viernes, 23 de julio de 2010

¿Vivir o Filosofar? ¿De qué lado estás?


PARA DEBATIR EN TORNO A LA VIRTUD DE LA PRUDENCIA: ¿Vivir o Filosofar?
PRIMER APÓLOGO CHINO (Leopoldo Marechal).
El Ministro X bajo cuya inestable dirección trabajé algún tiempo en el curso de mi aguerrida existencia, oponiéndose una vez a mis opiniones que consideraba él demasiado filosóficas, me dijo:
—Señor, "primero vivir y luego filosofar".
— ¿Está seguro? —le pregunté mirándolo a los ojos.
—Tan seguro —me respondió él— como que está escrito en lengua latina: Primum uiuere, deinde philosophari.
Tras admirarlo en su candidez extrema, le pregunté:
— ¿A Su Excelencia le gustan los apólogos chinos?
Ciertamente, dado su natural pedagógico, a Su Excelencia lo extasiaban los apólogos, chinos o no. Visto lo cual le referí el si­guiente:
El maestro Chuang tenía un discípulo llamado Tseyü, el cual sin abandonar sus estudios filosóficos, trabajaba como tenedor de libros en una manufactura de porcelanas. Una vez Tseyü le dijo a Chuang:
—Maestro, has de saber que mi patrón acaba de reprochar­me, no sin acritud, las horas que pierdo, según él, en abstraccio­nes filosóficas, Y me ha dicho una sentencia que ha turbado mi en­tendimiento.
— ¿Qué sentencia? le preguntó Chuang.
—Que "primero es vivir y luego filosofar" —contestó Tseyü con aire devoto—. ¿Qué te parece, maestro?
Sin decir una sola palabra, el maestro Chuang le dio a Tseyü en la mejilla derecha un bofetón enérgico y a la vez desapasiona­do; tras de lo cual tomó una regadera y se fue a regar un durazne­ro suyo que a la sazón estaba lleno de flores primaverales.
El discípulo Tseyü, lejos de resentirse, entendió que aquella bofetada tenía un picante valor didáctico. Por lo cual, en los días que siguieron, se dedicó a recabar otras opiniones acerca del afo­rismo que tanto lo preocupaba. Resolvió entonces prescindir de los comerciantes y manufactureros (gentes de un pragmatismo tan visible como sospechoso), y acudió a los funcionarios de la Administración Pública, hombres vestidos de prudencia y calza­dos de sensatez. Y todos ellos, desde el Primer Secretario hasta los oficiales de tercera, convenían en sostener que primero era vivir y luego filosofar. Ya bastante seguro, Tseyü volvió a Chuang y le dijo:

—Maestro, durante un mes he consultado nuestro asunto con hombres de gran experiencia. Y todos están de acuerdo con el aforismo de mi patrón. ¿Qué me dices ahora?

Meditativo y justo, Chuang le dio una bofetada en la mejilla izquierda; y se fue a estudiar su duraznero, que ya tenía hojas ver­des y frutas en agraz.
Entonces el abofeteado Tseyü entendió que la Administra­ción Pública era un batracio muy engañoso. Advertido lo cual re­solvió levantar la puntería de sus consultas y apelar a la ciencia de los magistrados judiciales, de los médicos psiquiatras, de los astrofísicos, de los generales en actividad y de los más ostento­sos representantes de la Curia. Y afirmaron todos, bajo palabra de honor, que primero había que vivir, y luego filosofar, si que­daba tiempo. Con mucho ánimo, Tseyü visitó a Chuang y le ha­bló así:

—Maestro, acabo de agotar la jerarquía de los intelectos hu­manos; y todos juran que la sentencia de mi patrón es tan exacta como útil. ¿Qué debo hacer?

Dulce y meticuloso, Chuang hizo girar a su discípulo de tal modo que le presentase la región dorsal. Y luego con geométrica exactitud, le ubicó un puntapié didascálico entre las dos nalgas. Hecho lo cual, y acercándose al duraznero, se puso a librar sus fru­tas de las hojas excesivas que no dejaban pasar los rayos del sol. Tseyü, que había caído de bruces, pensó, con el rostro en la hier­ba, que aquel puntapié matemático no era otra cosa, en el fondo que un llamado a la razón pura. Se incorporó entonces, dedicó a Chuang una reverencia y se alejó con el pensamiento fijo en la ta­rea que debía cumplir.
En realidad a Tseyü no le faltaba tiempo: sujefe lo había des­pedido tres días antes por negligencias reiteradas, y Tseyü conocía por fin el verdadero gusto de la libertad. Como un atleta del racio­cinio, ayunó tres días y tres noches; limpió cuidadosamente su tu­bo intestinal; y no bien rayó el alba, se dirigió a las afueras, con los pies calientes y el occipital fresco, tal como lo requiere la precep­tiva de la meditación.
Tseyü estableció su cuartel general en la cabaña de un eremi­ta ya difunto que se había distinguido por su conocimiento del Tao: frente a la cabaña, en una plazuela natural que bordeaban pe­rales y ciruelos, Tseyü trazó un círculo de ocho varas de diámetro y se ubicó en el centro, bien sentado a la chinesca. Defendido ya de las posibles irrupciones terrestres, no dejó de temer, en este punto, las interferencias del orden psíquico, tan hostiles a una ver­dadera concentración. Por lo cual, en la órbita de su pensamien­to, dibujó también un círculo riguroso dentro del cual sólo cabía la sentencia: "Primero vivir, luego filosofar."
Una semana permaneció Tseyü encerrado en su doble círcu­lo. Al promediar el último día, se incorporó al fin: hizo diez flexio­nes de tronco para desentumecerse y diez flexiones de cerebro pa­ra desconcentrarse. Tranquilo, bajo un mediodía que lo arponeaba de sol, Tseyü se dirigió a la casa de Chuang, y tras una reverencia le dijo:

—Maestro, he reflexionado.

— ¿En qué has reflexionado? —le preguntó Chuang.

—En aquella sentencia de mi ex patrón. Estaba yo en el cen­tro del círculo y me pregunté: "¿Desde su comienzo hasta su fin no es la vida humana un accionar constante?". Y me respondí: "En efecto, la vida es un accionar constante". Me pregunté de nuevo: "¿Todo accionar del hombre no debe responder a un Fin inteli­gente, necesario y bueno?" Y me respondí a mí mismo: 'Tseyü, di­ces muy bien". Y volví a preguntarme: "¿Cuándo se ha de meditar ese Fin, antes o después de la acción?" Y mi respuesta fue: "ANTES de la acción; porque una acción libre de toda ley inteligente que la preceda va sin gobierno y sólo cuaja en estupidez o locura". Maestro, en este punto de mi teorema me dije yo: "Entonces, pri­mero filosofar y luego vivir".

Tseyü no aventuró ningún otro sonido. Antes bien, con los ojos en el suelo, aguardó la respuesta de Chuang, ignorando aún si tomaría la forma de un puntapié o de una bofetada. Pero Chuang, cuyo rostro de yeso nada traducía, se dirigió a su duraz­nero, arrancó el durazno más hermoso y lo depositó en la mano temblante de su discípulo.

Tal es el apólogo que le referí al Ministro X.

—No lo conocía—me dijo—. ¿En qué selección china figura esa historia?

—En ninguna —le respondí—: acabo de inventaría. El Ministro X me hizo llegar sus felicitaciones; y ordenó, ba­jo cuerda, mi primer "descenso" en el escalafón administrativo.

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