La Pérdida del Sentido de la existencia:
Otra caracterización del hombre de nuestro tiempo es su vacío existencial. Mucho se habla de "autorrealización", pero ésta se torna imposible cuando el hombre ha perdido el sentido de su existencia. Si la vida no tiene sentido, no se puede ir sino a la deriva. Bien ha escrito Heidegger: "Cuando el más apartado rincón del globo haya sido técnicamente conquistado y económicamente explotado; cuando un suceso cualquiera sea rápidamente accesible en un lugar cualquiera y en un tiempo cualquiera; cuando se puedan «experimentar» simultáneamente el atentado a un rey, en Francia, y un concierto sinfónico en Tokio; cuando el tiempo sea sólo rapidez, instantaneidad y simultaneidad, mientras que el tiempo entendido como historia haya desaparecido de la existencia de todos los pueblos; cuando el boxeador rija como el gran hombre de una nación; cuando en número de millones triunfen las masas en los mítines -entonces, justamente entonces, volverán a atravesar todo este aquelarre, como un fantasma, las preguntas: ¿Para qué?, ¿hacia dónde?, ¿y después qué?".
Lo que quiere decir el filósofo alemán es que aun cuando el hombre moderno tuviese en sus manos el control de todo, a través del progreso técnico, siempre quedará en pie la pregunta fundamental: ¿Por qué? ¿Para qué? ¿En orden a qué? Porque lo propio del hombre es saberse orientado a algo, a algo que lo trascienda. Ello es lo que da "sentido" a su vida. No se trata de algo que el hombre elija a su arbitrio, sino de algo superior qué lo convoca, lo aguarda, lo interpela siempre de nuevo. Sólo es responsable el hombre que da la debida respuesta a dicha vocación, sólo entonces es libre. El hombre contemporáneo ha perdido la brújula. Aunque la ecuación no sea necesaria, lo cierto es que a medida que el hombre de los últimos siglos fue adquiriendo más dominio de la técnica se ha ido vaciando existencialmente. A este respecto Heidegger es contundente: "Las ciencias nos procuran un saber cada día más acrecentado, pero tenemos cada vez menos claridad sobre el sentido de la existencia. Ninguna época ha acumulado sobre el hombre conocimientos tan numerosos y tan diversos como la nuestra, pero también ninguna época ha sabido menos lo que es el hombre". Solzhenitsyn, por su parte, señala que el alma humana no ha crecido correlativamente con el ritmo vertiginoso de la tecnocracia, sino que ha perdido profundidad y vida interior. El hombre se encuentra poco menos que sofocado por tantas comodidades, olvidando las cosas esenciales. "Todo se traduce en intereses que no debemos descuidar; todo se reduce a una lucha por poseer bienes materiales, pero una voz de dentro nos dice que hemos perdido algo puro, sublime y frágil. Hemos perdido de vista ¡a finalidad. Admitámoslo, aunque sea murmurando palabras que sólo nosotros podamos oír: en este vértigo de nuestra vida a la velocidad del relámpago, ¿para qué estamos viviendo?".
La verdad se presenta inicialmente al hombre como un interrogante: ¿Tiene sentido la vida? ¿Hacia dónde se dirige? Pero el hombre moderno es un ser radicalmente enfermo, incapaz de ponerse a sí mismo dicho interrogante. Experimenta la gran enfermedad contemporánea que es "la dificultad de ser". Quizás sea éste el indicio más inquietante, porque radica en sus entrañas mismas. El hombre no sabe ya quién es ni a dónde va, camina en la oscuridad de la noche metafísica.
Probablemente sea Viktor Frankl quien mejor ha desarrollado este tema, desde el punto de vista médico, ofreciéndonos un diagnóstico severo del hombre de hoy. Si el psicoanálisis de Freud sólo detectó en el hombre la voluntad de placer, y la psicología de Adler la voluntad de poder, que también exaltó Nietzsche, Frankl tiene en cuenta algo más profundo, lo que llama la voluntad de sentido. Su vasta experiencia psicopatológica, como médico psiquíatra, le permitió descubrir en numerosos pacientes suyos una especie de "vacío existencial", acompañado de un sentimiento de "pérdida del sentido de la vida". Más allá de las conocidas frustraciones sexuales, complejos de inferioridad, u otros traumas comunes en las llamadas "psicologías profundas", Frankl ha señalado lo que llama "el complejo de vacío", una existencia carente de significación. Enfermedad muy propia del hombre moderno y la cultura de nuestro tiempo, esta radical alienación del hombre que ha perdido el norte de sus acciones tanto como el significado global de su existencia.
