sábado, 30 de octubre de 2010

LA AMISTAD COMO VIRTUD


La Educación en la Amistad (Fragmento adaptado)

«Llega a tener con algunas personas que ya conoce pre­viamente por intereses comunes de tipo profesional o de tiem­po libre, diversos contactos periódicos personales a causa de una simpatía mutua, interesándose, ambos, por la persona del otro y por su mejora».



Puede resultar difícil contemplar la amistad como virtud. ¿Cómo puede considerarse como hábito operativo bueno? Tomás de Aquino, en el primer comentario del libro VIII de Ética a Nicómaco, dice que la amistad es una suerte de virtud vinculada a la justicia en cuanto que testimonia una proporcionalidad entre los amigos (ambos se interesan de forma “proporcional” por el otro y por los intereses comunes). Sin embargo, difiere de la justicia en que ésta contempla el aspecto de débito legal (lo que es debido a otro a causa de su objetiva condición y no del afecto que nos une) y la amistad, en cam­bio, se basa en el beneficio gratui­to. Estamos hablando, entonces, de afecto recíproco desintere­sado.
Antes de entrar en el tema concreto de la educación de la amistad, quizá convendría hacer alguna aclaración más. En nuestra descripción operativa hacemos referencia a los contac­tos periódicos a causa de una simpatía mutua. Pero no se aclara si la condición de la amistad está únicamente en estos con­tactos o si la persona que realiza los contactos necesita poseer algún tipo de cualidad especial. En otras palabras, ¿es posible que exista amistad entre dos personas que actúen moralmente mal? La amistad se mantiene por la virtud moral, y crece en la me­dida en que se desarrolla la virtud moral. A la vez, esto hace al suje­to más amable y más capaz de amar. Por tanto, «los malos pueden resultar agradables uno a otro no en cuanto son malos o indiferentes, sino en cuanto todos los hombres tienen algo de bueno y se ponen de acuerdo. No cabe amistad donde fal­ta virtud».
Un tercer punto a tener en cuenta es que la amistad se re­fiere a una relación de intimidad. Por tanto, no puede darse en profundidad hasta que la persona llega a descubrir su propia intimidad y aprende luego a compartirla con otros. En este sentido, conviene distinguir entre la amistad y otros actos re­lacionados. «La sociabilidad alcanza a todos; el amor al próji­mo, a quienes nos rodean; la amistad, a los íntimos». A la vez, en la vida real, es difícil que surjan amistades sin la atención adecuada a los demás, en general. Se tratará de mantener una relación social amplia, y practicar con to­das las personas el respeto y la solidaridad, porque únicamente así puede surgir la simpatía mutua que conduce a la amistad.
En la vida de cada día los adultos nos encontramos en múltiples situaciones de relación humana, basadas en activi­dades de trabajo o de tiempo libre y que pueden servir para despertar una amistad o no. Al invitar a casa a unas perso­nas que han llegado recientemente a la ciudad, por ejemplo, creamos una de estas situaciones. En la conversación se bus­can automáticamente temas que, sin duda, serán conocidos por todos, en torno a los cuales puede comenzar un cambio de impresiones: los hijos, los colegios, etc. Y a la vez, es corriente buscar y dar información sobre los intereses y trabajo profesional de los presentes. Aunque hay personas que por timidez o por soberbia no se interesan por los demás ni se preocupan de conocerles. Hace falta este conocimiento para que pueda surgir una mayor compenetración entre las personas presen­tes. Si al comunicarse no se encuentra ningún interés o expe­riencia en común es poco probable que surja una amistad. Por eso, podemos decir que las condiciones necesarias para que pueda surgir la amistad son: que existan ciertos intere­ses en común y que haya un mínimo de homogeneidad en la condición de las personas y en su competencia en la materia tratada. Si los intereses en común incluyen el interés del uno para con el otro y, al estar juntos, llegan a alcanzar una ma­yor madurez personal empieza una amistad que se notará en el deseo de darse mutuamente muestras de su experiencia, de sus sentimientos, de sus pensamientos y de sus proyec­tos.
Nuestros hijos se encuentran también en situaciones de relación humana, como son la propia familia, un club juvenil o el colegio. No todos los compañeros serán amigos, aunque compartan muchas actividades en común. Según la edad, la relación tomará un matiz diferente y habrá que tener en cuen­ta las condiciones de cada relación al considerar el tema de la amistad. Concretamente:

  •       ¿cómo puede pensarse la amistad entre padres e hijos?
  •            ¿cómo puede pensarse la amistad entre chicos y chicas?

Debe quedar claro, por lo que hemos dicho, que la amis­tad no es lo mismo que compartir algunas actividades o cono­cer a una persona desde hace mucho tiempo. La amistad im­plica algún tipo de vinculación que puede ser el resultado de un proceso largo o la consecuencia de un encuentro de media hora. «Es unión espiritual y libre de amor humano mutuo, expansivo y creativo; es vinculación ajena al sexo y al instinto de la carne».
Dentro de este contexto es evidente que puede haber amis­tad entre padres e hijos, pero es todavía más claro que no se puede limitar la relación paterno-filial a la amistad. En cuanto llega a haber contactos periódicos entre padres e hijos buscan­do la mejora mutua, puede haber amistad. En cambio, el padre que se muestra interesado en lo que hace su hijo, habla con él, le apoya afectivamente, pero no busca ni encuentra reciprocidad en la relación, está desarrollando una relación ajena a la amistad. Habitualmente se habla de que es conveniente que los padres sean amigos de sus hijos, en el sentido de que deben in­teresarse por sus cosas para crear un ambiente de aceptación y comunicación abierta, en la que el hijo pueda contar las cosas de su intimidad. Sin embargo, entiendo que la formación que pueden dar los padres a sus hijos respecto a la amistad surge en cuanto el padre consigue que su hijo corresponda de algún modo, buscando el bien suyo. Cuando el hijo se preocupa por su padre, puede ser más como hijo o más como amigo. Los dos papeles se complementan, pero conviene recalcar que el hijo si­gue siendo hijo de su padre, aunque no llegue a ser amigo.
La relación entre chicos y chicas nos presenta otro tipo de dificultades. De acuerdo con nuestra descripción operativa ini­cial veremos cómo puede haber una amistad entre chicos y chicas con toda naturalidad. Puede haber contactos periódicos entre ellos, puede haber una simpatía mutua, y pueden intere­sarse ambos por la persona del otro y por su mejora. Sin em­bargo, entre las personas de distinto sexo surge otro factor. La atracción fundamental o la posibilidad radical de que esta re­lación se concrete en la entrega del cuerpo. Esto para el joven que actúa rectamente significa abrirse a la posibilidad de un vínculo definitivo y exclusivo sellado en el matrimonio, que es un conve­nio natural entre un hombre y una mujer, que «lo hace total­mente diverso, no sólo de los ayuntamientos animales realizados por el solo instinto ciego de la naturaleza, sin razón ni vo­luntad deliberada alguna, sino de aquellas inconstantes unio­nes carnales de los hombres, que carecen de todo propósito de construcción de un vínculo verdadero, honesto y profundo». Por eso, en la relación personal con una persona del otro sexo el joven estará en una situación en que existe la posibili­dad de que el compromiso con el otro sea de todo su ser, cuerpo y alma.

