miércoles, 10 de noviembre de 2010

EL ORDEN COMO VIRTUD


La virtud del Orden:

Descripción inicial:

«Se comporta de acuerdo con unas normas lógicas, nece­sarias para el logro de algún objetivo deseado y previsto, en la organización de las cosas, en la distribución del tiempo y en la realización de las actividades, por iniciativa propia, sin que sea necesario recordárselo».

Introducción:


El desarrollo de la virtud del orden, como todas las virtu­des, tiene dos facetas: la intensidad con la que se vive y la rec­titud de los motivos al vivirla. Ocurre, en ocasiones, que el or­den llega a ser un fin y convendría aclarar, desde el principio, que esta virtud debería ser gobernada por la prudencia.

Aunque en la descripción inicial nos hemos referido al dónde, cuándo y cómo de cualquier actuación, hay un aspec­to del orden que habría que aclarar previamente. Me refiero al orden en la jerarquía de los mismos objetivos de mejora plan­teados. Si se entiende el orden en la familia como algo necesa­rio para conseguir una convivencia adecuada entre todos es muy diferente que considerarlo como una necesidad derivada de una manía de los padres de familia. El desarrollo del orden nunca debe alcanzar unos límites en que no cabe el ejercicio es­pontáneo del amor y la comprensión. No se trata de estructurar la vida en todos sus aspectos sino de establecer lo mínimo para poder perse­guir unos objetivos de mucho valor. Y eso es ser prudente.
Para poder actuar de un modo ordenado hace falta tam­bién una estructura mental ordenada. Sin embargo, como pa­dres de familia es difícil observar esto en nuestros hijos. Es más operativo considerar los resultados de este orden mental. En este sentido, podremos observar cómo los hijos organizan sus cosas, cómo realizan y distribuyen sus actividades y eso en muchos campos distintos. Podemos observarles, por ejemplo, en su trabajo; en el juego; en sus relaciones con los demás. Y si queremos afinar más, en su modo de expresarse oralmente y por escrito, en su modo de preparar­se para salir de casa, en su modo de entrar en casa, etc., etc.


La observación permite a los padres saber lo que está pa­sando con sus hijos, pero no deberían olvidarse, por otra par­te, de observar su propia situación. El ejemplo siempre es im­portante. Quizá vendría bien aclarar lo que queremos decir por «ejemplo», referido a la virtud del orden:

Algunos padres creen que no pueden educar a sus hijos en relación con esta virtud, porque ellos mismos no son orde­nados. Pero no es así. De hecho, los padres educan a sus hijos principalmente en las cosas en que ellos están intentando su­perarse, en las cosas en que tienen que esforzarse para mante­ner un nivel adecuado. Por otra parte, los padres que, por na­turaleza, son muy ordenados no comprenden, a veces, cómo su cónyuge o sus hijos no lo son también. Consideran que el orden debería existir ya de por sí en cada persona y, si no exis­te, la causa no puede ser más que la comodidad y la pereza. Todos somos diferentes y los padres tienen que aprender a aceptar a sus hijos tal como son. Se trata de estimularles luego en su lucha de superación.


El ejemplo en el orden es bueno con tal de que los niños en­tiendan el porqué de los esfuerzos de sus padres, y que estos esfuerzos tengan realmente algún sentido. Ya hemos dicho que el orden por el orden no es justificable y los padres de familia tendrán que plantearse, en principio, para qué quieren orden y cuál es el grado suficiente. Si el ejemplo de lucha es lo que más educa, no por ello deberíamos olvidarnos del ejemplo del or­den establecido, no ya en las personas, sino en lo que han he­cho. Es importante para los hijos el ambiente de orden que pue­de haber en la casa. El orden está muy relacionado con la limpieza, y si la madre de familia no se preocupa de limpiar la casa, de que los hijos lleven ropa limpia, etc., es poco probable que sean ordenados. Por eso, la limpieza personal es tan im­portante por razones de higiene, pero también como prepara­ción para permitir a las personas interesarse por el orden.
El orden, si está gobernado por la prudencia, debería per­mitir a los padres manejarse con unas normas lógicas sin ha­cer de sus casas unos escaparates de tienda, ni un museo. Queremos que nuestros hijos tengan estilo personal, pero que también respeten a los demás, convivan con los demás. Así se trata de desarrollar la virtud del orden sin excesos, sabiendo que hace falta especificar dónde, cuándo y cómo.

