miércoles, 21 de julio de 2010

LA FELICIDAD EN COMTE SPONVILLE

LA FELICIDAD SEGÚN EL FILÓSOFO FRANCÉS ANDRÉ COMTE-SPONVILLE (FRAGMENTO EXTRAÍDO DEL LIBRO "LA FELICIDAD DESESPERADAMENTE" -PARA REFLEXIONAR Y DEBATIR EN EL AULA)

… "Tenemos un deseo de felicidad. Ésta es la idea de Pascal: todo hombre quiere ser feliz, inclusive el que va a ahorcarse. Se ahorca precisamente para escapar de la desgracia; y escapar de la desgracia es acercarse aún más, al menos tanto como uno puede, a una cier¬ta felicidad, aunque sea negativa o la misma nada... Nadie escapa del principio de placer: pretender esca¬par de él (mediante la muerte, el ascetismo...) es per¬manecer sometido a él.
Tenemos, por lo tanto, un deseo de felicidad, y este deseo es frustrado, defraudado, herido. Otro verso de Aragón, en el mismo poema: «Digan las palabras "Mi vida" y contengan sus lágrimas...». La felicidad nos falta; la felicidad se nos escapa. ¿Por qué?
Hay que partir del deseo. No sólo porque «el deseo es la esencia misma del hombre», como escri¬bía Spinoza, sino también porque la felicidad es lo deseable absoluto, como lo demuestra Aristóteles, y finalmente, porque ser feliz es, al menos en una pri¬mera aproximación, tener lo que se desea. Encontramos esta última idea en Platón, en Epicuro, en Kant y, en el fondo, en cada uno de nosotros. Lo comentaré más adelante.
¿Qué es el deseo? La respuesta que quisiera evo¬car primero, y que atravesará toda la historia de la filosofía, la formula Platón en uno de sus libros más famosos, El banquete. Como su título indica, se tra¬ta de una comida entre amigos, en este caso para celebrar el éxito de uno de ellos en un concurso de tragedia. Como saben que, cuando se come entre amigos, el placer principal no es la calidad del ali¬mento, sino la calidad de la conversación —además, del alimento ya se ocupan los criados—, deciden elegir un bello tema de conversación: el amor. Cada uno hace su definición y su elogio del amor. Como no es mi tema, sólo retengo la definición de Sócra¬tes, por boca del cual acostumbra a expresarse Platón. ¿Qué es el amor? Para resumir, Sócrates da la siguiente respuesta: «El amor es deseo y el deseo es carencia». Y Platón remacha el clavo: «...lo que no posee, lo que él no es y aquello de que carece». La idea se mantendrá vigente hasta nues¬tros días. Por ejemplo, en Sartre: «El hombre es fun¬damentalmente deseo de ser» y «el deseo es ca¬rencia».18 Esto nos condena a la nada o a la caverna, digamos al idealismo: el ser está en otro lugar, ¡el ser es lo que me falta! Por eso la felicidad, necesaria¬mente, se nos escapa. Mientras Platón tenga razón, o mientras seamos platónicos (en el sentido de un platonismo espontá¬neo), mientras deseemos lo que nos falta, está descar¬tado que seamos felices. ¿Por qué? Porque el deseo es carencia, y porque la carencia es un sufrimiento. ¿Cómo se puede ser feliz cuando falta, precisamente, aquello mismo que se desea? En el fondo, ¿qué es ser feliz? Evocaba la respuesta que encontramos en Pla¬tón, en Epicuro, en Kant, en cualquiera: ser feliz es tener lo que se desea. No necesariamente todo lo que se desea, pues entonces cada cual comprende que no será nunca feliz y, como dice Kant, que la felicidad es un ideal, no de la razón, sino de la imaginación. Ser feliz es tener no todo lo que se desea, aunque sí una buena parte, tal vez la mayor parte, de lo que se de¬sea. Bien. Pero si el deseo es carencia, sólo se desea, por definición, lo que no se tiene. Ahora bien, si sólo se desea lo que no se tiene, no tenemos nunca lo que deseamos y, por lo tanto, no somos nunca felices. No se trata de que el deseo no sea nunca satisfecho; la vida no es tan difícil. Con todo, en cuanto un deseo es satisfecho, ya no hay carencia y, por lo tanto, ya no hay deseo. En cuanto un deseo es satisfecho, se anula como deseo: «El placer, —escribe Sartre—, es la muer¬te y el fracaso del deseo». Y, muy lejos de tener lo que se desea, se tiene entonces lo que se deseaba y ya no se desea. Como ser feliz no es tener lo que se deseaba, sino tener lo que se desea, ser feliz no puede ocurrir nunca (puesto que sólo se desea, una vez más, lo que no se tiene). De manera que, o bien deseamos lo que no tenemos, y «sufrimos» esa carencia, o bien tenemos lo que desde ese instante ya no deseamos, y nos «aburrimos», como escribirá Schopenhauer, o nos apresuramos a desear otra cosa. Lucrecio, mucho antes que Schopenhauer, dijo lo esencial:

«Y a más, en lo mismo giramos y nunca de ello salimos I ... I pero al anhelar lo que falta, estimamos eso más fino que todo: otra cosa anhelamos si aquello lo conse¬guimos, y siempre igual sed de vida nos tiene abier¬to el hocico».

