viernes, 8 de octubre de 2010

LA PERSONA HUMANA: Hacia una comprensión del deseo y del querer humanos


La Persona Humana III
 “Y claro, una vez empleada mi libertad en irme haciendo un rostro ya no puedo quejarme o asustarme de lo que veo en el espejo cuando me miro
Fernando Savater
I) Los apetitos: hacia una comprensión del «deseo» y del «querer» humanos
Es evidente que en muchas ocasiones no somos libres de elegir lo que nos pasa, pero aun así podemos elegir como reaccionar frente a lo que nos pasa. Si bien es cierto que las circunstancias nos «condicionan», no estamos «determinados» frente a ellas. Y somos, en mayor o menor medida, el resultado de nuestras elecciones. Asimismo, siempre elegimos, necesariamente, aquello que se nos “aparece” como bueno; jamás elegimos «lo malo», más allá de que en ocasiones (a veces, bastante más frecuentes de lo “recomendable”) optemos por cosas que puedan hacernos daño: el diabético que elige comerse una torta de chocolate, no elige descompensar su salud sino el placer de comer aquello que tanto le agrada. Así es entonces que, naturalmente «tendemos», nos «inclinamos» hacia los aspectos buenos que las cosas poseen. Analicemos entonces, lo más profundamente que nos sea posible, cómo podemos comprender estas «tendencias», estas «atracciones», que tan a menudo nos asaltan.  
La Filosofía de inspiración escolástica da a este fenómeno psíquico el nombre de «apetito». En este sentido,…
  • El «apetito» se entiende como una «tendencia», «inclinación», «amor» hacia un bien concreto, determinado.

Apetito y bien son nociones correlativas (una se comprende a partir de la otra) Por ello decimos que el bien es, precisamente, el «término» del apetito. En este punto, resulta importante recordar que, «según las disposiciones de cada cual», la misma cosa podrá ser apreciada de un modo muy distinto, juzgada buena o mala, juzgada más o menos buena o más o menos mala. Esto explica por qué algunas personas se sienten en ocasiones atraídas por bienes tan diversos. «Según las disposiciones de cada cual»…, es decir, de acuerdo a como esté cultivado nuestro espíritu, en armonía con ello, será lo que nos seduzca y atraiga. Por ejemplo, una persona formada en el arte de la música, difícilmente se sienta inclinada a disfrutar de una composición, sea del género que fuere, en la que repitan constantemente sólo 3 notas. Y por más que la melodía pueda resultar “pegadiza”, no verá en ella ninguna complejidad artística que la mueva al goce de la admiración. De aquí la importancia de formar adecuadamente nuestra inteligencia puesto que ello nos posibilitará juzgar adecuadamente el grado de bondad que las cosas poseen. No obstante ello, todo objeto «apetecido» debe poseer una perfección capaz de satisfacer el apetito, una cualidad «real» que lo haga amable y sobre la que nuestras disposiciones, nuestros deseos, nuestra libertad, no tienen influencia. Es por ello que nuestro apetito es «realista» ya que tiene como objeto un «bien real concreto» y no se satisface con bienes puramente «ideales» o «imaginarios». Yo puedo amar las matemáticas, pero (si estoy en mi sano juicio) jamás podría amar el número 5. Contrariamente a lo que acontece con el conocimiento, facultad por la cual la forma de las cosas «viene a» enriquecer nuestro ser (Aristóteles decía que, en el acto de conocer, el alma humana “se hace” todas las cosas), cuando apetecemos un bien concreto somos nosotros los que «vamos a» (tendemos a) su encuentro.
Una primera aproximación al fenómeno, nos muestra que en el hombre se dan fundamentalmente dos tipos de apetitos:
  • El apetito «natural».

  • El apetito «elícito».