La distribución del tiempo


Uno de los problemas más importantes que encontramos en relación con la distribución del tiempo es saber lo que es importante y lo que es urgente y, a continuación, no sacrificar continuamente lo importante a lo urgente. Los padres pueden saber que es enormemente importante hablar con sus hijos para conocerles, para mostrar su interés en lo que están ha­ciendo, etc. Sin embargo, surgen un sinfín de pequeñas nece­sidades, urgencias, que impiden, en principio, esta atención. Si es difícil para los padres, seguro que será difícil para los hi­jos. Sin embargo, habrá que enseñar a los hijos a ordenar sus actividades en el tiempo, de acuerdo con lo que es prioritario en cada momento.
Principalmente, se trata de coordinar el desarrollo de unas actividades rutinarias de todos los días con las activida­des que tienen un desarrollo continuo en un tiempo determi­nado. Por ejemplo, todos los días los chicos tienen que cenar. Sin embargo, puede que estén realizando unas tareas enco­mendadas por un profesor justo en el momento en que la ma­dre quiere que cenen. Existen dos posibles criterios en este momento. Lo importante es cenar ahora para conseguir una convivencia adecuada en la familia. La madre no puede pre­parar la cena de cada niño justo en el momento en que él quie­re. O lo importante es el trabajo del hijo y la cena debería ser supeditada a esta necesidad.
El sentido común nos llevará a ver que es necesario esta­blecer unas normas lógicas para coordinar las dos posturas. Estas normas serán resultado de haber considerado la natura­leza de la actividad que hay que realizar. Quizá nos ayudará pensar en cinco tipos de actividades:

1)   Actividades que hay que realizar en un momento es­pecífico y regularmente.


2)   Actividades que necesitan un tiempo seguido específi­co para realizarlas.



3)   Actividades que necesitan bastante tiempo para realizarse, pero que no requieren que sea seguido.

4)   Actividades de duración variable que pueden colocar­se en cualquier momento.


5)   Actividades periódicas, pero no frecuentes o activida­des ocasionales a realizar en una fecha dada.


En la vida de familia se debería informar en primer lugar a los hijos sobre las actividades que hay que realizar en un momento determi­nado. Este «momento» no se refiere necesa­riamente a la hora del reloj. Por ejemplo, los niños pueden sa­ber que tienen que dejar todo para comer cuando su madre les llama. Pueden saber que tienen que guardar sus juguetes en el momento de terminar el juego. En este sentido, se puede lle­gar a unas «cadenas» de sucesos que ayudarán especialmente a los niños pequeños. Por ejemplo, al llegar del colegio para comer saben que: 1) Saludan a sus padres; 2) Cuelgan el abri­go; 3) Lavan las manos; 4) Acercan las sillas a la mesa; 5) Se sientan a la mesa dispuestos a comer. Otra «cadena» podría existir a la hora de acostarse.
Para que estos momentos sean respetados por los hijos, se tratará de exigirles esto cuando no se interrumpa la continui­dad de otra actividad. Y que, en lo posible, se exijan las mis­mas cosas más o menos a la misma hora, aunque también hay que aceptar que muchas veces no puede ocurrir así y debemos todos aprender a ser flexibles.
En el segundo tipo de actividad se trata de prever el mejor momento y respetarlo. Además, es lógico que habrá más posi­bilidades de cumplir si se las coloca en primer lugar. Siempre sur­gen imprevistos y las actividades que necesitan un tiempo con­tinuado para su realización no son compatibles con estas cosas urgentes. En la educación de los hijos habrá que enseñarles a reconocer la conveniencia de localizar estos tiempos. Un caso que reconocerán las madres es ése en que sus hijos, quizá con gran empeño, empiezan a ordenar todas sus posesiones. Sin embargo, media hora más tarde comienza su programa favori­to en la televisión. Dejan la tarea a medio hacer, y a menos que sus padres sean muy exigentes no la terminan. Mejor sería mostrarles que hay actividades que cuestan tiempo y hay que prever el tiempo necesario. De este modo desarrollan su capa­cidad de relacionar el tiempo con sus actividades y serán más sensibles a lo que exige cada actividad. Serán ordenados.
El tercer tipo de actividad requiere que los hijos sepan re­cordar y que sepan guardar el objeto de atención de tal modo que sea factible volver a empezar. Leer un libro supone que el hijo recuerde que está leyendo un libro y que sepa dónde lo ha dejado. El orden en este sentido está muy relacionado con la perseverancia, porque hay algunas actividades que pueden durar mucho tiempo. Coleccionar sellos no sólo supone saber colocar los sellos bien en el álbum, sino también encontrar al­gunos momentos para poder colocarlos. Aprender a tocar la guitarra supone prever tiempo para practicar, etc.
Las actividades de duración variable que pueden colocar­se en cualquier momento nos ofrecen muchas dificultades. Es­cribir una carta, aunque sólo cueste quince minutos, puede llegar a ser un motivo de preocupación durante semanas. La limpieza de los zapatos por parte de los niños si no hay un momento establecido para tal tarea, puede acabar siendo una actividad realizada únicamente cuando los padres se ponen firmes. Solemos llenar el tiempo «libre» con lo más atractivo o lo más urgente. Además, suele ganar lo atractivo. Por eso, es útil saber que el desarrollo de la virtud del orden supone co­locar las cosas menos agradables, pero necesarias en primer lugar, cuanto antes. De lo contrario, es probable que nos «olvi­demos» de ellas.
Por último, las actividades periódicas, pero no frecuentes, o actividades ocasionales a realizar en una fecha dada, ofrecen la dificultad de recordarlas a tiempo. Me refiero a: felicitar el cumpleaños, acudir a una cita, entregar un trabajo, visitar a un amigo, etc. Hay pocas personas que tengan una memoria tan buena que no necesiten de alguna ayuda. La solución fácil es utilizar una agenda. Digo «fácil», aunque a algunas personas les cuesta apuntar estas cosas en primer lugar, y todavía más utilizar la agenda luego. Como en todos los hábitos es mucho más fácil comenzar desde joven. Por eso es útil enseñar a los hijos a utilizar una agenda.
En todo lo que hemos dicho respecto a la distribución del tiempo, los padres pueden exigir e informar a sus hijos. Los hábitos se consiguen principalmente por la exigencia en pri­mer lugar aunque para que los adolescentes sigan escorzándose y para que los padres tengan que exigir menos, los hijos tendrán que comprender por qué es importante distribuir su tiempo de un modo razonable para la eficacia personal y para no molestar ni disgustar a los demás.

