La Persona Humana VI
Relaciones entre la voluntad y la Inteligencia:
El precedente (y minucioso) análisis de las diversas “partes” presentes en todo acto voluntario nos puso de manifiesto, al menos implícitamente, la íntima vinculación existente entre nuestras facultades espirituales. Veamos no obstante, de modo más detallado, la mutua influencia que recíprocamente se ejercen la inteligencia y la voluntad. En este sentido, es preciso dejar claramente de manifiesto que «la voluntad sigue a la inteligencia», depende de ella, puesto que solamente es “despertada” por la concepción de un bien. Ahora bien, una vez despierta la voluntad por la inteligencia, existe ya «reciprocidad» de acción entre las dos facultades. Así, la voluntad aplica la inteligencia al objeto que se ama para conocerlo mejor (mueve a la voluntad a la manera de una causa eficiente, a fin de que la inteligencia ponga en marcha su capacidad de aprehender mejor el bien ya de alguna manera entrevisto). Por otro lado, la inteligencia aumenta la intensidad del amor precisando la compresión del bien (mueve a la voluntad como causa final, es decir, presentándole el fin que debe alcanzar a poseer). En síntesis, hay que sostener que cada una de estas facultades es, a su manera, causa del ejercicio de la otra.
En este apartado cabe también preguntarse, con referencia a las cosas, si es mejor «conocerlas» o «amarlas». La respuesta que se dé a este interrogante depende, fundamentalmente, de «qué cosa» se trate, es decir, del ser propio que se postula como objeto de nuestro conocimiento o de nuestro amor. Por ejemplo, si el objeto que se propone para ser conocido y amado es un ser material inerte o un ser vivo que no sea otro ser humano (en términos técnicos un ser «ontológicamente inferior» a nuestro ser) más vale conocerlo que amarlo, pues el conocimiento la eleva a nuestro nivel (lo «espiritualiza» podríamos decir), mientras que el amor nos baja al suyo (de algún modo nos «mundaniza» o «materializa»). Aquí, la inteligencia es más noble que la voluntad porque es más perfecto tener «en sí» la forma (el conocimiento) del objeto que estar entregado a una cosa material que existe «fuera de sí». Pero si el objeto se encuentra al «mismo nivel ontológico» que el alma, a saber, otro hombre, digamos el prójimo, nos decidimos por la preeminencia del amor. Puesto que, de una parte, el amor parte de un cierto conocimiento y engendra un conocimiento aun mayor de la persona amada. Además, por medio del ejercicio del amor podemos contribuir al bien de los otros y es también en dicho ejercicio cuando más nos crecemos individualmente como personas, cuando más «humanos» nos hacemos. Por último, cabría preguntarse sobre la posibilidad de un ser «ontológicamente superior» al hombre como puede ser Dios. Con respecto al ser divino, muy especialmente, más vale entonces amarlo que conocerlo, pues el conocimiento lo rebaja a nuestro nivel, mientras que el amor nos eleva al suyo.
Relaciones entre el «deseo» (apetito sensible), la «inteligencia» y el «querer» (apetito racional o voluntad):
Con respecto a la influencia que ambos apetitos se ejercen, de un modo general hay que decir que los deseos (y las pasiones o sentimientos que ellos engendran) suelen “perturbar” el ejercicio de una «desinteresada» (recodar aquí al «desinterés» como requisito esencial para la prudencia) comprensión de las bondades reales de las cosas (Piensen, por ejemplo, como es difícil evaluar los beneficios y desventajas de un producto cuando se tiene “muchos deseos” de tenerlo). No tenemos que estudiar el caso en el que el deseo desencadena una acción «antes» de que la persona se haya podido detener a «deliberar» sobre su conveniencia, pues entonces, claro está, no hay ninguna influencia de la pasión sobre la voluntad: la pasión es causa de movimientos involuntarios. No obstante, un acto totalmente involuntario es muy raro en el hombre. En contrapartida, en el caso de que la inteligencia «tome conciencia», comprenda (aunque sea de un modo confuso), el objeto deseado, pueden ocurrir dos cosas:
- Que los deseos y pasiones «determinen» a la voluntad: esto se pone de manifiesto, por ejemplo, en el caso de que lo deseado es «contrario a la razón» (no es realmente bueno para mí en las circunstancias en las que me encuentro) cuando la voluntad, por debilidad, cede y se deja arrastrar por las pasiones. La pasión actúa sobre la voluntad absorbiendo la atención del hombre de modo que, si la pasión es viva, nos imposibilita considerar en el objeto deseado otros aspectos que no sean los que nos complacen. Es verdad que, en ocasiones, vemos sólo lo que deseamos ver. Por otro lado, la pasión determina también a la voluntad «por mediación de la imaginación». En este sentido, la pasión excita la imaginación, que está llena de imágenes vivas y obsesivas, de manera tal que la inteligencia juzgue al objeto deseado, no tal cual es realmente, sin según el modo en el que la imaginación se lo representa.
- Que la voluntad «gobierne» a los deseos y pasiones: y esto es precisamente lo que nos «distingue» y «dignifica» como seres humanos; es decir, que obremos siguiendo la comprensión de lo que constituye, en cada circunstancia, nuestro verdadero bien. Esto es precisamente lo que la voluntad quiere y lo que, en ocasiones, aunque no siempre (por suerte), se opone al deseo suscitado en nosotros por el instinto. No obstante, si bien la voluntad debe gobernar a las pasiones y deseos, hay que decir que no tiene sobre ellos un “poder despótico”, sino tan sólo un “poder político”: las pasiones no son sus esclavas (como los miembros del cuerpo que obedecen sin resistencia a la voluntad); los deseos y los sentimientos disfrutan de cierta “independencia” y de algún “poder de resistencia” (en ocasiones fuerte) respecto de la voluntad. Así, cuando ello ocurre, la voluntad está llamada a «apartar la atención» del objeto que seduce, aplicando el pensamiento a otra cosa (aparto mi atención del partido de fútbol que están pasando por la tele y aplico mi entendimiento a la comprensión del libro que debo leer para mañana). Verdad es que a veces ello “no basta”, porque aun cuando hago un gran esfuerzo por poner mi pensamiento en otra cosa, la seducción de un objeto nos suscita tal grado de pasión que no logramos concentrarnos en lo que debemos hacer. Aquí, lo más adecuado para la voluntad es imperar acciones físicas que nos aparten de la presencia del objeto que nos seduce; es decir «huir» de lo que seduce fuertemente y al mismo tiempo es concebido como malo para mí (me voy a leer a la biblioteca donde no hay tele). Si la voluntad es bastante «perseverante», obtendrá a la larga que la pasión se adormezca.
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