Los amigos y las edades

No se trata de dar una explicación psicológica de la rela­ción humana en distintos momentos de su vida, sino de pen­sar sobre unos factores básicos desde el punto de vista de la actuación de los padres. Cuando unos padres van al colegio y preguntan al profe­sor si su hijo tiene amigos, seguramente no tienen muy claro lo que quieren decir. Parece deseable que el niño tenga ami­gos, pero vamos a considerar lo que esto puede significar cuando el niño es pequeño.
Desde luego, no estamos hablando de una amistad basa­da en el compromiso personal. Seguramente se trata más de saber si el niño juega con otros, si habla con otros, si comparte sus intereses con los demás, si es generoso con los demás, y luego de saber si suele pasar más tiempo con algunos niños que con otros. Esta interacción permite al niño ir desarrollando dos face­tas importantes de su personalidad. Por una parte, empieza a reconocer su papel dentro de un grupo. Se da cuenta de que puede aportar al grupo y recibir de él. Empieza a obedecer las reglas del juego y será llamado al orden por sus compañeros cuando no las cumpla. En una palabra, aprende a ser un ser social. En este aprendizaje irá reconociendo que otros chicos son más fuertes, más listos, más influyentes, o se dará cuenta de que él mismo es influyente. En esta etapa, lo más importante es que el niño vaya aprendiendo a comprometerse con el grupo, principalmente a través de una aceptación positiva de su papel en ese grupo, y de los papeles de los demás. Al chico que comparte una de estas actividades o intereses (el fútbol, el hablar, el jugar) se le llama, en esta etapa, «amigo», y los niños que prefieren otras actividades son los «compañeros». Los niños más problemáticos en estos momentos son los tími­dos, que no se atreven a formar parte de un grupo, y los mi­mados, que muchas veces lo pasan mal, porque de repente descubren que los demás no están dispuestos a satisfacer to­dos sus caprichos.
Cuando van pasando los años, los «amigos» que son miem­bros de un grupo con intereses y aficiones en común cambian, y hay una tendencia a empezar a buscar amigos más íntimos, personas en las que el preadolescente puede confiar y a quien puede contar sus problemas. El grupo sigue siendo importan­te, pero el joven ya sabe distinguir entre sus compañeros y sus amigos. Todavía no ha aprendido su deber de aportar a la re­lación, y a veces la amistad solamente le sirve como una posi­bilidad de desahogar sus sentimientos.
Luego, cuando quiere independizarse de sus padres, el jo­ven intenta conocer a muchas personas a las que puede llamar «amigos», aunque siguen siendo compañeros con intereses en común, que se reúnen para estudiar, para ir de excursión, et­cétera. A medida que vaya madurando, empezará a seleccio­nar más en estas relaciones, distinguiendo entre la «relación de distensión» y la relación que «implica un compromiso suyo». No es corriente que una persona tenga muchos amigos. Es lógico que conozca a bastantes personas y establezca una relación con ellas, en la que se comparten algunos aspectos de su vida.

La amistad y las demás virtudes humanas

Hemos dicho antes que no cabe amistad donde falta vir­tud. Por tanto, el desarrollo de las virtudes humanas en su conjunto es imprescindible para la amistad. Basta con unos ejemplos para mostrar este hecho. La «lealtad» es la virtud que ayuda a la persona a aceptar los vínculos implícitos en su ad­hesión al amigo, de tal modo que refuerza y protege, a lo lar­go del tiempo, el conjunto de valores que representa esta rela­ción. La «generosidad» facilita al amigo actuar a favor del otro teniendo en cuenta lo que le es útil y necesario para su mejora personal. El «pudor» controlará la entrega de aspectos de su in­timidad. La «comprensión» le ayudará a reconocer los distintos factores que influyen en su situación, en su estado de ánimo, etc. La confianza y el respeto llevan al amigo a mostrar su inte­rés en el otro y que cree en él y en sus posibilidades de mejo­rar continuamente. Se puede decir, por tanto, que un buen amigo es una persona que lucha para superarse en un conjun­to de virtudes. El problema es ¿cómo conseguir que nuestros hijos elijan a este tipo de persona como amigo, y luego que si­gan con la relación? Visto desde otra perspectiva, se trata también del proble­ma de lo que se suele llamar «mala influencia». Y aquí vamos a considerar lo que es una mala influencia.
Por una parte, debemos ser realistas y reconocer que no sirve para mucho proteger al hijo de las influencias externas de modo continuo, porque en algún momento se va a encon­trar con ellas, y si no está preparado para ello serán mucho más perjudiciales. Sin embargo, tampoco se trata de abando­nar a nuestros hijos, creyendo que no debemos o no podemos ayudarles. Una mala influencia es ésa que consigue un cambio de ac­titud en una persona, de tal forma que su comportamiento ha­bitual no se relaciona con criterios moralmente rectos. El resultado más ne­fasto de una mala influencia es un cambio radical en los criterios de la persona, que implica una destrucción o un abandono de la verdad. En otras palabras, la mala influencia tiende a favorecer el desarrollo de vicios más que de virtudes en nuestros hijos. Si aceptamos esta aclaración, veremos que la influencia ocasional de una persona no tiene mucha importancia, con tal de que el cambio producido en el hijo se refleje en un compor­tamiento esporádico. Ahora bien, si la mala influencia deja de ser ocasional y se traducen en un modo habitual erróneo de comporta­miento y de entender las cosas, la situación es grave. Por eso, podemos decir que la «amistad» más peligrosa que puede tener una persona es la relación que se basa en una dependencia del otro, de tal forma que el joven acepta toda su influencia sin utilizar sus propios criterios. Los padres deben cuidar especialmente las llamadas «amistades» entre sus hi­jos, todavía poco maduros, y personas seguras de sí mismas pero con criterios falsos.
En segundo lugar, habría que cuidar la relación de amis­tad que el hijo puede tener con otro no centrado en sus carac­terísticas personales, sino en las actividades atractivas que esa persona proporciona. Por ejemplo, la atracción en torno a una motocicleta de mucha potencia, que en sí no tiene nada de malo, pero sí lo tiene si refleja en el dueño o en sus padres una falta total de madurez para utilizarla.
Por último, se debe cuidar a los hijos adolescentes que no saben comprometerse en una relación, que cambian de com­pañero continuamente, sin criterio, que no piensan en lo que quieren ni en lo que esperan del otro. La amistad implica un servicio. El hijo que no ha aprendido a servir, difícilmente puede conseguir una amistad fundamentada en la relación humana de mejora. Pero todavía no hemos contestado la pregunta formulada anteriormente: ¿cómo conseguir que nuestros hijos elijan «buenos» amigos? El hijo elegirá lo que considere atractivo. Y ese «atractivo» dependerá, en gran parte, de lo que los padres han enseñado a sus hijos desde pequeños. Si han vivido una vida frívola, prestando atención al placer superficial, es posible que el hijo busque sus «amigos» entre los que pueden proporcionarle igual tipo de placer. Si los padres, en cambio, intentan vivir la generosidad, preocupándose por los demás, es posible que los hijos capten este valor y que lo asimilen personalmente.
Por eso, se tratará de orientar a los hijos en el tipo de acti­vidades que realizan, sabiendo que en cada grupo puede ha­ber una cantidad de personas aptas para ser amigos y otras que no son convenientes. Parece lógico que se van a encontrar con más posibles amigos en un club de estudiantes de bachillerato que en un grupo de chicos que se reúnen para fumar, beber y hablar de chicas irrespetuosamente, por ejemplo. Sin embargo, el grupo de personas con condiciones de ser buenos amigos puede pa­recer aburrido y sedentario. Aquí está el reto para los padres. Organizar o promover actividades que sean interesantes en sí; que apelen al deseo de aventura de los jóvenes o a sus intere­ses artísticos o a su preocupación por los demás.
En estas circunstancias, el joven puede empezar a selec­cionar sus amigos y se tratará de orientar al hijo para que vaya cumpliendo adecuadamente como amigo, visitando al otro cuando está enfermo, animándole cuando se sienta triste, acompañándole a cumplir con algún encargo, compartiendo razonablemente su intimidad con el otro. Y esforzándose por mantener el contacto periódico no sólo en los tiempos norma­les de contacto —en el trimestre por ejemplo—, sino también en las vacaciones, mediante alguna postal o una llamada tele­fónica. Es este esfuerzo de mantenerse en contacto lo que per­mite a algunos seguir siendo amigos, ya al final de su vida, de una persona conocida en la infancia.