La organización de las cosas



Otro aspecto del orden es la colocación de las cosas de acuerdo con unas normas lógicas, que en este caso quiere de­cir de acuerdo con la naturaleza y función del objeto. Este or­den tiene dos finalidades: guardar las cosas bien, para que no se estropeen, y guardarlas razonablemente para que se pue­dan encontrar en el momento oportuno y para que estén en el lugar adecuado al utilizarlas.
En la organización de las cosas nos encontramos con dos tipos de exigencias. Los padres quieren que sus hijos coloquen las cosas de uso general —que afectan a los demás— en su si­tio, y por otra parte, quieren que organicen sus propias pose­siones de un modo razonable, aunque no influyan sobre los demás miembros de la familia.

¿Cómo se puede conseguir que los hijos guarden las cosas en su sitio sin recordárselo? En primer lugar, aunque parece una perogrullada, las cosas necesitan tener su sitio. A conti­nuación, habrá que ser muy paciente y muy perseverante en la exigencia. No hay recetas en la educación familiar, y en este asunto, que suele molestar mucho, no hay más remedio que insistir. De todas formas, podríamos sugerir algunas ayudas, que en alguna familia pueden tener éxito con algún hijo, y en otra, no.
Hemos dicho que los hijos tienen que conocer los sitios en que se guardan las cosas, pero también convendrá decirles cuándo tienen que devolver el objeto en cuestión con preci­sión. Lo normal es indicarles «cuando termines hay que devolverlo». La palabra «terminar» no es concreta para el niño. Mejor sería preguntarle qué va a hacer con las tijeras, por ejemplo, y cuando ha explicado, decirle «cuando termines de recortar la figura, antes de pegarla, las devuelves a su si­tio».
Otra posibilidad es la sanción-castigo. Si el niño no ha de­vuelto la cosa a su sitio, no dejarle utilizarla la próxima vez. Sin embargo, esto es un arma de doble filo, porque puede ser que sin ella no pueda cumplir bien con sus tareas, por ejem­plo.
En total, parece que la solución mejor es la de conseguir un ambiente general entre todos los miembros de familia para po­ner las cosas en su sitio. Si cada uno se reconoce responsable para devolver cualquier cosa a su sitio, aunque no la haya saca­do él, estamos consiguiendo el orden en la casa y también el desarrollo de la responsabilidad de cada hijo en favor de la fa­milia. Precisamente en este terreno es donde fallan los llamados encargos. Si cada hijo tiene uno o varios encargos es posi­ble que se esfuerce mucho en cumplir porque es un encargo, no porque se sienta responsable de lo que ocurra en la familia. Sin encargos, pero exigiendo una colaboración continua de todos, se puede conseguir una situación en que todos se sientan res­ponsables y, además, corrijan a sus hermanos cuando no cum­plan. En todo caso, como siempre ocurre en el campo de los medios, cada familia tendrá que ver lo que le va mejor.
En lo que se refiere a la colocación de los objetos persona­les nos interesa que aprendan los hijos a hacerlo teniendo en cuenta la naturaleza y la función de los objetos en cuestión. En principio, el orden para un niño pequeño puede ser meter todo dentro del armario y cerrar la puerta. Al abrir la puerta su madre encuentra que todo cae al suelo. De hecho, los niños van desarrollando su propio sentido de lógica y de repente se ve que guardan todos los coches juntos, todas las muñecas juntas, o que han ordenado los libros con los más grandes a un lado y los más pequeños al otro. Es mucho más importante que los niños aprendan a ordenar las cosas por su cuenta, en todo caso con una orientación de sus padres, a que lleguen a imitar ciegamente el concepto de orden que tienen sus padres. Por eso se tratará de exigirles que sus cosas estén ordenadas, pero no de acuerdo con los propios criterios.
Para que los niños aprendan a ordenar sus cosas bien se puede invitar a los hijos a participar en actividades de orden de los padres. Que ayuden a ordenar los libros de la bibliote­ca, que ayuden a limpiar y a ordenar los utensilios en la coci­na, que estén observando cuando se hace la maleta, etcétera. Y, en segundo lugar, se puede pedirles que razonen el porqué de su propio «sistema» de ordenar las cosas para que capten el interés que tiene el encontrar el lugar más adecuado para que no se estropee ese objeto, para poder encontrarlo en se­guida, y para que esté a mano en el lugar donde se va a utili­zar.

