domingo, 24 de octubre de 2010

LA PERSONA HUMANA: La Voluntad y los actos voluntarios


La Persona Humana V
La Voluntad en el hombre:
Del mismo modo que en el hombre se “despiertan” tendencias frente a la percepción sensible de determinados bienes materiales concretos, hay también en el ser humano un tipo de apetito que es fruto de una «comprensión intelectual» del bien amado. En lenguaje corriente esta tendencia se identifica con lo que llamamos «voluntad»; técnicamente la denominamos apetito elícito racional
Distinción entre «deseo» y «querer»:
A veces es difícil distinguir entre las tendencias que son de orden sensible, como el espontáneo deseo de un bien concreto percibido, de aquellas inclinaciones que son de orden intelectual –el querer algo intelectualmente aprendido. Muchas veces se producen equivocaciones: en el lenguaje corriente se dice «quiero» mientras que debería decirse «deseo», y al revés. La confusión procede de  que, en general, el deseo y querer «conviven» en nosotros debido a que el mismo objeto es simultáneamente a la vez es querido y deseado. No obstante, la diferencia entre deseo y querer se comprende mejor cuando:
a)      el bien concebido intelectualmente no es sensible: por ejemplo cuando decimos “quiero aprender una ciencia determinada” (es decir, un determinado conjunto de conocimientos jerárquicamente ordenados en relación a un objeto de estudio). Aquí el bien no es sensible y, por lo tanto, tenemos un querer sin deseo (aunque podemos desear “parecernos” a determinadas personas que poseen actualmente la ciencia amada).
b)      el bien concebido intelectualmente se opone al bien sensiblemente deseado: por ejemplo cuando sentimos atracción física por una mujer u hombre (los deseamos) y, al mismo tiempo, «queremos» ser fieles a nuestro previo compromiso –de noviazgo, de familia, etc. –  con la persona que amamos.
Como se muestra de los ejemplos arriba propuestos, la diferencia entre ambos tipos de apetitos se manifiesta más claramente cuando hay posición entre la voluntad y el deseo: “quiero ponerme a estudiar para promocionar en mis estudios pero deseo, al mismo tiempo, ir a tomar mate con mis amigos”. Aquí la voluntad está llamada a ejercer una cierta soberanía sobre los deseos, de manera tal que el hombre pueda alcanzar la posesión de aquellos bienes que la inteligencia le muestra como aptos para el mejor desarrollo de su persona.
En este punto es preciso asimismo rechazar la postura de quienes consideran que “la voluntad se identifica con el esfuerzo”, es decir, que la medida de nuestra voluntad es proporcional al esfuerzo que debemos hacer para acallar los deseos que podríamos llamar “inconvenientes”. Frente a ello hay que, cuanto más fuerte es la voluntad –cuánto más “entrenada” está en no dejarse llevar por las pasiones–, menos esfuerzo ha de hacer para vencer los deseos contrarios al bien verdadero. No se trata de un ir, a priori, “en contra” de todos nuestros deseos –puesto que hay numerosos deseos sumamente nobles y enriquecedores para la persona– sino sólo de aquellos apetitos sensibles que pueden hacernos daño o perjudicar a las personas que amamos. Aun así, hay que decir que, psicológicamente, la voluntad, sólo se percibe claramente en el esfuerzo.
Asimismo, es claro que el apetito sensible a menudo se “nos impone”, mientras que –según veremos- el acto voluntario es verdaderamente «obra nuestra». El hombre de deseos es “arrastrado”; el hombre de voluntad «se dirige» hacia lo que quiere y continúa siempre siendo dueño de sí mismo.
La «voluntad» y los «actos voluntarios»:
En este punto cabe preguntarse lo siguiente: 

  • ¿se convierte, necesariamente, toda tendencia de la voluntad en «acto voluntario»? 