El papel de la familia

A veces parece que la vida de familia está en conflicto con los amigos. Por ejemplo, cuando los padres quieren ir de ex­cursión con toda la familia y uno de los hijos prefiere salir con algún amigo. Es bueno organizar actividades en que la fami­lia pueda sentirse unida, pero también hay que respetar los gustos personales de los hijos.
Si aceptamos que nuestros hijos deben tener amigos, de­ben tener compañeros y deben tener vida de familia, basta con el sentido común para resolver los problemas.
Sin embargo, hay otro papel de la familia, y en particular de los padres, que convendría mencionar. Los padres quieren que sus hijos tengan amigos, pero quieren asegurarse a la vez de la conveniencia de una amistad dada. Su misión es presen­tar la familia, el hogar, a sus hijos como una agrupación dispuesta y deseosa de recibir a otras personas en su seno. Los padres no tienen el derecho de entrar en la inti­midad de sus hijos (parte de esta intimidad son las relaciones con los amigos), pero sí tienen el deber de crear un ambiente y de crear situaciones atractivas para luego conocer a los amigos de los hijos. Al conocerles, los padres deben tener cuidado en no juzgar ni prejuzgar a estas personas sencillamente por su comportamiento superficial o por su modo de vestir. Se trata de saber cómo piensan y qué criterios tienen. En algunos casos no habrá problema; en otros, nuestro hijo podrá hacer mucho bien al otro, y le podemos permitir el desarrollo de la amistad después de aclarar la situación al hijo que ya es maduro; pero en otras ocasiones tendremos que decirle categóricamente que esa persona es una influencia peligrosa y explicar por qué. No podemos decir que no continuamente, y de hecho no hará fal­ta si hemos conseguido orientar a los hijos adecuadamente acerca de lo que es una verdadera amistad. Por otra parte, el hogar es el sitio donde los hijos pueden sentirse seguros. Empiezan a relacionarse con los demás y sufren disgustos y desengaños. Su desarrollo en la sociedad ven­drá facilitado, principalmente, por tener la seguridad de en­contrarse aceptado en su hogar. Resumiendo, la familia debe prestar a los hijos el servicio, de permitirles invitar a los demás a su casa para reconocer su modo de vivir, su estilo y ser influidos positivamente por ello. Por otra parte, se mantiene con los brazos abiertos para que el hijo, comenzando a forjar su propio futuro en distintas rela­ciones, pueda volver cuando quiera, sabiendo que la relación con sus padres es más que de amistad: es filial.
En este sentido, convendría aclarar que los padres no pue­den ni deben intentar sustituir a los amigos de sus hijos. Los hijos esperan de sus padres que sean eso, sus padres.


El ejemplo de los padres

Los mayores tendemos a relacionarnos con los demás se­gún criterios muy personales. Habrá matrimonios que centra­rán su vida social en la gran familia; otros, en un club; otros ni siquiera creerán tener tiempo para tener amigos, y otros se en­contrarán con los demás únicamente en situaciones profesio­nales.
Además, el matrimonio se encuentra con un problema es­pecífico que no tiene el individuo. Por ejemplo, la esposa lo pasa muy bien con una amiga, pero el marido de esa mujer no llega a ser amigo de su propio marido. Mas, como hemos di­cho anteriormente, debemos diferenciar entre los «amigos» con quienes desarrollamos unas actividades, algún «hobby», etc., y las personas con quienes la relación implica un compro­miso personal. Los hijos deben ver en sus padres personas dispuestas a comprometerse, a ayudar, a dar, aunque cueste, porque así la amistad es valiosa. Los padres que centran su «amistad» en actividades superficiales de la sociedad hacen pensar a sus hijos que los amigos son «instrumentos» en la construcción de una vida personal agradable. Invitar a unas personas a casa, comportarse agradablemente con ellas y luego criticarlas a sus espaldas es mostrar al hijo un concepto totalmente equivoca­do de su deber hacia sus compañeros. Es decir, pedimos a los padres que tengan un gran respe­to para con las personas que entran en contacto con ellos; que valoren las opiniones y los hechos en sí más que criticar a las personas, y que sepan comprometerse con muchas de esas personas para que lleguen a ser amigos verdaderos, cuya pre­sencia enriquece al individuo y a la familia juntamente con él.

Conclusión

La amistad supone una cierta comunidad de vida, unidad de pensamiento, de sentimiento y de voluntad. Por tanto, es lógico que la mayoría de los amigos tengan criterios básicos en común, aunque siempre es posible tener otros amigos con criterios radicalmente diferentes. Si existe respeto, flexibilidad y un deseo real por parte de ambos de ayudarse mutuamente, de encontrar la verdad, puede haber una amistad profunda. Si no es así, la relación se encontrará con muchos obstáculos para su desarrollo, y el afecto puede dejar de ser recíproco con gran facilidad y traducirse en un deseo de dominar al otro. Es decir, será una amistad frágil. La auténtica amistad entre personas con criterios radicalmente diferentes se cimentará en la lucha de superación de ambos en el desarrollo, al menos, de virtudes humanas. El buen amigo exige al otro que le com­prenda, le dé ejemplo, le dé lo que necesita —ni más ni me­nos—, y que encuentre tiempo para estar con él. Hoy en día se dedica poco tiempo a los amigos y esto no es lógico ni es hu­mano.

Isaacs, David en La Educación de las virtudes humanas. 






miércoles, 27 de octubre de 2010

LA COMPRENSIÓN COMO VIRTUD


La Educación de la comprensión (Fragmento adaptado):

La persona comprensiva…

«Reconoce los distintos factores que influyen en los senti­mientos o en el comportamiento de una persona, profundiza en el significado de cada factor y en su interrelación y adecúa su actuación a esa realidad».

Vamos a considerar el tema de la comprensión dentro de las relaciones personales. La descripción que sigue no hace re­ferencia a las consecuencias de haber llegado a comprender al otro. Pero está claro que si se llegan a captar los distintos facto­res que influyen en el estado de ánimo, o en el comportamien­to, de otra persona, será más fácil ayudarle a mejorar en un sentido muy amplio. Incluso el sólo hecho de sentirse compren­dido puede ser una ayuda importante en algún momento.
Un motivo para desarrollar la virtud de la comprensión será, entonces, el deseo de ayudar a otras personas de acuerdo con sus circunstancias, teniendo en cuenta cuáles son los fac­tores más decisivos en cada caso.
Cabe preguntarse si ésta es una virtud que pueden adquirir los hijos pe­queños o si únicamente hay que insistir en ella cuando los hijos ya son mayores. Para contestar, habrá que tener en cuenta lo que hemos dicho sobre el motivo para querer com­prender. El deseo de querer ayudar de acuerdo con las necesi­dades ajenas no suele surgir hasta el descubrimiento de la propia in­timidad, aunque puede comenzar desde antes de un modo más superficial. Me refiero a situaciones en que los hijos pe­queños se dan cuenta —llegan a ser conscientes— del estado de ánimo de otra persona o reconocen, por su comportamien­to, que necesita algo. Por ejemplo, si un niño nota que su ma­dre está muy cansada puede que intente no hacer ruido o ayu­dar en alguna tarea en la casa. Si nota que algún hermano está triste, puede regalar o prestar alguna posesión suya a ese her­mano con el fin de que se ponga contento. Pero estas actuacio­nes suelen ser reacciones afectivas, resultado del cariño que tiene a los demás. Intenta volver a “poner las cosas en su sitio”: conseguir que su madre esté descansada o que su hermano esté contento. Es decir, «comprende» que algo falta para que las relaciones estén como deben estar. No le suelen preocupar las causas de la situación anómala. No suele esforzarse para comprender profundamente.
En estas edades parece razonable que la misión de los pa­dres es: ayudar a los hijos a reconocer las características de cada uno de los miembros de la familia; notar que hay mo­mentos oportunos e inoportunos para hablar, pedir una cosa, etc.; darse cuenta de los distintos estados de ánimo de los de­más e introducir las preguntas: ¿qué habrá pasado para que el otro actúe así?, ¿qué ha ocurrido? o, ¿por qué estará tan triste, alegre, etc.? De este modo, el hijo pequeño irá captando los distintos factores que pueden influir sobre una persona, pero la comprensión, a un nivel más profundo, solamente vendrá con el reconocimiento «en él mismo» de sentimientos similares a los manifestados por los demás. Y aquí podemos plantearnos una pregunta importante: ¿es posible comprender a otro si uno mismo jamás ha tenido experiencia de lo que le está pasando? Si «comprender» signi­fica reconocer los factores que influyen en los sentimientos o en el comportamiento de una persona, la contestación será afirmativa, porque basta con la experiencia propia y de haber encontrado a otras personas en la misma o en una situación parecida en el pasado. Por lo menos, se puede llegar a com­prender lo suficiente para ayudar a esa persona a superar su dificultad o para ayudarle a mejorar. De todas formas, habría que tener en cuenta el peligro que supone traspasar los pro­pios sentimientos y reacciones a otra persona sencillamente porque las circunstancias suyas parecen similares a las que uno ha vivido personalmente. La comprensión no es sólo sen­tir con el otro. Es decir, simpatía, sino también intentar ver las cosas desde su punto de vista, o sea, la empatía. Este grado de comprensión solamente se desarrollará si la persona capta la importancia de la comprensión y de su misión de ayudar a los demás.