En las antípodas de aquel Freud que no vaciló en escribir: "Cuando uno se pregunta por el sentido y el valor de la vida es señal de que se está enfermo, porque ninguna de estas dos cosas existe en forma objetiva; lo único que se puede conceder es que se tiene una provisión de libido insatisfecha", Frankl sostiene que no sólo es específicamente humano preguntarse por el sentido de la vida, sino que es también propio del hombre someter a crítica dicho sentido.
Y recuerda cómo Einstein afirmó una vez que el que considera que su vida carece de sentido no sólo es un desdichado, sino que apenas si tiene capacidad de vivir. Ajuicio de Frankl, dentro del sentido general de la existencia humana, cada persona tiene su propio sentido de la vida, es decir, que existe un sentido particular de cada cual. Dicho sentido va cambiando en las distintas etapas de la vida, o mejor, el sentido general de la existencia humana va encontrando, a lo largo de los años, distintas posibilidades de aplicación, distintas tareas singulares. Expliquemos un tanto la idea del psiquiatra vienés. Su pensamiento médico se concentra en un síntoma que llama frustración existencial, o sea, la sensación de falta de sentido de la propia existencia. El hombre actual no sufre tanto pensando que vale menos que los demás, sino más bien que su existencia no tiene sentido alguno. Y para colmo no sabe cómo puede llenar ese "vacío existencial". Trátase de un "complejo de vacuidad" o "complejo de vacío", que se añade a los célebres "complejos de inferioridad", "complejo de Edipo" y otros en boga en las diversas escuelas psicologistas. En su opinión, tal sería "la patología de la época".
Frankl señala un dato curioso, y es que la pregunta por el sentido de la vida brota no sólo cuan- do alguien se ve en la incapacidad de satisfacer las necesidades elementales, sino y sobre todo cuando dichas necesidades están perfectamente cubiertas, como sucede por ejemplo en el marco de la "sociedad de opulencia". Parecería que la affluent society no debería dejar insatisfecho ninguno de los requerimientos del hombre. Pero no es así. Si bien es cierto que dicha sociedad es capaz de aquietar diversas necesidades, no llega a satisfacer la necesidad más profunda, la voluntad de sentido.
Observa Mario Caponnetto, en un esclarecedor libro sobre Frankl, que cuando éste habla del "vacío existencial" que muchas veces padece el hombre triunfador en las sociedades prósperas, lo que quiere destacar es la insatisfacción que el solo disfrute de los bienes útiles y deleitables trae aparejado consigo si no lo acompaña la posesión de bienes superiores. Acertó Jung, prosigue Caponnetto, cuando a comienzos de siglo se animó a decir que la neurosis es "el sufrimiento del alma que no ha encontrado su sentido".
Mario Caponnetto parangona este "vacío" descubierto por Frankl con lo que la mística y la moral cristianas han calificado como "tedíum uitae" o "acedia". Este tipo de hastío, que para Santo Tomás consiste en un "entristecerse" ante el bien espiritual, desanimándose en cuanto a su consecución (debido a que, entregado plenamente a los bienes útiles y placenteros, ha perdido la capacidad de comprender su valor), es un vicio de enorme gravedad ya que, anclándose en lo más profundo de la interioridad, le impide al hombre abocarse a lo que constituye el fin mismo de su existencia, su propia realización como persona. La acedia, plenamente consentida, no es sino una virtual renuncia a la vocación humana. Como se ve, no hay que adjudicarle a Frankl una especial originalidad en este campo. Pero sí es novedoso en lo que respecta a su aplicación al terreno específico de la psicopatología y de la psicoterapia.
La constatación de Frankl parece innegable cuando observamos a tantos de nuestros contemporáneos, sobre todo los que habitan en aquellas megalópolis inhumanas de que hemos hablado. La inacción interior, que caracteriza al hombre acédi-co, se vuelve paradójica al encontrársela en el hiperactivo habitante de dichas ciudades gigantescas. La acedía se une, como telón de fondo, a las anteriores características del hombre moderno. Bien ha señalado del Acebo lbáñez que el hombre hastiado es consecuencia de un modo de vida signado por lo cuantificable e impersonal. El negotium prevalece sobre el otium, ese ocio verdaderamente creador, que justamente facilita al hombre acceder a su propia interioridad y le permite vivir en un ámbito de sosiego y festividad. Señala Santo Tomás que entre las consecuencias más inmediatas de la acedía se hallan la desperatio y la vagatio mentís, la inquietud errante del espíritu que en nada es capaz de concentrar sus energías psíquicas y espirituales. Dicha "errancia espiritual" se manifiesta, entre otras formas, en el relativismo doctrinal, así como en la "inestabilidad de lugar y de propósitos", característica de quien, navegando siempre en el puro devenir, va perdiendo el quicio de su propio e intransferible proyecto vital, lo cual nos remite nuevamente al concepto de "desarraigo". La acedía no permite echar raíces. El hombre acédico, marcado por un activismo exteriorizante y descomprometido, se ve cada vez más imposibilitado de habitarse, y la habitación existen-cial constituye el fundamento de todo arraigo.
