lucha para superarse en un conjun­to de virtudes. El problema es ¿cómo conseguir que nuestros hijos elijan a este tipo de persona como amigo, y luego que si­gan con la relación? Visto desde otra perspectiva, se trata también del proble­ma de lo que se suele llamar «mala influencia». Y aquí vamos a considerar lo que es una mala influencia.
Por una parte, debemos ser realistas y reconocer que no sirve para mucho proteger al hijo de las influencias externas de modo continuo, porque en algún momento se va a encon­trar con ellas, y si no está preparado para ello serán mucho más perjudiciales. Sin embargo, tampoco se trata de abando­nar a nuestros hijos, creyendo que no debemos o no podemos ayudarles. Una mala influencia es ésa que consigue un cambio de ac­titud en una persona, de tal forma que su comportamiento ha­bitual no se relaciona con criterios moralmente rectos. El resultado más ne­fasto de una mala influencia es un cambio radical en los criterios de la persona, que implica una destrucción o un abandono de la verdad. En otras palabras, la mala influencia tiende a favorecer el desarrollo de vicios más que de virtudes en nuestros hijos. Si aceptamos esta aclaración, veremos que la influencia ocasional de una persona no tiene mucha importancia, con tal de que el cambio producido en el hijo se refleje en un compor­tamiento esporádico. Ahora bien, si la mala influencia deja de ser ocasional y se traducen en un modo habitual erróneo de comporta­miento y de entender las cosas, la situación es grave. Por eso, podemos decir que la «amistad» más peligrosa que puede tener una persona es la relación que se basa en una dependencia del otro, de tal forma que el joven acepta toda su influencia sin utilizar sus propios criterios. Los padres deben cuidar especialmente las llamadas «amistades» entre sus hi­jos, todavía poco maduros, y personas seguras de sí mismas pero con criterios falsos.
En segundo lugar, habría que cuidar la relación de amis­tad que el hijo puede tener con otro no centrado en sus carac­terísticas personales, sino en las actividades atractivas que esa persona proporciona. Por ejemplo, la atracción en torno a una motocicleta de mucha potencia, que en sí no tiene nada de malo, pero sí lo tiene si refleja en el dueño o en sus padres una falta total de madurez para utilizarla.
Por último, se debe cuidar a los hijos adolescentes que no saben comprometerse en una relación, que cambian de com­pañero continuamente, sin criterio, que no piensan en lo que quieren ni en lo que esperan del otro. La amistad implica un servicio. El hijo que no ha aprendido a servir, difícilmente puede conseguir una amistad fundamentada en la relación humana de mejora. Pero todavía no hemos contestado la pregunta formulada anteriormente: ¿cómo conseguir que nuestros hijos elijan «buenos» amigos? El hijo elegirá lo que considere atractivo. Y ese «atractivo» dependerá, en gran parte, de lo que los padres han enseñado a sus hijos desde pequeños. Si han vivido una vida frívola, prestando atención al placer superficial, es posible que el hijo busque sus «amigos» entre los que pueden proporcionarle igual tipo de placer. Si los padres, en cambio, intentan vivir la generosidad, preocupándose por los demás, es posible que los hijos capten este valor y que lo asimilen personalmente.
Por eso, se tratará de orientar a los hijos en el tipo de acti­vidades que realizan, sabiendo que en cada grupo puede ha­ber una cantidad de personas aptas para ser amigos y otras que no son convenientes. Parece lógico que se van a encontrar con más posibles amigos en un club de estudiantes de bachillerato que en un grupo de chicos que se reúnen para fumar, beber y hablar de chicas irrespetuosamente, por ejemplo. Sin embargo, el grupo de personas con condiciones de ser buenos amigos puede pa­recer aburrido y sedentario. Aquí está el reto para los padres. Organizar o promover actividades que sean interesantes en sí; que apelen al deseo de aventura de los jóvenes o a sus intere­ses artísticos o a su preocupación por los demás.
En estas circunstancias, el joven puede empezar a selec­cionar sus amigos y se tratará de orientar al hijo para que vaya cumpliendo adecuadamente como amigo, visitando al otro cuando está enfermo, animándole cuando se sienta triste, acompañándole a cumplir con algún encargo, compartiendo razonablemente su intimidad con el otro. Y esforzándose por mantener el contacto periódico no sólo en los tiempos norma­les de contacto —en el trimestre por ejemplo—, sino también en las vacaciones, mediante alguna postal o una llamada tele­fónica. Es este esfuerzo de mantenerse en contacto lo que per­mite a algunos seguir siendo amigos, ya al final de su vida, de una persona conocida en la infancia.