La empatía:

Para comprender bien lo que queremos decir por empatía, tendremos que hacer referencia a los estudios de algunos psicólogos. En 1957 Rogers habló de empatía como «percibir el marco interior de referencia del otro con exactitud, y con los componentes emocionales que le pertenecen, como si uno fue­ra esa persona, pero sin perder la condición de observador». Sin embargo, otros psicólogos que le siguieron empezaron a confundir ese estado de empatía con la manifestación de la empatía. Concretamente Truax en 1970 opinó que empatía es «... más que la habilidad del orientador de ser sensible al mundo privado del cliente como si fuera suyo. También supone más que saber lo que quiere decir el cliente. Empatía exacta supone no sólo sensibilidad del orien­tador hacia los sentimientos actuales del otro, sino también su capacidad de comunicar esta comprensión en un lenguaje apto para los sentimientos del cliente». Hacemos referencia a estas posturas, no para adoptar una de ellas respecto a cómo se debe entender la empatía, sino para destacar que en la vir­tud de la comprensión nos interesan las dos capacidades. En la formación de orientadores ha habido mucha discusión so­bre qué aspectos de este proceso deben considerarse priorita­rios o, incluso, si hay otros aspectos que deben ser cuidados: «la potencialidad de la persona respecto a la empatía puede ser bloqueada o impedida por problemas personales, por emociones que contrastan o por la falta de capacidad de enfo­car la situación adecuadamente. Es más apropiado intentar quitar estas dificultades para la empatía que intentar adiestrar la capacidad empática». Sin seguir con los pensamientos de los psicólogos, parece evidente que los padres, pensando en la educación de sus hi­jos, deben preocuparse en algún grado de cada uno de estos problemas. Concretamente:

  ¿Cómo ayudar a los hijos a estar personalmente en condiciones óptimas para comprender a los demás?

  ¿Cómo conseguir que aprendan a ver a la otra persona empáticamente, reconociendo los distintos aspectos que influyen en sus sentimientos y en su comporta­miento?

  ¿Cómo enseñarles a comunicar su comprensión para ayudar al otro?

Condiciones y circunstancias personales para ser comprensivo:

La observación de la vida de cada día en relación con los de­más nos puede mostrar muchas verdades. Una de ellas tiene que ver con las condiciones que necesita poseer una persona para recibir alguna información. Si se intenta comunicar una in­formación cuando la otra persona está preocupada por una cuestión personal, lo más probable es que no escuche o que no la asimile. Por ejemplo, si un padre diese una serie de instruccio­nes a su hijo cuando el hijo acababa de ver un accidente y quería contarlo a sus padres, es probable que no escuchase a su padre. Lo mismo ocurre cuando se trata de comprender a los demás. Es decir, si los hijos están centrados en sus propios problemas, es lógico que no se abran suficientemente para preocuparse de los demás. La lección es fácil de entender, pero no tan fácil de vivir en la práctica. Si queremos que nuestros hijos estén en condicio­nes de comprender a los demás, habrá que ayudarles en primer lugar, a olvidarse de sus propios problemas. Pero quizá la pala­bra «olvidarse» no es la correcta. Más bien se trata de reconocer los problemas en su justa realidad: importantes o secundarios, y empezar a poner los medios para superarlos. La observación muestra, otra vez, que en cuanto se ponen los medios para supe­rar un problema, la tensión interior desaparece en gran parte. Por eso, los problemas que más pueden obstaculizar la virtud de la comprensión son los que parecen no tener ninguna solución. Estos producen un estado de ánimo en el que la persona sigue dando vueltas y vueltas al mismo tema, incapaz de ver o de cen­trarse en la ayuda a los demás.
Veremos, en este sentido, cómo el hijo que ha aprendido a confiar razonablemente en sus propias capacidades, en la ayuda de sus padres y de los demás, y de un modo muy espe­cial si es religioso, en creer en la ayuda de Dios, estará en buenas condicio­nes para intentar comprender a los demás. Por otra parte, se tratará de ayudar a los hijos a no tener prejuicios. Hemos hablado de este tema en otro momento, pero aquí convendría reflexionar sobre algunos de los proble­mas típicos en los hijos, en este sentido. Comprender es un acto de recogida de información sin enjuiciar a la persona. Por tanto, si se rechaza el comportamiento del otro desde el prin­cipio, difícilmente se va a poder prestar la atención adecuada a los factores que han influido en esa situación. Por ejemplo, un padre de familia podría enfadarse con su hijo, porque éste le ha insultado. Lo único que percibe es que le ha insultado y ni siquiera pretende intentar comprenderle y el porqué de esta actuación. El hijo, ¿realmente quería insultar y molestar a su padre? ¿O con este insulto está expresando alguna pena inte­rior que no quiere o no es capaz de manifestar? Es la serenidad, la seguridad en sí mismo, la flexibilidad, el buen humor, lo que permite contar con una actitud com­prensiva hacia los demás.

La educación de la percepción empática

Sería absurdo pensar que en estas breves líneas se va a en­contrar la solución al problema de la educación de la percep­ción empática cuando tanto sabio, durante tanto tiempo, ha estado estudiando el tema sin llegar a un acuerdo respecto a unas conclusiones operativas. La mayoría de los psicólogos están de acuerdo en que hace falta empatía, aprecio positivo y calor humano en las relaciones con los demás. Pero no está claro cómo vivir ni cómo enseñar la empatía. Algunas perso­nas nacen con ella; otros, no. Aquí se trata de ofrecer una serie de sugerencias para ayudar a los padres en la educación de sus hijos. No es un programa, sino más bien, unos puntos en que se puede empezar la lucha de superación personal. Inicialmente se puede pensar en unas cuantas aclaracio­nes que convendrá hacer al adolescente:
a)      No todos somos iguales. Cada uno reacciona de modo diverso frente a distintos estímulos. Por tanto, no se trata de creer que la otra persona va a sentir lo mismo que uno mismo en una situación dada. Este problema, de hecho, sigue existiendo en las personas mayores. Por ejemplo, algunas personas dicen: «Esto no me mo­lesta a mí, ¿por qué tiene que molestarle al otro?».

b)      Lo que dicen o lo que hacen las personas no es necesa­riamente reflejo fiel de sus intenciones o sentimientos íntimos. Antes de considerar cuáles son los factores que están influyendo más en una situación, se trata de saber cuál es la situación real, no lo que queda refleja­do en el comportamiento aparente.

c)      Es muy fácil ser simplista, creyendo que sólo hay una causa para un problema dado. Normalmente existe un conjunto de causas. No se trata de aceptar la primera causa, percibida como la única verdadera.

d)     En situaciones normales —no en casos atípicos—, qui­zá lo más importante para el otro es saber que alguien se preocupa por él, pero que, a la vez, respeta su intimi­dad.

e)      Por último, no se trata de llegar a comprender comple­tamente. Eso jamás será posible. La dificultad queda reflejada en la contestación de un padre a su hija ado­lescente después de decirle la hija que no le compren­de: «Hija mía, ¿cómo te voy a comprender si ni siquie­ra te comprendes a ti misma?».
Podríamos resumir diciendo que la comprensión que bus­camos debe traducirse en una ayuda para que el otro llegue a comprenderse a sí mismo lo suficiente como para poner los medios a fin de superar su dificultad o emprender una lucha de mejora. De todas formas, se deben tener en cuenta «distintos tipos de factores» que pueden haber influido en los sentimientos o en el comportamiento de una persona para diagnosticar el problema mejor. En relación con estos factores existe la tentación de preguntar directamente al otro: «¿qué te pasa?» y, claro está, en la gran mayoría de los casos la contestación es: —«Nada».

Puede haber influido en la situación:

a)      algo que ha hecho anteriormente. Puede existir una re­lación estrecha entre un estado de tristeza en un hijo, por ejemplo, y el haber copiado en un examen.

b)      algo que ha dejado de hacer. Por ejemplo, la relación entre un estado de tristeza y el no haber estudiado para un examen.

c)      algo que otra persona le ha hecho. La relación entre el castigo del profesor por haber copiado y el estado de tristeza.

d)     algo que el otro no le ha hecho.

e)      algo que ha pensado, visto o sentido o escuchado.