  • ¿son, nuestros actos «consentidos», siempre «voluntarios»?
Antes de intentar responder a estos cuestionamientos resulta oportuno, por un lado, proponer una definición precisa de «acto voluntario». Por otra parte, es conveniente también hacer un análisis minucioso de “las partes” que pueden discernirse en toda acción que se ajuste a dicha definición. De esta manera, podremos juzgar a la luz de dicha teoría las interrogaciones precedentes.
Definición de acto voluntario:
Un acto voluntario es aquel que procede de un principio intrínseco, aquel que tiene su principio en la persona que lo realiza. Al mismo tiempo, dicho acto se ejecuta con conocimiento del fin. Es decir, con una adecuada comprensión del fin que se ha alcanzar (del bien a conseguir) con la realización de la acción
El proceder de un «principio intrínseco» se opone a la «coacción exterior». El acto voluntario no puede ser impuesto desde el exterior. Asimismo, el conocimiento del fin implica el reconocimiento de los medios adecuados para su consecución.
Análisis del acto voluntario
En un acto voluntario completo pueden discernirse 12 fases:
1) El punto de partida de todo el proceso está en la inteligencia: es la concepción de un bien, la comprensión de un objeto como bueno para mí.
2) La simple concentración del pensamiento en un determinado bien (realizado quizá con la ayuda de la imaginación que elabora imágenes en las que podemos “vernos” en la posesión de dicho objeto bueno) despierta en la voluntad, espontáneamente, una cierta «complacencia», un cierto deleite.
3) La complacencia provoca un «examen» más atento del objeto, para ver si «es posible» y realmente bueno para mí, «aquí y ahora», en la situación concreta en que me encuentro. Este «examen» es un acto intelectual. Ahora bien…
  • Si comprendemos que el objeto visto como bueno es imposible para nosotros, entonces todo el dinamismo del acto voluntario se detiene en este punto: «querría tener alas, querría ser el rey de Inglaterra; pero sé que no es posible».
  • Pero si el bien es posible (y al mismo tiempo comprendemos que el objeto amado es verdaderamente bueno para nosotros en nuestras actuales circunstancias)   pasamos entonces a la siguiente fase.
4) Luego del «examen» (fase 3), la simple «complacencia» (fase 2) se convierte en «intención» de conseguir el bien. Así, por este mismo hecho, el objeto querido se convierte en término o «fin» del acto voluntario. Por otra parte, es preciso aclarar que la «intención» contiene, implícitamente, la voluntad de poner los «medios» necesarios para su consecución. No obstante, como aun no los conocemos, no puede explícitamente decirse que “los queremos”.
5) La «intención» de alcanzar el fin (fase 4) provoca la «búsqueda de los medios» capaces de conducirnos a él. Esta «búsqueda» constituye un trabajo intelectual. Puede darse aquí el caso de que, luego de pensar detenidamente, no encontremos cuáles son los medios que nos permitan alcanzar el objeto amado. Si ello ocurre, todo el acto voluntario se detiene: nos damos cuenta de que nos hemos equivocado cuando hemos creído que el bien era para nosotros posible. Pero, si encontramos los medios, pasamos a la siguiente fase.
6) Una vez conocidos los medios, «consentimos» voluntariamente en ellos. No obstante, a veces ocurre que “retrocedemos” ante los medios que hay que emplear para conseguir el fin. Ello pasa cuando descubrimos que “nos exigen más esfuerzo del que estamos dispuestos a realizar”. Se trata de «no querer hacer», aún cuando comprendemos que «deberíamos» y «podríamos». En este caso, nos quedarnos en el estadio de la «intención» (fase 4). Ahora –para complejizar aun más las cosas– cabe tomar conciencia de que los medios para alcanzar el fin pueden ser uno o varios. Si solamente hay un medio, se saltan las dos fases siguientes. Pero supongamos que hay varios medios.
7) El «consentimiento» (fase 6) provoca una reflexión más atenta sobre los diversos medios en presencia: ¿cuál es el más fácil, el más directo, el más eficaz para obtener el bien amado? Esta nueva reflexión es nuevamente un trabajo intelectual que denominamos «deliberación».
8) La deliberación (fase 7) se termina con la «elección» de un medio con exclusión de los otros. Este es el acto central de la voluntad, la elección o decisión.
9) Hecha la «elección» (fase 8) del medio más adecuado, la inteligencia discierne otra vez cuál es el «orden de las operaciones» a realizar para conducirnos, a través del medio elegido, al objeto amado. Por ejemplo: quiero promocionar todas las asignaturas de mi carrera. Para ello, comprendo que el medio más adecuado es estudiar diariamente 3 horas por día. Pero el medio elegido me exige que me despierte al menos una hora más temprano cada día, que juegue media hora por día menos a la “play”, que vaya al gimnasio 3 veces por semana en lugar de 5, etc. Como se ve, es un trabajo intelectual que consiste en «poner en orden en el espíritu» la serie de actos a ejecutar.
10) La voluntad «pone en movimiento las facultades» que deben operar; les “ordena” aplicarse a su actividad. Por ejemplo, pone en movimiento el cuerpo para que me siente en el escritorio, para que apague la compu, para que agarre el libro, etc.; luego, mueve a la inteligencia para que se aplique a la comprensión del texto que es necesario estudiar.
11) Una vez puestas en movimiento, nuestras capacidades responden y entonces el acto se «ejecuta».
12) Si todo va bien, se obtiene el bien primitivamente concebido, y entonces se produce el gozo de la posesión del objeto amado.
Quizá alguien pueda, no sin razón, sostener que la descripción precedente es sumamente engorrosa y compleja. Pero, por complejo que sea este análisis, esta aun lejos de corresponder a la complejidad real del corazón humano. Quien se haya visto en la dificultad de tener que tomar una decisión importante para su vida –y mucho más si su opción pudo influir directamente en la existencia de otros seres humanos–, seguramente reconocerá cómo los “pasos” anteriormente mencionados, aunque más no sea en forma oscura e incipiente, estuvieron necesariamente presentes en su acción.
Retomemos, ahora sí, las preguntas arriba formuladas:
  • ¿se convierte, necesariamente, toda tendencia de la voluntad en «acto voluntario»?
  • ¿son, nuestros actos «consentidos», siempre «voluntarios»?