No hay amor feliz: mientras el deseo es carencia, la felicidad se nos escapa.
Para ilustrar este punto, he elegido cuatro ejem¬plos de distinta gravedad. Desean tanto ese juguete, les «falta» tanto, que queda excluido que puedan ser felices por un instante de aquí a Navidad. Estamos a finales de octubre: la felicidad se aplaza durante dos meses. Por suerte, los niños olvidan de vez en cuando que ese juguete les falta; por lo tanto, a veces, les sucede que son felices por inadvertencia. Sin embargo, en cuanto piensan en ello, se vuelve imposible: ¡les falta dema¬siado! Se dicen: « ¡Qué feliz sería si lo tuviese!», o « ¡Qué feliz seré cuando lo tenga!». Pero no lo tie¬nen y, por lo tanto, no son felices. Su espera les separa de la felicidad.
Llega la mañana de Navidad... Cuando todo va bien, cuando los padres han podido comprar el regalo, cuando papá consigue montarlo, cuando la petición es inteligible, cuando se ha pensado en comprar las pilas, etc., la mañana de Navidad forma parte de los momen¬tos que son más bien fáciles de vivir. Aunque... Digamos que hay cosas peores, y no tardaremos en comprobarlo. Y es que, después de la mañana de Navidad, viene inevitablemente la tarde de Navidad. Y ahí, algo empieza oscuramente a corromperse, a ensombrecerse, a estropearse... El niño se pone un poco más nervioso y gruñón, como si estuviese des-contento. Los padres también se ponen nerviosos: « ¿Qué ocurre? ¿No estás contento? ¿No es lo que tú querías?». El niño responde: «Sí, es exactamente lo que quería...». ¿Qué sucede? Como no ha leído a Platón, no puede responder realmente. En cambio, si lo hubiese leído, diría: «Lo que estoy compren¬diendo es que es muy fácil desear el juguete que uno no tiene, el que a uno le falta, y decirse que uno sería feliz si lo tuviera... Pero que es mucho más difícil desear el juguete que uno tiene, ¡el que ya no falta! En el fondo, es lo que explica Platón: el deseo es carencia. Este juguete que me has dado ya no me falta, puesto que lo tengo, y, por lo tanto, ya no lo deseo... ¿Cómo podría ser feliz? No tengo lo que deseo, sino simplemente lo que deseaba...». Como no ha leído a Platón, y como es bueno, se contenta con jugar como puede, para complacer a sus padres, hace ver que es feliz.'. Pasa la tarde, y luego la ce¬na. .. El niño se acuesta y, cuando su padre va a hacer¬le los mimos habituales, el hijo pregunta: «Dime, papá, ¿Navidad, cuándo es?». El padre queda un poco desconcertado: «Aguarda, no me asustes... ¡Navidad, es hoy!». «Sí, ya lo sé, responde el niño, quiero decir... la próxima Navidad.» Y se inicia un nuevo ciclo...