Hemos puesto algunos ejemplos en esta relación para ex­plicar lo difícil que puede resultar lograr descubrir cuál es el problema real o cuáles son las causas del problema. Por ejem­plo, al notar que un hijo está triste, se podría haberle pregun­tado directamente para descubrir cuál era la causa. Quizá con­testó que había sido porque el profesor le había castigado. Pero, ¿realmente fue así? Podría haber sido también porque el profesor le había descubierto copiando, o porque se había dado cuenta de que no debía haber copiado, o porque se había dado cuenta de que debía haber estudiado más, o porque al­gún compañero se había burlado de él por haber copiado, etc.
La actuación del que quiere ayudar será diferente en cada caso. Si el chico se ha dado cuenta de que no debería haber co­piado, se tratará de ayudarle a superar el disgusto, y a estu­diar más. Pero si está triste porque ha sido descubierto por el profesor, la comprensión no debe apoyar este sentimiento. La comprensión, por tanto, no conduce necesariamente a la acep­tación del sentimiento o del comportamiento del otro. La com­prensión supone haber descubierto lo que realmente le pasa al otro, luego, desde su punto de vista —por tanto, aceptándole tal como es—, buscar un camino de mejora.
Y ¿cómo podemos desarrollar esta capacidad en los hijos? Ayudándoles a reconocer los distintos sentimientos en los de­más, y sus distintos comportamientos. Es decir, educando la sensibilidad. En la práctica, significará una serie de preguntas tales como: «¿Te has fijado en que tu hermano está muy con­tento, enfadado, triste, satisfecho, etc.? ¿Por qué será? ¿Estás seguro? ¿Qué otras razones puede haber? ¿Por qué habrá he­cho eso tu hermano?, etc.». Además, no sólo se trata de ayu­dar a los hijos a comprender a sus hermanos, sino también a sus compañeros, a sus profesores e incluso a sus propios pa­dres. Se ha hablado mucho de que los padres tienen que com­prender a sus hijos. Pero los hijos también tienen que apren­der a comprender a sus padres. Y esto es un papel importante de cada cónyuge con los hijos. Es decir, la madre puede ayu­dar a los hijos a comprender a su padre y viceversa.

La comunicación de la comprensión:

Según el tipo de problema que tiene el otro, hará falta:

a)      comprenderle y mostrar la comprensión.

b)      comprenderle y no actuar.

c)       mostrar preocupación por él y no esforzarse por com­prenderle demasiado.
Se tratará de comprender y no actuar cuando el hijo es capaz de superar la dificultad sin ayuda. Puede ser el caso de un niño que se ha disgustado por una cosa sin importancia y se sabe que es consciente de que ha sido una tontería. Prestar demasiada atención en este momen­to puede ser contraproducente, porque supone exagerar algo que el hijo quiere olvidar rápidamente. En otros casos, el hijo puede superar el problema, pero necesita un apoyo afectivo; necesita saber que alguien está preocupado por él. Por tanto, tampoco se trata de indagar demasiado.
Así podemos distin­guir entre:
a)      comprender a la persona, sus sentimientos y su comportamiento,
y
b)      comprender lo que necesita.
Aquí vamos a centrar la atención en la necesidad de sen­tirse comprendido. Existen estudios numerosos sobre técnicas de comunicación. Pero tampoco se trata de conseguir que nuestros hijos sean expertos en la orientación de sus herma­nos y de sus compañeros. Preferimos ahora comentar breve­mente unos cuantos modos de actuar que pueden facilitar el proceso sin pretender afinar demasiado.
a)      Se trata de mostrar que uno ha comprendido, no que uno ha enjuiciado. Por tanto, habrá que cuidar el mis­mo modo de expresarse. Se trata de evitar expresiones valorativas e intentar el uso de un lenguaje descriptivo. El ser humano se siente comprendido cuando la perso­na que le está escuchando repite, a veces con sus pro­pias palabras, lo que ha explicado, lo que ha contado, pero sin valorar el contenido.

b)      Se trata de ayudar al otro a resolver un problema. Por tanto habrá que evitar planteamientos predetermina­dos. El enfoque es: «vamos a ver lo que podemos ha­cer». No debe ser: «esto es lo que tienes que hacer».

c)      Para comunicar la comprensión, también hace falta tiempo y condiciones adecuadas. Se trata de mostrar afecto y atención. Esto no se puede hacer adecuadamen­te con interrupciones —llamadas telefónicas, etc. —. Si un hermano mayor quiere ayudar a un hermano peque­ño seguramente será mejor que salgan de casa para dar un paseo o, por lo menos, que busquen un sitio donde no va a haber interrupciones.

d)     Por último, se trata de mostrar que uno no está «por encima» del problema del otro. Es decir, hacer pensar que, aunque uno comprende el problema del otro, ja­más podría ocurrirle eso a uno mismo. Esto sería una actitud de superioridad que mostraría, entre otras co­sas, la falta de capacidad de comprensión.

Por todo lo que hemos dicho, quedará claro que la virtud de la comprensión es especialmente importante para los padres, pero también para los hijos, sobre todo adolescentes. Porque los hijos pueden ser una ayuda muy eficaz para sus padres en relación con sus hermanos más pequeños. A veces, es difícil para los padres comprender lo que pasa con sus hi­jos. En cambio, entre ellos se entienden «de maravilla». Reco­nocer este hecho es también comprender. La comprensión de los demás comienza con el esfuerzo de intentar comprenderse a sí mismo. Necesitamos estar lu­chando para superar nuestros propios prejuicios, para evitar sentimientos indignos o innecesarios que obstaculizan nues­tro proceso de mejora. Conociendo nuestras propias debilida­des se trata de evitar las circunstancias que las provocan, o por lo menos, prepararse para no caer otra vez en el mismo sentimiento o en el mismo comportamiento. Esto es saber rectificar. La rectificación suele aplicarse a actos injustos reali­zados frente a los demás, pero saber rectificar es un acto im­prescindible para la comprensión de uno mismo. Cuando lle­gamos a reconocer las causas principales de nuestros estados de ánimo o de nuestros comportamientos propios, es esa com­prensión lo que da fuerza para buscar la ayuda necesaria y volver a comenzar. Sin embargo, nunca llegaremos a conocer­nos ni a comprendernos totalmente —mucho menos, a los de­más— porque el ser humano es un ser misterioso.

Isaacs David en La Educación en las Virtudes Humanas.

domingo, 24 de octubre de 2010

LA PERSONA HUMANA: La Voluntad y los actos voluntarios


La Persona Humana V
La Voluntad en el hombre:
Del mismo modo que en el hombre se “despiertan” tendencias frente a la percepción sensible de determinados bienes materiales concretos, hay también en el ser humano un tipo de apetito que es fruto de una «comprensión intelectual» del bien amado. En lenguaje corriente esta tendencia se identifica con lo que llamamos «voluntad»; técnicamente la denominamos apetito elícito racional
Distinción entre «deseo» y «querer»:
A veces es difícil distinguir entre las tendencias que son de orden sensible, como el espontáneo deseo de un bien concreto percibido, de aquellas inclinaciones que son de orden intelectual –el querer algo intelectualmente aprendido. Muchas veces se producen equivocaciones: en el lenguaje corriente se dice «quiero» mientras que debería decirse «deseo», y al revés. La confusión procede de  que, en general, el deseo y querer «conviven» en nosotros debido a que el mismo objeto es simultáneamente a la vez es querido y deseado. No obstante, la diferencia entre deseo y querer se comprende mejor cuando:
a)      el bien concebido intelectualmente no es sensible: por ejemplo cuando decimos “quiero aprender una ciencia determinada” (es decir, un determinado conjunto de conocimientos jerárquicamente ordenados en relación a un objeto de estudio). Aquí el bien no es sensible y, por lo tanto, tenemos un querer sin deseo (aunque podemos desear “parecernos” a determinadas personas que poseen actualmente la ciencia amada).
b)      el bien concebido intelectualmente se opone al bien sensiblemente deseado: por ejemplo cuando sentimos atracción física por una mujer u hombre (los deseamos) y, al mismo tiempo, «queremos» ser fieles a nuestro previo compromiso –de noviazgo, de familia, etc. –  con la persona que amamos.
Como se muestra de los ejemplos arriba propuestos, la diferencia entre ambos tipos de apetitos se manifiesta más claramente cuando hay posición entre la voluntad y el deseo: “quiero ponerme a estudiar para promocionar en mis estudios pero deseo, al mismo tiempo, ir a tomar mate con mis amigos”. Aquí la voluntad está llamada a ejercer una cierta soberanía sobre los deseos, de manera tal que el hombre pueda alcanzar la posesión de aquellos bienes que la inteligencia le muestra como aptos para el mejor desarrollo de su persona.
En este punto es preciso asimismo rechazar la postura de quienes consideran que “la voluntad se identifica con el esfuerzo”, es decir, que la medida de nuestra voluntad es proporcional al esfuerzo que debemos hacer para acallar los deseos que podríamos llamar “inconvenientes”. Frente a ello hay que, cuanto más fuerte es la voluntad –cuánto más “entrenada” está en no dejarse llevar por las pasiones–, menos esfuerzo ha de hacer para vencer los deseos contrarios al bien verdadero. No se trata de un ir, a priori, “en contra” de todos nuestros deseos –puesto que hay numerosos deseos sumamente nobles y enriquecedores para la persona– sino sólo de aquellos apetitos sensibles que pueden hacernos daño o perjudicar a las personas que amamos. Aun así, hay que decir que, psicológicamente, la voluntad, sólo se percibe claramente en el esfuerzo.
Asimismo, es claro que el apetito sensible a menudo se “nos impone”, mientras que –según veremos- el acto voluntario es verdaderamente «obra nuestra». El hombre de deseos es “arrastrado”; el hombre de voluntad «se dirige» hacia lo que quiere y continúa siempre siendo dueño de sí mismo.
La «voluntad» y los «actos voluntarios»:
En este punto cabe preguntarse lo siguiente: 