La realización de las actividades

Para ser ordenado no sólo hace falta colocar las cosas bien, sino también utilizarlas bien. No podemos decir que un niño que rompe intencionadamente un juguete es ordenado, aunque guarde luego las piezas rotas. Sin embargo, tampoco se trata de llegar al otro extremo en que el niño juega estricta­mente de acuerdo con el fin previsto para ese juguete, o en que sólo juega cada vez con una cosa, por ejemplo.
Al realizar actividades que tienen como finalidad princi­pal distraer, aunque también puedan ser educativas, no debe­mos exigir un comportamiento rígido. Más bien se tratará de evitar el mal uso de estos objetos, sin impedir al niño desarro­llar su imaginación con su uso. Por eso, simular que un para­guas es una escopeta no resulta una falta de orden; utilizar un paraguas para abrir un cajón que se ha atascado, sí, porque puede estropearse.
Los padres, al educar a sus hijos en la virtud del orden, tendrán que distinguir entre objetos que, para su utilización razonable, necesitan unas reglas del juego, y otros que per­miten, por su misma naturaleza, una interpretación más am­plia. Utilizar los objetos ordenadamente en la práctica puede significar enseñar a los hijos cómo usar un ordenador; cómo telefonear; cómo pegar unas fotos en un álbum; cómo utilizar tijeras; cómo arreglar un enchufe roto, etc. En cada caso exis­ten unas reglas para que los hijos lleguen a utilizar el obje­to en cuestión adecuadamente. Si no lo hicieran así, podría romperse el objeto o ser peligroso. Veremos que este tipo de enseñanza no sólo se centra en cosas ajenas a la persona, sino también en su propio ser. Es decir, tienen que aprender a uti­lizar bien su inteligencia, su afectividad, su cuerpo de acuer­do con unas reglas del juego, unos principios, porque si no lo hacen puede ocurrir que acaben utilizando su inteligencia para destruir algo bueno. Si no tenemos cuidado en enseñar el correcto uso de todo lo que poseen los hijos, sus mismas cualidades y capacidades pueden acabar dañándose o creando situaciones perjudiciales para el propio interesado.
Pero hemos dicho que hace falta distinguir entre los obje­tos que necesitan de una normativa clara para su uso y otros que no lo necesitan tanto. Utilizar unos libros para hacer un castillo le parecerá desordenado a alguna persona, mientras que a otra no le importará, porque prefiere que el niño se dis­traiga con los libros con tal de no romperlos. Evidentemente, estamos contando con dos criterios: el grado en que el objeto puede recibir algún desperfecto, y el grado en que puede ser peligroso para el niño o para los demás. Sin embargo, también habrá que considerar otro criterio: el grado de aprovecha­miento que se consigue de este objeto.
En la vida cotidiana, los padres suelen enseñar a sus hijos a utilizar bien sus cosas, especialmente si entienden la impor­tancia de que sean sobrios. Si no se entiende que se trata de que los hijos aprendan a utilizar cualquier objeto adecuada­mente, aunque los padres tengan dinero para sustituir cual­quier objeto que se rompe, es lógico que ni el orden ni la so­briedad tendrán sentido para los hijos.
El orden que se exige a los hijos en relación con sus pose­siones es una preparación adecuada para que aprendan a uti­lizar sus propias capacidades y cualidades en beneficio de la familia de la cual son miembros y en pos del bien común en todos los ámbitos en los que participen. Difícilmente puede ha­ber un orden interior en la persona si no existe un cierto orden exterior. De hecho, las personas que no consiguen vivir el orden exterior pueden encontrarse con llamadas constantes de su con­ciencia, que no está haciendo más que avisarles de una falta de orden en la relación entre lo que aspiran alcanzar y su modo perso­nal de vida.

Consideraciones finales

Cuando los niños son pequeños, los padres tendrán que exigirles mucho para que cumplan con una serie de activida­des relacionadas con la virtud del orden. En principio, los ni­ños cumplirán por obediencia aunque también reconocerán el sentido de sus actos si los padres se preocupan de orientarles de acuerdo con la finalidad que buscan. Para obedecer activa­mente —no sólo por no tener más remedio que obedecer—, los hijos necesitan de una información clara sobre lo que se es­pera de ellos. Los padres tendrán que exigir a sus hijos, pero también habrán de informarles sistemáticamente. Algunas pautas para esta sistematización se encuentran en las páginas anteriores. Es decir, los padres que exigen a sus, hijos que sean ordenados, desordenadamente, no encontrarán tal vez resul­tados muy positivos.
El peligro para los padres (y educadores) radica en el desorden en el mo­mento de exigir, y también en exigir en algunos aspectos y en otros no. Todos solemos tener unas zonas de pasividad en re­lación con el orden. Alguno escribirá una carta lógica y siste­mática, pero dejará su ropa repartida por el suelo al acostarse. Otro hablará y razonará con precisión, pero tendrá su mesa de trabajo en desorden total. Alguno se vestirá con elegancia y cuidado, pero tratará los libros de cualquier modo, etc. Se tra­ta de mejorar en todos los aspectos del orden, reconociendo las propias tendencias de olvidar, de ocultar o de justificar las faltas de orden por pereza. Y, para las personas muy ordena­das, se trata de comprender que los demás son diferentes y aceptarles tal como son. A estas personas les convendrá volver a reflexionar sobre lo que es la finalidad del orden.
El orden como hábito debería llenarse de sentido para que los hijos adolescentes lleguen a vivir la virtud con estilo per­sonal. Anteriormente, los padres tuvieron que recordar a sus hijos continuamente para que cumpliesen con lo imprescindi­ble. Ahora, los padres, como es lógico, están cansados. Si la batalla del orden no está ganada antes de llegar a la adoles­cencia los padres no podrán gastar su tiempo y su atención en cuestiones que son más apropiadas, más urgentes, para esa edad. No es que el orden deje de ser importante en la adoles­cencia. Por el contrario, sin esa base previa el desarrollo de las demás virtudes es mucho más difícil. La intencionalidad que supone desarrollar cualquier virtud no tendrá unas bases sis­temáticas para facilitar su desarrollo.