El segundo ejemplo es más grave: es el ejemplo del desempleo. Todos comprendemos que el desempleo es una desgracia y a nadie le sorprendería que un parado le dijese: «¡Qué feliz sería si tuviese trabajo!». El paro es una desgracia. Pero ¿dónde se ha visto que él tra¬bajo sea una felicidad? Cuando se está desempleado, sobre todo de una forma prolongada, se piensa: «¡ Qué feliz sería si tuviese trabajo!». Pero esto sólo vale para el que no lo tiene. Para el parado, el trabajo podría ser una felicidad, pero cuando se tiene un trabajo, el tra¬bajo no es una felicidad: el trabajo es un trabajo. Tercer ejemplo, el más trágico de los cuatro. Es un ejemplo personal, pero no por haber estado yo en el lado de la tragedia. Es un recuerdo de infancia y, sin duda, la primera idea filosófica que tuve, una idea muy necia, como es propio de una primera idea. Debía de tener siete u ocho años. Veo a un ciego. Ya los había visto antes, pero por primera vez entiendo lo que significa ser ciego, lo que quiere decir. Hago como hacen los niños, cierro los ojos durante unos segundos, avanzo a tientas, y me parece atroz... Me digo: «Pero este ciego, si recobrara la vista, ¡sería feliz como un loco, simplemente por ver! Por lo tanto yo, que no soy ciego, he de ser feliz como un loco, pues¬to que veo». Y creo descubrir —ésta es la necia idea que evocaba— el secreto de la felicidad: en lo suce¬sivo, seré perpetuamente feliz, puesto que la vista no me falta, puesto que veo. Lo intenté... Nunca fun¬cionó. Porque tan cierto es que ser ciego es una des¬gracia como que la vista no ha bastado nunca para garantizar la felicidad de nadie. Todo lo trágico de nuestra condición se resume en esto: la vista sólo puede garantizar la felicidad de un ciego. Ahora bien, no garantiza su felicidad, puesto que es ciego y la vista le falta; y no garantiza la nuestra, puesto que vemos y la vista, por consiguiente, no nos falta. No existe una vista feliz, o una vista que, en cualquier caso, baste para la felicidad.
Ultimo ejemplo, más leve: el del amor, de la pare¬ja. Acuérdense de Proust, de En busca del tiempo perdido: «Albertine presente, Albertine desapareci¬da...». Cuando no está, sufre atrozmente: está dis¬puesto a todo para que vuelva. Cuando está, se abu¬rre: está dispuesto a todo para que marche. Nada más fácil que amar a quien no tenemos, a quien nos falta: esto se llama estar enamorado, y está al alcan¬ce de cualquiera. Pero amar a quien tenemos, a quien vive con nosotros, ¡eso es otra cosa! ¿Quién no ha vivido esas oscilaciones, esas intermitencias del cora¬zón? Unas veces amamos a quien no tenemos y padecemos esa carencia: es lo que se llama una pena de amor. Otras veces tenemos a quien ya no nos falta y nos aburrimos: es lo que se llama una pareja. Y esto rara vez es suficiente para la felicidad.
Schopenhauer, como un genial discípulo de Platón, lo resumirá mucho más tarde, en el siglo XIX, en una frase de la que siempre digo que es la más triste de la historia de la filosofía. Cuando deseo lo que no tengo, obtengo carencia, frustración, lo que Schopenhauer denomina «sufrimiento». ¿Y cuando el deseo es satis-fecho? Ya no obtengo sufrimiento, puesto que ya no hay carencia. No obtengo felicidad, puesto que ya no hay deseo. Obtengo lo que Schopenhauer llama aburrimiento, que es la ausencia de felicidad en el lugar mismo de su presencia esperada. Decíamos: «Qué feliz sería si...». Y tan pronto el «si» no se realiza, y somos desgraciados, como si se realiza, y no por ello somos felices: nos aburrimos o deseamos otra cosa. De ahí la frase que anunciaba, que resume tan triste¬mente lo esencial: «La vida oscila, como un péndulo, del dolor al hastío». Sufrimiento porque deseo lo que no tengo y sufro esa carencia; aburrimiento porque tengo lo que desde ese instante ya no deseo.