  • ¿se convierte, necesariamente, toda tendencia de la voluntad en «acto voluntario»? 

  • ¿son, nuestros actos «consentidos», siempre «voluntarios»?
Antes de intentar responder a estos cuestionamientos resulta oportuno, por un lado, proponer una definición precisa de «acto voluntario». Por otra parte, es conveniente también hacer un análisis minucioso de “las partes” que pueden discernirse en toda acción que se ajuste a dicha definición. De esta manera, podremos juzgar a la luz de dicha teoría las interrogaciones precedentes.
Definición de acto voluntario:
Un acto voluntario es aquel que procede de un principio intrínseco, aquel que tiene su principio en la persona que lo realiza. Al mismo tiempo, dicho acto se ejecuta con conocimiento del fin. Es decir, con una adecuada comprensión del fin que se ha alcanzar (del bien a conseguir) con la realización de la acción
El proceder de un «principio intrínseco» se opone a la «coacción exterior». El acto voluntario no puede ser impuesto desde el exterior. Asimismo, el conocimiento del fin implica el reconocimiento de los medios adecuados para su consecución.
Análisis del acto voluntario
En un acto voluntario completo pueden discernirse 12 fases:
1) El punto de partida de todo el proceso está en la inteligencia: es la concepción de un bien, la comprensión de un objeto como bueno para mí.
2) La simple concentración del pensamiento en un determinado bien (realizado quizá con la ayuda de la imaginación que elabora imágenes en las que podemos “vernos” en la posesión de dicho objeto bueno) despierta en la voluntad, espontáneamente, una cierta «complacencia», un cierto deleite.
3) La complacencia provoca un «examen» más atento del objeto, para ver si «es posible» y realmente bueno para mí, «aquí y ahora», en la situación concreta en que me encuentro. Este «examen» es un acto intelectual. Ahora bien…
  • Si comprendemos que el objeto visto como bueno es imposible para nosotros, entonces todo el dinamismo del acto voluntario se detiene en este punto: «querría tener alas, querría ser el rey de Inglaterra; pero sé que no es posible».
  • Pero si el bien es posible (y al mismo tiempo comprendemos que el objeto amado es verdaderamente bueno para nosotros en nuestras actuales circunstancias)   pasamos entonces a la siguiente fase.
4) Luego del «examen» (fase 3), la simple «complacencia» (fase 2) se convierte en «intención» de conseguir el bien. Así, por este mismo hecho, el objeto querido se convierte en término o «fin» del acto voluntario. Por otra parte, es preciso aclarar que la «intención» contiene, implícitamente, la voluntad de poner los «medios» necesarios para su consecución. No obstante, como aun no los conocemos, no puede explícitamente decirse que “los queremos”.
5) La «intención» de alcanzar el fin (fase 4) provoca la «búsqueda de los medios» capaces de conducirnos a él. Esta «búsqueda» constituye un trabajo intelectual. Puede darse aquí el caso de que, luego de pensar detenidamente, no encontremos cuáles son los medios que nos permitan alcanzar el objeto amado. Si ello ocurre, todo el acto voluntario se detiene: nos damos cuenta de que nos hemos equivocado cuando hemos creído que el bien era para nosotros posible. Pero, si encontramos los medios, pasamos a la siguiente fase.
6) Una vez conocidos los medios, «consentimos» voluntariamente en ellos. No obstante, a veces ocurre que “retrocedemos” ante los medios que hay que emplear para conseguir el fin. Ello pasa cuando descubrimos que “nos exigen más esfuerzo del que estamos dispuestos a realizar”. Se trata de «no querer hacer», aún cuando comprendemos que «deberíamos» y «podríamos». En este caso, nos quedarnos en el estadio de la «intención» (fase 4). Ahora –para complejizar aun más las cosas– cabe tomar conciencia de que los medios para alcanzar el fin pueden ser uno o varios. Si solamente hay un medio, se saltan las dos fases siguientes. Pero supongamos que hay varios medios.
7) El «consentimiento» (fase 6) provoca una reflexión más atenta sobre los diversos medios en presencia: ¿cuál es el más fácil, el más directo, el más eficaz para obtener el bien amado? Esta nueva reflexión es nuevamente un trabajo intelectual que denominamos «deliberación».
8) La deliberación (fase 7) se termina con la «elección» de un medio con exclusión de los otros. Este es el acto central de la voluntad, la elección o decisión.
9) Hecha la «elección» (fase 8) del medio más adecuado, la inteligencia discierne otra vez cuál es el «orden de las operaciones» a realizar para conducirnos, a través del medio elegido, al objeto amado. Por ejemplo: quiero promocionar todas las asignaturas de mi carrera. Para ello, comprendo que el medio más adecuado es estudiar diariamente 3 horas por día. Pero el medio elegido me exige que me despierte al menos una hora más temprano cada día, que juegue media hora por día menos a la “play”, que vaya al gimnasio 3 veces por semana en lugar de 5, etc. Como se ve, es un trabajo intelectual que consiste en «poner en orden en el espíritu» la serie de actos a ejecutar.
10) La voluntad «pone en movimiento las facultades» que deben operar; les “ordena” aplicarse a su actividad. Por ejemplo, pone en movimiento el cuerpo para que me siente en el escritorio, para que apague la compu, para que agarre el libro, etc.; luego, mueve a la inteligencia para que se aplique a la comprensión del texto que es necesario estudiar.
11) Una vez puestas en movimiento, nuestras capacidades responden y entonces el acto se «ejecuta».
12) Si todo va bien, se obtiene el bien primitivamente concebido, y entonces se produce el gozo de la posesión del objeto amado.
Quizá alguien pueda, no sin razón, sostener que la descripción precedente es sumamente engorrosa y compleja. Pero, por complejo que sea este análisis, esta aun lejos de corresponder a la complejidad real del corazón humano. Quien se haya visto en la dificultad de tener que tomar una decisión importante para su vida –y mucho más si su opción pudo influir directamente en la existencia de otros seres humanos–, seguramente reconocerá cómo los “pasos” anteriormente mencionados, aunque más no sea en forma oscura e incipiente, estuvieron necesariamente presentes en su acción.
Retomemos, ahora sí, las preguntas arriba formuladas:
  • ¿se convierte, necesariamente, toda tendencia de la voluntad en «acto voluntario»?
  • ¿son, nuestros actos «consentidos», siempre «voluntarios»?