Isaacs, David, en La Educación de las virtudes humanas



LA PERSONA HUMANA: La Libertad como sello de nuestros actos voluntarios


La Persona Humana VII/ La libertad:

Introducción:

La «libertad» no es una facultad espiritual como la inteligencia o el apetito racional (voluntad), sino solamente un «carácter» (un sello), una «propiedad característica» de la voluntad. Según vimos, la voluntad es la tendencia que surge en el hombre como fruto de la captación intelectual de un determinado bien que nuestro entendimiento nos muestra como capaz contribuir a nuestro crecimiento y perfección. Complementariamente, la tendencia de la voluntad hacia dicho bien “se hace libre” cuando la voluntad pasa de «quererlo» a «elegirlo». Pero, una podría preguntarse aquí si dicha “transición” no es algo «espontáneo» e «inevitable», es decir, cuándo y cómo no podríamos elegir lo que queremos. Aquí el pensamiento nos muestra que ello podría ocurrir al menos en dos ocasiones: primero, cuando comprobamos, luego de un detenido examen, que dicho bien querido no es actualmente para nosotros «posible». Segundo, cuando la inteligencia nos muestra que la elección y posterior consecución de dicho bien contradice nuestros presentes deberes morales. Por ejemplo, cuando queremos hacer deporte en razón de que es bueno para nuestra salud y debemos posponerlo porque nuestro hijo está con fiebres en cama. 

Por otra parte, hay que decir también que todo acto voluntario es libre, pues en todo acto voluntario hay «elección» (“libre”) de un determinado bien que se transforma en «fin a alcanzar». Asimismo, una vez que hemos optado por un determinado bien, dejamos de ser libre en relación a los «medios» que se muestran como necesarios para su consecución. No obstante, sí podemos elegir – de entre los medios «no necesarios»–, es decir, aquel o aquellos que –según juzgamos– mejor se adecúan a nuestro particular modo de ser y actual situación. Por ejemplo, si elijo estudiar medicina en Mar del Plata, sólo puede hacerlo en la Universidad Fasta (no soy libre respecto de este medio), pero puedo elegir cursar de mañana o de tarde de acuerdo a mis preferencias (conservo mi libertad respecto de medios «no necesarios»).
Allende lo afirmado en el párrafo precedente, también es verdad la afirmación que sostiene que el hombre sólo es libre en relación a los «medios» puesto que el fin último, la felicidad, es naturalmente apetecido y, en este sentido, no somos libres frente a él. Es decir –teniendo en cuenta lo sostenido en el ejemplo anterior–, elegir estudiar medicina en Mar del Plata es, en realidad, algo que vislumbro como un «medio» para obtener la felicidad. Y precisamente por ello, dicho «medio», se convirtió en «fin» de mi acto voluntario. Por ello, todos los bienes que un ser humano libremente elige no son sino «medios» para obtener la dicha
Para finalizar esta breve introducción digamos que, en el hombre, la libertad puede presentarse de múltiples formas, de aquí la necesidad de una adecuada distinción y comprensión de cada una de ellas. Así, en una primera aproximación, distinguiremos la llamada «libertad de actuar» de la «libertad de querer» –o «libre arbitrio». Asimismo, preciso es destacar que el «problema de la libertad» en el hombre se pone de manifiesto sólo en esta última.

La «libertad de actuar»:
Un acto es libre en este sentido cuando está exento de toda «coacción exterior». Consiste en no estar «determinado a obrar», o «impedido de obrar, por una fuerza, por una violencia exterior. Esta libertad es esencial al acto voluntario, pues un acto realizado como fruto de una coacción exterior, no es evidentemente un acto voluntario (recordar el ejemplo del capitán que arroja la carga de su barco en medio de una tempestad). Pero es claro que puede haber actos que, en sí mismos, «no sean voluntarios» y que, sin embargo fueron en este sentido “libres”, puesto que nada los coaccionó «desde fuera». Por ejemplo cuando movido por el enojo digo algo hiriente a mis padres que en realidad no pienso sobre ellos, que en realidad no quiero decir, sino que hablo impulsado por un arrebato de bronca. Aquí, tenemos un acto que, «desde fuera», no resultó «impedido» ni «determinado» (hubo libertad de actuar) y, no obstante, no fue voluntario. Como se ve, se trata de una libertad puramente exterior, una «libertad de hacer». La libertad de actuar es importante, pero la posesión de una libertad plena de actuar no hace, por sí misma, a un hombre auténticamente libre.
La libertad de acción se diferencia según los diversos tipos de «coacción exterior» de los que el sujeto esta libre:
  • La libertad física: consiste en poder moverse sin ser detenido por algo externo como los muros de una prisión.