George Bernard Shaw decía que «hay dos catás¬trofes en la existencia: la primera, «cuando nuestros deseos no son satisfechos; la segunda, cuando lo son». Frustración o decepción. Sufrimiento o aburri¬miento. Inanición o inanidad. Es el mundo del Eclesiastés: «Vanidad de vanidades, todo vanidad». Porque el deseo es carencia, y en la medida en que es carencia, la felicidad se nos escapa necesa¬riamente. Es lo que llamo «las trampas de la espe¬ranza», siendo la esperanza la carencia misma —lo retomaré más adelante— en el tiempo y en la igno¬rancia. Sólo esperamos lo que no tenemos. Traten, para comprobarlo, de esperar a estar sentados. Sólo esperamos lo que no tenemos, y por eso somos tan¬to menos felices cuanto más esperamos el devenir. Siempre estamos separados de la felicidad por la misma esperanza que la persigue. En cuanto espera¬mos la felicidad («Qué feliz sería si...»), no podemos evitar la decepción: ya porque la esperanza no es satisfecha (sufrimiento, frustración), ya porque sí lo es (aburrimiento o, nuevamente, frustración: como sólo se puede desear lo que falta, se desea de inme¬diato otra cosa, y no se es feliz por eso...). Woody Alien lo resume con este enunciado: «¡Qué feliz sería si fuese feliz!». Por lo tanto, es imposible que lo sea alguna vez, puesto que no deja de esperar el devenir. También Pascal, con un genio al menos comparable, lo resume a su manera en los Pensa¬mientos. Se trata de un fragmento de unas veinte líneas, dedicado al tiempo. Pascal explica que no se vive nunca para el presente: se vive un poco para el pasado, explica, y, sobre todo, mucho, mucho para el futuro. El fragmento se termina con estas pala¬bras: «De esta manera no vivimos nunca, pero espe¬ramos vivir; y, estando siempre dispuestos a ser feli¬ces, es inevitable que no lo seamos nunca».

¿Qué hacer? ¿Cómo evitar este ciclo de la frus¬tración y el aburrimiento, de la esperanza y la decepción?

Hay varias estrategias posibles. En primer lugar, el olvido, la diversión, como dice Pascal: ¡Pensemos rápi-damente en otra cosa! Hagamos como todo el mundo: finjamos que somos felices, finjamos que no nos abu-rrimos, finjamos que no morimos... No me detendré en ello. Es una estrategia no filosófica, puesto que en filosofía se trata precisamente de no fingir.
Segunda estrategia posible: lo que llamaré la «huida hacia adelante», de esperanza en esperanza; lo que ha¬cen de algún modo los jugadores de lotería, que todas las semanas se consuelan de haber perdido con la esperanza de que ganarán la semana que viene... Si esto les ayuda a vivir, no seré yo quien se lo reproche. Pero, una vez más, me concederán que esto no cons¬tituye una filosofía, ni menos aún una sabiduría.
La tercera estrategia prolonga la precedente, pero cambiando de nivel. Ya no se trata de una huida hacia adelante, de esperanza en esperanza, sino más bien de un salto, como diría Camus, a una esperanza abso¬luta, religiosa, que no se considera susceptible de ser defraudada (puesto que si no hubiese vida después de la muerte, no habría nadie para advertirlo). En el fondo, es la estrategia de Pascal. El mismo Pascal que explica tan bien que «estando siempre dispues¬tos a ser felices, es inevitable que no lo seamos nunca», también escribe, en otro fragmento de sus Pensamientos, que «no hay más bien en esta vida que la esperanza de otra vida». Es el salto religioso: esperar la felicidad después de la muerte. O, en tér¬minos teológicos, pasar de la esperanza (como pasión) a la espera (como virtud teologal, pues tiene a Dios por objeto). Esta estrategia tiene su carta de nobleza filosófica... También es preciso tener fe, y ustedes saben que no la tengo. O estar dispuesto a jugarse la vida, como diría Pascal, y me niego a ello: el pensa¬miento debe someterse a lo más verdadero, o a lo más verosímil, y no a lo más ventajoso.