En referencia al primer cuestionamiento, puede sostenerse que una tendencia de la voluntad no se convierte en «acto voluntario» (es decir, no «me muevo» para alcanzar el bien amado) sólo en el caso de que, luego de un atento examen realizado por la inteligencia, se llegue a comprender que el bien amado es actualmente «imposible».
Frente a ello alguien podría afirmar que, el no «ponerse en movimiento» de la voluntad para alcanzar un objeto apetecido, podría deberse al reconocimiento de que la obtención de dicho bien podría traer, por ejemplo, consecuencias negativas para otros seres humanos. Se trata aquí de lo que ocurre cuando queremos un determinado bien, entendemos asimismo que «es posible» para nosotros pero, al mismo tiempo, vemos que las acciones requeridas para su consecución (o su obtención misma) podrían perjudicar a alguien. Por lo tanto, no obramos (el apetito racional no se convierte «acto voluntario») en razón de que nuestra conciencia moral nos “manda” no hacerlo. En realidad, no actuamos debido a que «queremos más» no dañar a otros que obtener algo que, en sí mismo y si no nos encontrásemos en las circunstancias en las que estamos, sería bueno para nosotros. Más precisamente diríamos que, dadas las particulares circunstancias, la obtención de ese objeto no contribuye a nuestra perfección y crecimiento personales –ni al bien de aquellas personas que están, de una u otra manera, bajo nuestro cuidado. Y por esta razón no es para nosotros bueno aquello que «parece» serlo. Así, aun cuando podemos continuar deseándolo, en realidad no continuamos queriéndolo.
En síntesis, más allá de los análisis teóricos, en ambos casos podría sostenerse que «dejamos de querer lo que no podemos ejecutar».    
Para responder al segundo interrogante, nos será útil recordar un ya clásico ejemplo mencionado por Aristóteles en su ética: “un barco lleva una importante carga de un puerto a otro. A medio trayecto, le sorprende una tremenda tempestad. Parece que la única forma de salvar el barco y la tripulación es arrojar por la borda el cargamento, que además de importante es pesado”. Aquí, si el capitán consintiese  voluntariamente en arrojar la carga, no por ello podría afirmarse que realizó un «acto voluntario», puesto que decidió hacer dicho acto «obligado –desde fuera– por las circunstancias»”. Por lo tanto, su acción no procedió de un «principio intrínseco». En síntesis acabamos por consentir lo que rechazábamos porque hemos sido obligados a hacerlo. Por lo tanto, no siempre nuestros actos voluntariamente consentidos son voluntarios.

Maximiliano Loria

lunes, 18 de octubre de 2010

LA PÉRDIDA DEL SENTIDO DE LA EXISTENCIA


La Pérdida del Sentido de la existencia:

Otra caracterización del hombre de nuestro tiempo es su vacío existencial. Mucho se habla de "autorrealización", pero ésta se torna imposible cuando el hombre ha perdido el sentido de su exis­tencia. Si la vida no tiene sentido, no se puede ir sino a la deriva. Bien ha escrito Heidegger: "Cuando el más apartado rincón del globo haya sido técnicamente conquis­tado y económicamente explotado; cuando un su­ceso cualquiera sea rápidamente accesible en un lugar cualquiera y en un tiempo cualquiera; cuan­do se puedan «experimentar» simultáneamente el atentado a un rey, en Francia, y un concierto sinfó­nico en Tokio; cuando el tiempo sea sólo rapidez, instantaneidad y simultaneidad, mientras que el tiempo entendido como historia haya desaparecido de la existencia de todos los pueblos; cuando el boxeador rija como el gran hombre de una nación; cuando en número de millones triunfen las masas en los mítines -entonces, justamente entonces, vol­verán a atravesar todo este aquelarre, como un fantasma, las preguntas: ¿Para qué?, ¿hacia dón­de?, ¿y después qué?".
Lo que quiere decir el filósofo alemán es que aun cuando el hombre moderno tuviese en sus manos el control de todo, a través del progreso técnico, siempre quedará en pie la pregunta funda­mental: ¿Por qué? ¿Para qué? ¿En orden a qué? Porque lo propio del hombre es saberse orientado a algo, a algo que lo trascienda. Ello es lo que da "sentido" a su vida. No se trata de algo que el hom­bre elija a su arbitrio, sino de algo superior qué lo convoca, lo aguarda, lo interpela siempre de nue­vo. Sólo es responsable el hombre que da la debida respuesta a dicha vocación, sólo entonces es libre. El hombre contemporáneo ha perdido la brú­jula. Aunque la ecuación no sea necesaria, lo cierto es que a medida que el hombre de los últimos si­glos fue adquiriendo más dominio de la técnica se ha ido vaciando existencialmente. A este respec­to Heidegger es contundente: "Las ciencias nos pro­curan un saber cada día más acrecentado, pero te­nemos cada vez menos claridad sobre el sentido de la existencia. Ninguna época ha acumulado so­bre el hombre conocimientos tan numerosos y tan diversos como la nuestra, pero también ninguna épo­ca ha sabido menos lo que es el hombre". Solzhenitsyn, por su parte, señala que el alma humana no ha crecido correlativamente con el ritmo verti­ginoso de la tecnocracia, sino que ha perdido pro­fundidad y vida interior. El hombre se encuentra poco menos que sofocado por tantas comodida­des, olvidando las cosas esenciales. "Todo se tradu­ce en intereses que no debemos descuidar; todo se reduce a una lucha por poseer bienes materia­les, pero una voz de dentro nos dice que hemos perdido algo puro, sublime y frágil. Hemos perdido de vista ¡a finalidad. Admitámoslo, aunque sea mur­murando palabras que sólo nosotros podamos oír: en este vértigo de nuestra vida a la velocidad del relámpago, ¿para qué estamos viviendo?".
La verdad se presenta inicialmente al hombre como un interrogante: ¿Tiene sentido la vida? ¿Ha­cia dónde se dirige? Pero el hombre mo­derno es un ser radicalmente enfermo, incapaz de ponerse a sí mismo dicho interrogante. Experimen­ta la gran enfermedad contemporá­nea que es "la dificultad de ser". Quizás sea éste el indicio más inquietante, porque radica en sus entrañas mismas. El hombre no sabe ya quién es ni a dónde va, camina en la oscuridad de la noche metafísica.
Probablemente sea Viktor Frankl quien mejor ha desarrollado este tema, desde el punto de vista médico, ofreciéndonos un diagnóstico severo del hombre de hoy. Si el psicoanálisis de Freud sólo detectó en el hombre la voluntad de placer, y la psicología de Adler la voluntad de poder, que tam­bién exaltó Nietzsche, Frankl tiene en cuenta algo más profundo, lo que llama la voluntad de sentido. Su vasta experiencia psicopatológica, como mé­dico psiquíatra, le permitió descubrir en numerosos pacientes suyos una especie de "vacío existencial", acompañado de un sentimiento de "pérdida del sentido de la vida". Más allá de las conocidas frus­traciones sexuales, complejos de inferioridad, u otros traumas comunes en las llamadas "psicolo­gías profundas", Frankl ha señalado lo que llama "el complejo de vacío", una existencia carente de significación. En­fermedad muy propia del hombre moderno y la cultura de nuestro tiempo, esta radical alienación del hombre que ha perdido el norte de sus accio­nes tanto como el significado global de su exis­tencia.
En las antípodas de aquel Freud que no vaciló en escribir: "Cuando uno se pregunta por el senti­do y el valor de la vida es señal de que se está en­fermo, porque ninguna de estas dos cosas existe en forma objetiva; lo único que se puede conceder es que se tiene una provisión de libido insatisfe­cha", Frankl sostiene que no sólo es específicamen­te humano preguntarse por el sentido de la vida, sino que es también propio del hombre someter a crítica dicho sentido.
Y recuerda cómo Einstein afirmó una vez que el que considera que su vida carece de sentido no sólo es un desdichado, sino que apenas si tiene capacidad de vivir. Ajuicio de Frankl, dentro del sentido general de la existen­cia humana, cada persona tiene su propio sentido de la vida, es decir, que existe un sentido particular de cada cual. Dicho sentido va cambiando en las distintas etapas de la vida, o mejor, el sentido ge­neral de la existencia humana va encontrando, a lo largo de los años, distintas posibilidades de apli­cación, distintas tareas singulares. Expliquemos un tanto la idea del psiquiatra vie­nés. Su pensamiento médico se concentra en un síntoma que llama frustración existencial, o sea, la sensación de falta de sentido de la propia exis­tencia. El hombre actual no sufre tanto pensando que vale menos que los demás, sino más bien que su existencia no tiene sentido alguno. Y para col­mo no sabe cómo puede llenar ese "vacío existencial". Trátase de un "complejo de vacuidad" o "complejo de vacío", que se añade a los célebres "complejos de inferioridad", "complejo de Edipo" y otros en boga en las diversas escuelas psicologistas. En su opinión, tal sería "la patología de la época".
Frankl señala un dato curioso, y es que la pre­gunta por el sentido de la vida brota no sólo cuan- do alguien se ve en la incapacidad de satisfacer las necesidades elementales, sino y sobre todo cuando dichas necesidades están perfectamente cubiertas, como sucede por ejemplo en el marco de la "sociedad de opulencia". Parecería que la affluent society no debería dejar insatisfecho nin­guno de los requerimientos del hombre. Pero no es así. Si bien es cierto que dicha sociedad es capaz de aquietar diversas necesidades, no llega a satisfa­cer la necesidad más profunda, la voluntad de sen­tido.
Observa Mario Caponnetto, en un esclarecedor libro sobre Frankl, que cuando éste habla del "vacío existencial" que muchas veces padece el hombre triunfador en las sociedades prósperas, lo que quiere destacar es la insatisfacción que el solo disfrute de los bienes útiles y deleitables trae apa­rejado consigo si no lo acompaña la posesión de bienes superiores. Acertó Jung, prosigue Caponnetto, cuando a comienzos de siglo se animó a decir que la neurosis es "el sufrimiento del alma que no ha encontrado su sentido".
Mario Caponnetto parangona este "vacío" des­cubierto por Frankl con lo que la mística y la moral cristianas han calificado como "tedíum uitae" o "acedia". Este tipo de hastío, que para Santo Tomás con­siste en un "entristecerse" ante el bien espiritual, desanimándose en cuanto a su consecución (debido a que, entregado plenamente a los bienes útiles y placenteros, ha perdido la capacidad de comprender su valor), es un vicio de enorme gravedad ya que, anclándose en lo más profundo de la interioridad, le impide al hombre abocarse a lo que constituye el fin mis­mo de su existencia, su propia realización como persona. La acedia, plenamente consentida, no es sino una virtual renuncia a la vocación humana. Como se ve, no hay que adjudicarle a Frankl una especial originalidad en este campo. Pero sí es novedoso en lo que respecta a su aplicación al te­rreno específico de la psicopatología y de la psi­coterapia.
La constatación de Frankl parece innegable cuando observamos a tantos de nuestros contem­poráneos, sobre todo los que habitan en aquellas megalópolis inhumanas de que hemos hablado. La inacción interior, que caracteriza al hombre acédi-co, se vuelve paradójica al encontrársela en el hiperactivo habitante de dichas ciudades gigantescas. La acedía se une, como telón de fondo, a las an­teriores características del hombre moderno. Bien ha señalado del Acebo lbáñez que el hombre has­tiado es consecuencia de un modo de vida signado por lo cuantificable e impersonal. El negotium pre­valece sobre el otium, ese ocio verdaderamente crea­dor, que justamente facilita al hombre acceder a su propia interioridad y le permite vivir en un ám­bito de sosiego y festividad. Señala Santo Tomás que entre las consecuencias más inmediatas de la ace­día se hallan la desperatio y la vagatio mentís, la inquietud errante del espíritu que en nada es capaz de concentrar sus energías psíquicas y espirituales. Dicha "errancia es­piritual" se manifiesta, entre otras formas, en el re­lativismo doctrinal, así como en la "inestabilidad de lugar y de propósitos", característica de quien, na­vegando siempre en el puro devenir, va perdiendo el quicio de su propio e intransferible proyecto vi­tal, lo cual nos remite nuevamente al concepto de "desarraigo". La acedía no permite echar raíces. El hombre acédico, marcado por un activismo exte­riorizante y descomprometido, se ve cada vez más imposibilitado de habitarse, y la habitación existen-cial constituye el fundamento de todo arraigo.
Diversas pueden ser las evasiones que intentan quienes han perdido su voluntad de sentido: el pla­cer, las diversiones, el alcohol, todos "rodeos" en busca de una felicidad que les escapa. Frankl ha constatado que en los drogadictos el complejo de vacuidad aparece en el cien por ciento de los ca­sos. En lo que toca a los criminales, sus índices de frustración existencial son muy superiores a los del común de la población, por lo que se puede colegir que dicha sensación es quizás el fundamen­to primero de la agresividad. El mismo fenómeno es detectable en los lujuriosos ya que "sólo en un vacío existencial prolifera la libido sexual". De singular interés nos ha resultado el análisis de Viktor Frankl sobre la imposibilidad que el hom­bre existencialmente frustrado experimenta para llenar el tiempo libre. A su juicio, existe una suerte de "neurosis do­minguera", es decir, "una depresión que acomete a aquellas personas que se hacen conscientes del vacío de contenido de sus vidas cuando, al llegar el domingo y hacer alto en su trabajo cotidiano, se enfrentan con el vacío existencial". Ese tiem­po libre, que podría servir de marco para una vida plena de sentido, abierta a la contemplación, no hace sino contribuir a aquel terrible vacío. Cada vez es mayor el número de personas para las que los domingos son demasiado largos. Frankl relaciona dicha frustración con la sensa­ción de aburrimiento, que la gente experimenta ca­da vez más, un aburrimiento que tiene íntima vinculación con la acedia, un aburrimiento "mortal". Es­te último adjetivo debe ser tomado en sentido lite­ral, ya que buena parte de los suicidios son atribuibles a aquel vacío interior que responde a la frustra­ción existencial.
De ordinario, prosigue Frankl, la frustración existencial no es manifiesta, sino que yace latente en el fondo del alma. Varias son sus posibles más­caras: una actividad sin pausa, la bebida, la juerga, siempre buscando huir de sí mismo. Para cubrir esta angustia del vacío nada mejor que el rugido de los motores, la embriaguez de la velo­cidad. "Considero el ritmo acelerado de la vida ac­tual como un intento de automedicación -aunque inútil- de la frustración existencial. Cuanto más des­conoce el hombre el objetivo de su vida, más trepi­dante ritmo da a esta vida". Un cantor actual así lo describe: "No tengo ni la menor idea de a dónde voy, pero desde luego voy a toda máquina". Este hombre así desvitalizado está en condicio­nes ideales para dejarse llevar por la corriente. Frankl nos ha dejado sobre ello una espléndida reflexión: "Cuando se me pregunta cómo explico la génesis de este vacío existencial, suelo ofrecer la siguiente fórmula abreviada: Contrariamente al animal, el hombre carece de instintos que le digan lo que tie­ne que hacer y, a diferencia de los hombres del pasado, el hombre actual ya no tiene tradiciones que le digan lo que debe ser. Entonces, ignorando lo que tiene que hacer e ignorando también lo que debe ser, parece que muchas veces ya no sabe tampoco lo que quiere en el fondo. Y entonces sólo quiere lo que los demás hacen, o bien, sólo hace lo que los otros quieren, lo que quieren de él". El que vive en la frustración existencial ignora cómo encarar el sufrimiento, no le encuentra sentido alguno. Frankl nos ofrece páginas muy sugerentes donde explica el sentido del dolor, y su ap­titud para que el hombre alcance la madurez. El sufrimiento, nos dice, alcanza su sentido más cabal cuando se lo ofrece por una causa, por ejem­plo, cuando se convierte en "sacrificio" consenti­do. El sacrificio, que no es sino el sufrimiento cuando se ve iluminado por el sentido, puede, in­cluso, dar significación a la muerte, como lo mues­tran los héroes y los mártires. Nuestro autor exhorta a salir de esta chatura frustrante, apelando a la «auto-trascendencia» de la existencia humana. Será preciso que el hombre apunte «por encima de» sí mismo, hacia algo que no es él mismo, hacia algo superior, trascendente, lo que dará sentido a su existencia. Frankl trae di­versas citas en su apoyo. Por ejemplo, una de Albert Einstein, para quien el que ha encontrado una respuesta al sentido de la vida es un hombre reli­gioso. Asimismo, de Paul Tillich, según el cual "ser religioso significa plantearse apasionadamente la pregunta del sentido de nuestra existencia". Y de Ludwig Wittgenstein: "Creer en Dios significa ver que la vida tiene un sentido". Por eso la logoterapia que él preconiza "está legitimada para ocuparse no sólo de la «voluntad de sentido», sino también de la voluntad de un sentido último, de un «supra sentido» como acos­tumbro a llamarlo yo. La fe religiosa es en definitiva la fe en este «supra sentido».

Alfredo Saenz, en El Hombre Contemporáneo