  • La libertad civil: consiste en poder obrar sin que las leyes de la ciudad impidan la realización de acciones naturales, acordes con la razón. Es decir, la «ley civil» no debe impedirnos la ejecución de aquellos actos que contribuyan a nuestra perfección y al bien común. En una dictadura no hay libertad civil puesto que, por ejemplo, no está garantizada la libertad de expresión. Por otro lado cuando de hecho hay libertad civil, siempre se tiene la libertad física de quebrantar las leyes, pero entonces se entra en contravención con la ley, y la fuerza pública interviene para privar de su libertad física a aquel que ha abusado de ella.

  • Libertad política: consiste en poder cooperar en el gobierno de la ciudad de la que se es miembro. Se opone a la «tiranía» o dictadura, régimen político en el que los ciudadanos están sometidos a las ordenes de un dueño sin poder influir en sus decisiones.

  • La libertad moral: consiste en poder obrar sin que una ley moral determine «desde fuera» mis acciones, es decir, me «obligue» a la ejecución de un determinado acto. Por ejemplo, si yo he sido educado en el fundamentalismo religioso cuyo ideal de perfección moral es la «destrucción de los infieles», si estoy sumergido en una cultura donde la intolerancia con el que piensa o cree de forma diferente es “moneda corriente”, entonces me encuentro exteriormente constreñido en mi libertad moral. No obstante, la falta de libertad moral no anula la libertad psicológica de una persona: pues siempre «podemos» quebrantar las leyes morales; es más, solo hay obligación de cumplir una ley moral para un sujeto en posesión de su libertad psicológica, es decir, para una persona capaz de quebrantarla.

La libertad del querer:

El hombre es libre en razón de que su voluntad no está determinada por ningún bien particular. Cuando el hombre opta por un bien, lo hace libremente. En otras palabras, nos referimos al hecho de estar exento de una «inclinación necesaria» a elegir tal o cual bien particular. A la libertad entendida de este modo se la denomina tradicionalmente «libre arbitrio», debido a que el hombre es aquí verdaderamente el dueño, el «arbitro» del acto que elige –siendo, en consecuencia, responsable del mismo. Frente a los bienes particulares que se le presentan al hombre en el mundo, el libre arbitrio puede presentar dos alternativas:

o   puede elegirse entre «actuar» o «no actuar», ejecutar el acto o no; es lo que se llama «libertad de ejercicio».

o   puede elegirse entre «hacer esto» o «lo otro», entre ejecutar este acto u otro; es lo que se llama «libertad de especificación».

 Asimismo, hay que recordar que el hombre es «libre» frente a la posibilidad de optar por uno u otro bien, pero no es libre de querer el bien. De hecho, incluso quienes eligen «lo malo», lo asumen debido al «aspecto de bien» que ello posee. Quien opta por la bebida, no elige dañar su salud sino el olvido temporal de sus desdichas en que el estado de embriaguez lo induce. Y el mismo «mal moral», la voluntad no puede quererlo sino en cuanto la inteligencia (a partir de un juicio erróneo, claro está) se lo presenta como bueno para ella –opto por estafar a mi prójimo debido a que me resulta “bueno” apropiarme de sus bienes.

La libertad no es, «esencialmente», la capacidad de elegir entre el bien y el mal, sino la capacidad de «actuar o no actuar» y de «optar por tal o cual bien» en la medida en que nuestra inteligencia nos muestra que su posesión nos hará más felices. Tampoco la libertad consiste en estar ajenos a toda coacción exterior que nos posibilite “hacer lo que nos viene en gana”. El poder optar por lo moralmente malo, en razón de lo «aparentemente bueno» que ello pueda tener (puesto que jamás puede ser realmente bueno para mí lo que haga daño a otros o a mí mismo), si bien es una «señal» de libertad, constituye más bien un «defecto» suyo –no algo que la califique esencialmente. La verdadera libertad consiste en dirigirse meritoriamente hacia la «felicidad» comprendida como aquello que nos posibilita el pleno desarrollo de nuestras capacidades más propias, el desarrollo más profundo de nuestro ser, manteniéndose al margen de todo aquello que pueda hacernos daño o lastimar a los demás seres.