Por lo tanto, he tenido que tratar de inventar, o de reinventar, otra estrategia. Ya no el olvido ni la diver¬sión, tampoco la huida hacia adelante de esperanza en esperanza, ni tampoco el salto a una esperanza abso¬luta, sino, al contrario, un intento de tratar de libe¬rarnos de ese ciclo de la esperanza y la decepción, de la angustia y el aburrimiento, un intento, puesto que toda esperanza es siempre defraudada, de tratar de liberarnos de la misma esperanza.
Esto me conduce a mi segundo punto...
Crítica de la esperanza, o la felicidad en acto

Contando con tan poco tiempo, no tiene sentido hacer historia de la filosofía ni penetrar como habría que hacerlo en el pensamiento de cada uno de los autores que acabo de evocar. Permítanme, para ir deprisa, que los tome conjuntamente, en bloque, y, forzosamente, de un modo un poco brusco. A pesar de toda la admiración que siento por ellos, me parece que Platón, Pascal, Schopenhauer o Sartre se pasan un poco de rosca, como se dice familiarmente. No somos tan desgraciados. Que seamos menos felices de lo que los otros creen o de lo que fingimos serlo, podemos entenderlo; pero no, en mi opinión, o en todo caso no siempre, [no es verdad] que seamos tan desgraciados como deberíamos serlo si Platón, Pascal, Scho¬penhauer o Sartre tuviesen razón a pesar de todo. Porque, entre la felicidad esperada (« ¡Qué feliz sería si...!») y la felicidad fallida, o, en otras palabras, entre la esperanza y la decepción, entre el sufrimien¬to y el aburrimiento, hay una o dos pequeñas cosas que Platón, Pascal, Schopenhauer y Sartre olvidan, o cuya importancia subestiman gravemente. Estas dos pequeñas cosas son el placer y la alegría.
Ahora bien, ¿cuándo hay placer? ¿Cuándo hay alegría? Hay placer, y hay alegría, cuando deseamos lo que tenemos, lo que hacemos, lo que es: hay pla¬cer, y hay alegría, cuando deseamos lo que no nos falta. Dicho de otro modo, hay placer, y hay alegría, todas las veces en que Platón se equivoca, lo cual no es todavía una refutación del platonismo —¿qué nos demuestra que el placer o la alegría tienen razón?—, pero crea, a pesar de todo, una fuerte motivación para no ser platónico o para resistir a Platón.
Algunos ejemplos.
Si estuviesen dando un paseo por el campo, hicie¬se mucho calor y tuvieran sed, no pensarían: «Qué feliz sería si pudiese beber una cerveza bien fría» —no son ingenuos hasta tal punto—, sino: «Qué pla¬centero sería beber una cerveza bien fría». En un recodo del camino, dan con una venta: les sirven una cerveza bien fría. Empiezan a bebería... Y la sombra de Schopenhauer, sarcástica, les susurra al oído: «Pues sí, lo sé, no es más que esto... La misma cerveza, tan deseable, tanto que te faltaba, he aquí que ya te abu¬rre...». Le responden: « ¡De ningún modo, idiota! ¡Qué bueno es beber una cerveza bien fría cuando se tiene sed!».
Están haciendo el amor con el hombre o la mujer que aman, o que desean, y la sombra de Schopen¬hauer, que sostiene la vela, les susurra, sarcástica, al oído: «Pues sí, lo sé, siempre igual: no es más que esto... Tú te decías: "¡Cómo me gustaría poseerla; qué feliz sería si la poseyera!". Sí, cuando te faltaba. Pero ahora que la tienes, ya no te falta, y empiezas a aburrirte...». « ¡De ningún modo, idiota! ¡Qué bueno es hacer el amor cuando apetece, con la persona que apetece, y tanto más cuanto que no falta, que está aquí, al contrario, que se da, maravillosamente pre¬sente, maravillosamente ofrecida, maravillosamente disponible!»
Sinceramente, si solamente pudiésemos desear lo que nos falta, a quien no está aquí, nuestra vida sexual —especialmente la nuestra, señores— sería aún más complicada de lo que es...