Diversas pueden ser las evasiones que intentan quienes han perdido su voluntad de sentido: el placer, las diversiones, el alcohol, todos "rodeos" en busca de una felicidad que les escapa. Frankl ha constatado que en los drogadictos el complejo de vacuidad aparece en el cien por ciento de los casos. En lo que toca a los criminales, sus índices de frustración existencial son muy superiores a los del común de la población, por lo que se puede colegir que dicha sensación es quizás el fundamento primero de la agresividad. El mismo fenómeno es detectable en los lujuriosos ya que "sólo en un vacío existencial prolifera la libido sexual". De singular interés nos ha resultado el análisis de Viktor Frankl sobre la imposibilidad que el hombre existencialmente frustrado experimenta para llenar el tiempo libre. A su juicio, existe una suerte de "neurosis dominguera", es decir, "una depresión que acomete a aquellas personas que se hacen conscientes del vacío de contenido de sus vidas cuando, al llegar el domingo y hacer alto en su trabajo cotidiano, se enfrentan con el vacío existencial". Ese tiempo libre, que podría servir de marco para una vida plena de sentido, abierta a la contemplación, no hace sino contribuir a aquel terrible vacío. Cada vez es mayor el número de personas para las que los domingos son demasiado largos. Frankl relaciona dicha frustración con la sensación de aburrimiento, que la gente experimenta cada vez más, un aburrimiento que tiene íntima vinculación con la acedia, un aburrimiento "mortal". Este último adjetivo debe ser tomado en sentido literal, ya que buena parte de los suicidios son atribuibles a aquel vacío interior que responde a la frustración existencial.
De ordinario, prosigue Frankl, la frustración existencial no es manifiesta, sino que yace latente en el fondo del alma. Varias son sus posibles máscaras: una actividad sin pausa, la bebida, la juerga, siempre buscando huir de sí mismo. Para cubrir esta angustia del vacío nada mejor que el rugido de los motores, la embriaguez de la velocidad. "Considero el ritmo acelerado de la vida actual como un intento de automedicación -aunque inútil- de la frustración existencial. Cuanto más desconoce el hombre el objetivo de su vida, más trepidante ritmo da a esta vida". Un cantor actual así lo describe: "No tengo ni la menor idea de a dónde voy, pero desde luego voy a toda máquina". Este hombre así desvitalizado está en condiciones ideales para dejarse llevar por la corriente. Frankl nos ha dejado sobre ello una espléndida reflexión: "Cuando se me pregunta cómo explico la génesis de este vacío existencial, suelo ofrecer la siguiente fórmula abreviada: Contrariamente al animal, el hombre carece de instintos que le digan lo que tiene que hacer y, a diferencia de los hombres del pasado, el hombre actual ya no tiene tradiciones que le digan lo que debe ser. Entonces, ignorando lo que tiene que hacer e ignorando también lo que debe ser, parece que muchas veces ya no sabe tampoco lo que quiere en el fondo. Y entonces sólo quiere lo que los demás hacen, o bien, sólo hace lo que los otros quieren, lo que quieren de él". El que vive en la frustración existencial ignora cómo encarar el sufrimiento, no le encuentra sentido alguno. Frankl nos ofrece páginas muy sugerentes donde explica el sentido del dolor, y su aptitud para que el hombre alcance la madurez. El sufrimiento, nos dice, alcanza su sentido más cabal cuando se lo ofrece por una causa, por ejemplo, cuando se convierte en "sacrificio" consentido. El sacrificio, que no es sino el sufrimiento cuando se ve iluminado por el sentido, puede, incluso, dar significación a la muerte, como lo muestran los héroes y los mártires. Nuestro autor exhorta a salir de esta chatura frustrante, apelando a la «auto-trascendencia» de la existencia humana. Será preciso que el hombre apunte «por encima de» sí mismo, hacia algo que no es él mismo, hacia algo superior, trascendente, lo que dará sentido a su existencia. Frankl trae diversas citas en su apoyo. Por ejemplo, una de Albert Einstein, para quien el que ha encontrado una respuesta al sentido de la vida es un hombre religioso. Asimismo, de Paul Tillich, según el cual "ser religioso significa plantearse apasionadamente la pregunta del sentido de nuestra existencia". Y de Ludwig Wittgenstein: "Creer en Dios significa ver que la vida tiene un sentido". Por eso la logoterapia que él preconiza "está legitimada para ocuparse no sólo de la «voluntad de sentido», sino también de la voluntad de un sentido último, de un «supra sentido» como acostumbro a llamarlo yo. La fe religiosa es en definitiva la fe en este «supra sentido».
Alfredo Saenz, en El Hombre Contemporáneo
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