Pero, ¿por qué motivos podemos conscientemente elegir lo moralmente malo? Claro es que siempre optamos “por lo bueno” que dentro de lo malo puede haber, aun cuando reconozcamos de modo evidente que «lo elegido» es, en última instancia, malo para nosotros: elegimos el efecto de la embriaguez en lugar de cuidar nuestra salud; elegimos la posesión de determinados bienes materiales en lugar de la honestidad; elegimos el placer sexual en lugar de la fidelidad a nuestra familia. Aquí nos adentramos en lo que, en términos religiosos se denomina el «misterio del pecado». Es imposible siquiera esbozar una comprensión de este misterio –que toca lo más profundo de la realidad humana– en sólo unas breves líneas. No obstante, creemos que la realidad del “pecado” puede entenderse a partir del orgullo humano que no acepta que «Otro» le diga lo que está bien y lo que está mal. Cuando el hombre opta por lo moralmente malo, le está diciendo a las cosas (y por ende a Dios como creador de la naturaleza): “yo soy quien determina lo bueno –y aún cuando mi inteligencia me muestre que «lo que yo decidí que sea bueno» no sea realmente tal. El pecado constituye entonces un uso abusivo de nuestra libertad.    

Ser libre es «determinarse a sí mismo»: yo soy quien se determina a obrar no obrar; yo soy quien decide optar por este bien en lugar de aquel otro. Ahora bien, según vimos, nuestra voluntad no es libre de «querer el bien», su objeto es el bien. Y la posesión del bien la concebimos abstractamente con el nombre de «felicidad»: “seremos felices cuando obtengamos los bienes que queremos en razón de que nuestra inteligencia, acertadamente o no, nos muestra que pueden darnos plenitud y placer”. En virtud de esta innata tendencia a la felicidad, nuestra voluntad quiere tales o cuales bienes concretos determinados debido a que la inteligencia le muestra que constituyen un «medio» de acercarnos a la dicha. Pero frecuentemente nuestra inteligencia propone «varios medios», varios bienes concretos que se nos muestran, al menos en un principio, como posibles “dadores de felicidad”. Aquí nuestra inteligencia comienza a sopesar las posibles ventajas y desventajas de cada uno, pero como ningún bien particular concreto puede brindarnos la felicidad absoluta, es la voluntad quien decide optar por uno u otro (o optar por ninguno), definiéndose por el motivo que, dadas las circunstancias particulares en las que se encuentra, le resulta más ventajoso para conseguir la dicha.

Para finalizar, es preciso poner de manifiesto que la «libertad perfecta» constituye para nosotros un «ideal». Por esto, ha podido con toda razón decirse que “el hombre no nace libre sino que llega a serlo”. De esto se sigue que la libertad es susceptible de «grados». Así, nuestros actos humanos son tanto más libres cuanto:

  • Son más «deliberados»: cuanto más ilustrado es un hombre, cuanto más y mejor puede «deliberar» sobre lo que hace, tanto más responsable de sus actos (más libre) se le considera. Por el contrario, la ignorancia y la debilidad del espíritu que se deja arrastrar por las pasiones disminuyen la libertad y la responsabilidad sobre los propios actos. Los vicios morales «tiranizan» al hombre y le arrebatan su libertad.
  • Son más «racionales»: es decir, cuanto más se adecúan a lo que la recta razón nos muestra en el ser de las cosas; la razón está llamada a dirigir el conjunto de las acciones humanas.
  • Procuran más realmente la «felicidad» del hombre: en ocasiones se nos presenta la posibilidad de elegir entre diversos bienes reales (no bienes aparentes); aquí debemos optar, teniendo en cuenta quiénes somos y las circunstancias en que nos encontramos, por aquello que más puede conducirnos a la dicha, teniendo siempre en cuenta la prioridad ontológica de los bienes espirituales sobre los materiales.
Maximiliano Loria.

lunes, 1 de noviembre de 2010

LA PERSONA HUMANA: Relciones entre la Inteligencia y la Voluntad/ entre los Deseos y el Querer

La Persona Humana VI

Relaciones entre la voluntad y la Inteligencia:

El precedente (y minucioso) análisis de las diversas “partes” presentes en todo acto voluntario nos puso de manifiesto, al menos implícitamente, la íntima vinculación existente entre nuestras facultades espirituales. Veamos no obstante, de modo más detallado, la mutua influencia que recíprocamente se ejercen la inteligencia y la voluntad. En este sentido, es preciso dejar claramente de manifiesto que «la voluntad sigue a la inteligencia», depende de ella, puesto que solamente es “despertada” por la concepción de un bien. Ahora bien, una vez despierta la voluntad por la inteligencia, existe ya «reciprocidad» de acción entre las dos facultades. Así, la voluntad aplica la inteligencia al objeto que se ama para conocerlo mejor (mueve a la voluntad a la manera de una causa eficiente, a fin de que la inteligencia ponga en marcha su capacidad de aprehender mejor el bien ya de alguna manera entrevisto). Por otro lado, la inteligencia aumenta la intensidad del amor precisando la compresión del bien (mueve a la voluntad como causa final, es decir, presentándole el fin que debe alcanzar a poseer). En síntesis, hay que sostener que cada una de estas facultades es, a su manera, causa del ejercicio de la otra.
En este apartado cabe también preguntarse, con referencia a las cosas, si es mejor «conocerlas» o «amarlas». La respuesta que se dé a este interrogante depende, fundamentalmente, de «qué cosa» se trate, es decir, del ser propio que se postula como objeto de nuestro conocimiento o de nuestro amor. Por ejemplo, si el objeto que se propone para ser conocido y amado es un ser material inerte o un ser vivo que no sea otro ser humano (en términos técnicos un ser «ontológicamente inferior» a nuestro ser) más vale conocerlo que amarlo, pues el conocimiento la eleva a nuestro nivel (lo «espiritualiza» podríamos decir), mientras que el amor nos baja al suyo (de algún modo nos «mundaniza» o «materializa»). Aquí, la inteligencia es más noble que la voluntad porque es más perfecto tener «en sí» la forma (el conocimiento) del objeto que estar entregado a una cosa material que existe «fuera de sí». Pero si el objeto se encuentra al «mismo nivel ontológico» que el alma, a saber, otro hombre, digamos el prójimo, nos decidimos por la preeminencia del amor. Puesto que, de una parte, el amor parte de un cierto conocimiento y engendra un conocimiento aun mayor de la persona amada. Además, por medio del ejercicio del amor podemos contribuir al bien de los otros y es también en dicho ejercicio cuando más nos crecemos individualmente como personas, cuando más «humanos» nos hacemos. Por último, cabría preguntarse sobre la posibilidad de un ser «ontológicamente superior» al hombre como puede ser Dios. Con respecto al ser divino, muy especialmente, más vale entonces amarlo que conocerlo, pues el conocimiento lo rebaja a nuestro nivel, mientras que el amor nos eleva al suyo.