Denominamos «apetito natural» a la tendencia hacia un cierto bien que «espontáneamente» se despierta en un ser, con independencia de todo conocimiento. Por ejemplo, decimos que la planta tiende naturalmente hacia la luz. Dicho forma de apetito es «innato», está como “programado” en la naturaleza de los seres. En términos aristotélicos podemos decir que deriva de la misma esencia de las cosas. En el caso del hombre, cuando los apetitos naturales se hacen conscientes, se convierten en una suerte de «necesidad». Así, cuando comprendemos –aunque sea de modo confuso– lo que la felicidad es, no podemos menos que tender hacia ella. El «apetito natural», como todo apetito, se dirige hacia la conquista de un bien, pero como esta tendencia no es consecuencia de un previo conocimiento (es una tendencia que viene, digámoslo así, con el “combo” de nuestro ser) y por ello no puede «equivocarse», ni «desviarse», y es «necesariamente recta» (moralmente buena). Al mismo tiempo, según aquella sentencia de Tomás de Aquino que afirma que «un deseo natural no puede ser vano», podemos razonablemente pensar que –aunque no sepamos ni cómo ni cuándo– dichos apetitos han de ser “satisfechos” (nuestra hambre natural va a encontrar su alimento). Caso contrario, cabría sostener que, quien puso dichos deseos en nuestra naturaleza, es un ser moralmente perverso, lo cual es inadmisible para la recta razón.
Denominamos «apetito elícito» a aquella tendencia que se despierta en un ser como consecuencia del conocimiento de un bien real concreto (Dado que «resulta del conocimiento», sólo existe en los seres vivos dotados de conocimiento). El apetito elícito se dirige hacia lo que “parece bueno” para el sujeto que conoce. Decimos “parece bueno” debido a que, una vez obtenido dicho bien (y en este sentido, luego de conocerlo «más de cerca») puede uno comprender que dicho ser «no era» lo que uno esperaba. Por ejemplo: Juan conoce a su nueva compañera de colegio e, inmediatamente, “tiende hacia ella”. Si perder un minuto la invita a salir y, contrariamente a lo que él esperaba, ella acepta. Van a tomar algo y, al cabo de un rato, Juan comienza a sentirse algo decepcionado pues su nueva amiga es incapaz de hablar de otra cosa que no sean banalidades. Al terminar la cita, Juan “no apetece más” a la chica. Así, lo que en un primer momento le pareció bueno, luego –mejor conocido– se le tornó insoportable. En términos generales puede afirmarse que algo es «bueno para mí» si, dadas las particulares circunstancias en las que me encuentro, contribuye realmente a la «perfección» de mi propio ser. De aquí, según señalamos al comienzo de estos párrafos, la importancia del «valor» del conocimiento que provoca mi tendencia.
Los «apetitos elícitos» se clasifican según el tipo de conocimiento del que derivan. Tenemos entonces:
  • apetito (elícito) sensible: es aquel que deriva del conocimiento sensible y se dirigen a un objeto concreto aprendido como bueno por los «sentidos».
  • apetito (elícito) racional: es aquel que tiene por objeto un «bien» concreto pero no sólo visto por los sentidos sino también comprendido ya de un modo abstracto por la inteligencia.

II) Importancia de los apetitos en la vida psicológica:
Los apetitos o tendencias son la raíz de toda nuestra «vida afectiva», pues nuestros «sentimientos» (ya hablaremos luego de ellos) son estados emocionales que resultan de tendencias satisfechas o frustradas. Asimismo, los apetitos son también el «principio de la vida activa», porque todas nuestras acciones son la consecuencia directa de las tendencias, puesto que el apetito desencadena una serie de operaciones para obtener el bien atrayente.
III) Clasificación de los apetitos sensibles:
La tradición filosófica escolástica discernió dos tipos de apetitos sensibles: el «concupiscible» y el «irascible» (Los nombres dados nos resultan extraños y quizá un tanto “engorrosos” pero lo que aquí importa no son las palabras, sino los conceptos que hay “encerrados” en ellas. Dichos conceptos, según pensamos, continúan siendo valiosos para explicar al ser humano).
  • Concupiscible: Todo apetito es la tendencia hacia un bien, el amor hacia un bien concreto percibido por los sentidos. Pero el apetito concupiscible, junto con dicho amor hacia un bien determinado, implica necesariamente la tendencia inversa –de odio– respecto del mal contrario al bien amado. Todo odio se funda en un amor previo. Si amo la ecología, necesariamente odiaré todas aquellas acciones que destruyan la naturaleza.
  • Irascible: El apetito irascible surge en nosotros cuando el bien que deseamos alcanzar se presenta como difícil o arduo. Aquí el amor se transforma en «instinto de lucha» contra los obstáculos que me separan de lo apetecido. El instinto de lucha nos hace soportar sufrimientos y realizar sacrificios en pos de la obtención de dicho bien. Pensemos en todas las cosas que un joven puede hacer para que la chica que le gusta “le dé bolilla”.

En cuanto a la mutua relación de estos apetitos, es claro que lo irascible está por naturaleza ordenado a lo concupiscible, pues la lucha contra el obstáculo sólo tiene sentido si es para obtener el bien amado.

Prof. Maximiliano Loria.
Fuente bibliográfica:
  • Veneaux, Roger: Filosofía del Hombre, ed. Herder, Barcelona.

1 comentario:

Unknown dijo...

Bravo Maximiliano. Yo estudio las partes del alma en el mito del carro alado de Platón.