En referencia al primer cuestionamiento, puede sostenerse que una tendencia de la voluntad no se convierte en «acto voluntario» (es decir, no «me muevo» para alcanzar el bien amado) sólo en el caso de que, luego de un atento examen realizado por la inteligencia, se llegue a comprender que el bien amado es actualmente «imposible».
Frente a ello alguien podría afirmar que, el no «ponerse en movimiento» de la voluntad para alcanzar un objeto apetecido, podría deberse al reconocimiento de que la obtención de dicho bien podría traer, por ejemplo, consecuencias negativas para otros seres humanos. Se trata aquí de lo que ocurre cuando queremos un determinado bien, entendemos asimismo que «es posible» para nosotros pero, al mismo tiempo, vemos que las acciones requeridas para su consecución (o su obtención misma) podrían perjudicar a alguien. Por lo tanto, no obramos (el apetito racional no se convierte «acto voluntario») en razón de que nuestra conciencia moral nos “manda” no hacerlo. En realidad, no actuamos debido a que «queremos más» no dañar a otros que obtener algo que, en sí mismo y si no nos encontrásemos en las circunstancias en las que estamos, sería bueno para nosotros. Más precisamente diríamos que, dadas las particulares circunstancias, la obtención de ese objeto no contribuye a nuestra perfección y crecimiento personales –ni al bien de aquellas personas que están, de una u otra manera, bajo nuestro cuidado. Y por esta razón no es para nosotros bueno aquello que «parece» serlo. Así, aun cuando podemos continuar deseándolo, en realidad no continuamos queriéndolo.
En síntesis, más allá de los análisis teóricos, en ambos casos podría sostenerse que «dejamos de querer lo que no podemos ejecutar».    
Para responder al segundo interrogante, nos será útil recordar un ya clásico ejemplo mencionado por Aristóteles en su ética: “un barco lleva una importante carga de un puerto a otro. A medio trayecto, le sorprende una tremenda tempestad. Parece que la única forma de salvar el barco y la tripulación es arrojar por la borda el cargamento, que además de importante es pesado”. Aquí, si el capitán consintiese  voluntariamente en arrojar la carga, no por ello podría afirmarse que realizó un «acto voluntario», puesto que decidió hacer dicho acto «obligado –desde fuera– por las circunstancias»”. Por lo tanto, su acción no procedió de un «principio intrínseco». En síntesis acabamos por consentir lo que rechazábamos porque hemos sido obligados a hacerlo. Por lo tanto, no siempre nuestros actos voluntariamente consentidos son voluntarios.

Maximiliano Loria

3 comentarios:

Unknown dijo...

que asco no lo lean no sirve

Anónimo dijo...

qwqweqw

Salvador Astudillo dijo...

PERFECTO MUCHAS GRACIAS .. EXCELENTE TRABAJO