Relaciones entre el «deseo» (apetito sensible), la «inteligencia» y el «querer» (apetito racional o voluntad):

Con respecto a la influencia que ambos apetitos se ejercen, de un modo general hay que decir que los deseos (y las pasiones o sentimientos que ellos engendran) suelen “perturbar” el ejercicio de una «desinteresada» (recodar aquí al «desinterés» como requisito esencial para la prudencia) comprensión de las bondades reales de las cosas (Piensen, por ejemplo, como es difícil evaluar los beneficios y desventajas de un producto cuando se tiene “muchos deseos” de tenerlo). No tenemos que estudiar el caso en el que el deseo desencadena una acción «antes» de que la persona se haya podido detener a «deliberar» sobre su conveniencia, pues entonces, claro está, no hay ninguna influencia de la pasión sobre la voluntad: la pasión es causa de movimientos involuntarios. No obstante, un acto totalmente involuntario es muy raro en el hombre. En contrapartida, en el caso de que la inteligencia «tome conciencia», comprenda (aunque sea de un modo confuso), el objeto deseado, pueden ocurrir dos cosas:

  • Que los deseos y pasiones «determinen» a la voluntad: esto se pone de manifiesto, por ejemplo, en el caso de que lo deseado es «contrario a la razón» (no es realmente bueno para mí en las circunstancias en las que me encuentro) cuando la voluntad, por debilidad, cede y se deja arrastrar por las pasiones. La pasión actúa sobre la voluntad absorbiendo la atención del hombre de modo que, si la pasión es viva, nos imposibilita considerar en el objeto deseado otros aspectos que no sean los que nos complacen. Es verdad que, en ocasiones, vemos sólo lo que deseamos ver. Por otro lado, la pasión determina también a la voluntad «por mediación de la imaginación». En este sentido, la pasión excita la imaginación, que está llena de imágenes vivas y obsesivas, de manera tal que la inteligencia juzgue al objeto deseado, no tal cual es realmente, sin según el modo en el que la imaginación se lo representa.
  • Que la voluntad «gobierne» a los deseos y pasiones: y esto es precisamente lo que nos «distingue» y «dignifica» como seres humanos; es decir, que obremos siguiendo la comprensión de lo que constituye, en cada circunstancia, nuestro verdadero bien. Esto es precisamente lo que la voluntad quiere y lo que, en ocasiones, aunque no siempre (por suerte), se opone al deseo suscitado en nosotros por el instinto. No obstante, si bien la voluntad debe gobernar a las pasiones y deseos, hay que decir que no tiene sobre ellos un “poder despótico”, sino tan sólo un “poder político”: las pasiones no son sus esclavas (como los miembros del cuerpo que obedecen sin resistencia a la voluntad); los deseos y los sentimientos disfrutan de cierta “independencia” y de algún “poder de resistencia” (en ocasiones fuerte) respecto de la voluntad. Así, cuando ello ocurre, la voluntad está llamada a «apartar la atención» del objeto que seduce, aplicando el pensamiento a otra cosa (aparto mi atención del partido de fútbol que están pasando por la tele y aplico mi entendimiento a la comprensión del libro que debo leer para mañana). Verdad es que a veces ello “no basta”, porque aun cuando hago un gran esfuerzo por poner mi pensamiento en otra cosa, la seducción de un objeto nos suscita tal grado de pasión que no logramos concentrarnos en lo que debemos hacer. Aquí, lo más adecuado para la voluntad es imperar acciones físicas que nos aparten de la presencia del objeto que nos seduce; es decir «huir» de lo que seduce fuertemente y al mismo tiempo es concebido como malo para mí (me voy a leer a la biblioteca donde no hay tele). Si la voluntad es bastante «perseverante», obtendrá a la larga que la pasión se adormezca.