El papel de la familia

A veces parece que la vida de familia está en conflicto con los amigos. Por ejemplo, cuando los padres quieren ir de ex­cursión con toda la familia y uno de los hijos prefiere salir con algún amigo. Es bueno organizar actividades en que la fami­lia pueda sentirse unida, pero también hay que respetar los gustos personales de los hijos.
Si aceptamos que nuestros hijos deben tener amigos, de­ben tener compañeros y deben tener vida de familia, basta con el sentido común para resolver los problemas.
Sin embargo, hay otro papel de la familia, y en particular de los padres, que convendría mencionar. Los padres quieren que sus hijos tengan amigos, pero quieren asegurarse a la vez de la conveniencia de una amistad dada. Su misión es presen­tar la familia, el hogar, a sus hijos como una agrupación dispuesta y deseosa de recibir a otras personas en su seno. Los padres no tienen el derecho de entrar en la inti­midad de sus hijos (parte de esta intimidad son las relaciones con los amigos), pero sí tienen el deber de crear un ambiente y de crear situaciones atractivas para luego conocer a los amigos de los hijos. Al conocerles, los padres deben tener cuidado en no juzgar ni prejuzgar a estas personas sencillamente por su comportamiento superficial o por su modo de vestir. Se trata de saber cómo piensan y qué criterios tienen. En algunos casos no habrá problema; en otros, nuestro hijo podrá hacer mucho bien al otro, y le podemos permitir el desarrollo de la amistad después de aclarar la situación al hijo que ya es maduro; pero en otras ocasiones tendremos que decirle categóricamente que esa persona es una influencia peligrosa y explicar por qué. No podemos decir que no continuamente, y de hecho no hará fal­ta si hemos conseguido orientar a los hijos adecuadamente acerca de lo que es una verdadera amistad. Por otra parte, el hogar es el sitio donde los hijos pueden sentirse seguros. Empiezan a relacionarse con los demás y sufren disgustos y desengaños. Su desarrollo en la sociedad ven­drá facilitado, principalmente, por tener la seguridad de en­contrarse aceptado en su hogar. Resumiendo, la familia debe prestar a los hijos el servicio, de permitirles invitar a los demás a su casa para reconocer su modo de vivir, su estilo y ser influidos positivamente por ello. Por otra parte, se mantiene con los brazos abiertos para que el hijo, comenzando a forjar su propio futuro en distintas rela­ciones, pueda volver cuando quiera, sabiendo que la relación con sus padres es más que de amistad: es filial.
En este sentido, convendría aclarar que los padres no pue­den ni deben intentar sustituir a los amigos de sus hijos. Los hijos esperan de sus padres que sean eso, sus padres.


El ejemplo de los padres

Los mayores tendemos a relacionarnos con los demás se­gún criterios muy personales. Habrá matrimonios que centra­rán su vida social en la gran familia; otros, en un club; otros ni siquiera creerán tener tiempo para tener amigos, y otros se en­contrarán con los demás únicamente en situaciones profesio­nales.
Además, el matrimonio se encuentra con un problema es­pecífico que no tiene el individuo. Por ejemplo, la esposa lo pasa muy bien con una amiga, pero el marido de esa mujer no llega a ser amigo de su propio marido. Mas, como hemos di­cho anteriormente, debemos diferenciar entre los «amigos» con quienes desarrollamos unas actividades, algún «hobby», etc., y las personas con quienes la relación implica un compro­miso personal. Los hijos deben ver en sus padres personas dispuestas a comprometerse, a ayudar, a dar, aunque cueste, porque así la amistad es valiosa. Los padres que centran su «amistad» en actividades superficiales de la sociedad hacen pensar a sus hijos que los amigos son «instrumentos» en la construcción de una vida personal agradable. Invitar a unas personas a casa, comportarse agradablemente con ellas y luego criticarlas a sus espaldas es mostrar al hijo un concepto totalmente equivoca­do de su deber hacia sus compañeros. Es decir, pedimos a los padres que tengan un gran respe­to para con las personas que entran en contacto con ellos; que valoren las opiniones y los hechos en sí más que criticar a las personas, y que sepan comprometerse con muchas de esas personas para que lleguen a ser amigos verdaderos, cuya pre­sencia enriquece al individuo y a la familia juntamente con él.

Conclusión

La amistad supone una cierta comunidad de vida, unidad de pensamiento, de sentimiento y de voluntad. Por tanto, es lógico que la mayoría de los amigos tengan criterios básicos en común, aunque siempre es posible tener otros amigos con criterios radicalmente diferentes. Si existe respeto, flexibilidad y un deseo real por parte de ambos de ayudarse mutuamente, de encontrar la verdad, puede haber una amistad profunda. Si no es así, la relación se encontrará con muchos obstáculos para su desarrollo, y el afecto puede dejar de ser recíproco con gran facilidad y traducirse en un deseo de dominar al otro. Es decir, será una amistad frágil. La auténtica amistad entre personas con criterios radicalmente diferentes se cimentará en la lucha de superación de ambos en el desarrollo, al menos, de virtudes humanas. El buen amigo exige al otro que le com­prenda, le dé ejemplo, le dé lo que necesita —ni más ni me­nos—, y que encuentre tiempo para estar con él. Hoy en día se dedica poco tiempo a los amigos y esto no es lógico ni es hu­mano.

Isaacs, David en La Educación de las virtudes humanas. 






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