¿Y cómo podría tener el placer de hablarles, o cómo podrían ustedes tener, quizás, el placer de es¬cucharme, si no pudiésemos desear más que lo que nos falta? Para hablarles, es necesario que desee ca¬da vez la palabra que pronuncio, y no, como respon¬dería probablemente Platón, la palabra que pronun¬ciaré dentro de poco (traten de hablar deseando la palabra que pronunciarán dentro de poco y ya me contarán). Si tengo el placer de hablarles, es porque deseo hablarles y porque esto no me falta en absolu¬to, puesto que es exactamente lo que estoy haciendo, aquí y ahora.
Podríamos multiplicar los ejemplos. El placer del paseo consiste en estar donde deseamos estar, en dar los pasos que damos, que deseamos dar, y no en desear estar en otra parte, ni en dar otros pasos que daremos más tarde o allí... Igualmente, el placer del viaje, como decía Baudelaire, es partir por partir. Triste viajero aquel que no espera felicidad más que a su llegada.
A pesar de todo lo que les separa, ¿cuál es el error que comparten Platón, Pascal, Schopenhauer y Sartre? Su error es el siguiente: confunden el deseo y la esperanza. Una buena muestra de ello es que, en El banquete, cuando Sócrates dice que sólo deseamos lo que no tenemos, lo que no es, lo que nos falta, se imagina que uno de sus interlocutores le objeta apro¬ximadamente esto: «¡De ningún modo, en absoluto! Yo, por ejemplo, estoy sano y quiero estar sano. Por lo tanto, deseo lo mismo que tengo». Sócrates, con su conocida sutileza mental, encuentra rápidamente el alarde: «Gozas de buena salud, por supuesto, y deseas la salud; pero no son la misma salud la que tie¬nes y la que deseas. Gozas de buena salud ahora, y esto no lo puedes desear, puesto que lo tienes; lo que deseas es la buena salud para mañana, para más tarde, la buena salud por venir, y ésta no la tienes; por eso la deseas». Esto es confundir el deseo y la esperanza. Sin embargo, son dos cosas diferentes; ligadas, por supuesto, pero diferentes. Hace un momento, les he hecho advertir que no podían espe¬rar estar sentados o escucharme, ni yo esperar hablar¬les, puesto que están sentados, puesto que me escu-chan, puesto que les hablo. Pero aunque no puedan esperar estar sentados, pueden desearlo, e incluso todos lo desean. Tal vez piensen: «¡Esto es demasiado fuerte! ¿Qué sabrá de mis deseos?». De ellos sé que están ustedes sentados, algo a lo que nadie les obliga. Están, por lo tanto, sentados voluntariamen¬te, porque desean permanecer sentados. Desean, por tanto, lo que no les falta. De suerte que somos varios centenares aquí los que refutamos a Platón en acto —puesto que dice que sólo deseamos lo que falta— y que, en esta sala, somos varios centenares los que deseamos seguir sentados, lo cual evidentemente no nos falta.
Algunos de ustedes tal vez estén pensando que ya les gustaría levantarse y marcharse, que no son las ganas lo que les falta, pero que en una conferencia «esto no se hace»: uno es educado, uno escucha al conferenciante hasta el final... Les diría que las razones que tienen para desear seguir sentados son su problema. Si lo hacen efectivamente por cortesía, por fatiga, por gusto de la comodidad o con motivo del apasionado interés que prestan a mis palabras, no es asunto de mi incumbencia. Todo lo que advierto es que permanecen voluntariamente sentados, que nadie les obliga a ello, es decir, que permanecen sen¬tados porque lo desean (de lo contrario, ya estarían de pie o levantándose) y que, por tanto, desean lo que no les falta. Y si encuentro tanto placer en ha¬blarles es por la misma razón: deseo lo que hago, aquí y ahora, hago lo que deseo.
Esto vale para cualquier acción. Desgraciado el corredor que sólo desea las zancadas por venir, y no las que da; el militante que no desea más que la vic¬toria, y no el combate; el amante que no desea más que el orgasmo, y no el amor. Pero, si ése fuera el caso, ¿por qué y cómo correría, militaría o haría el amor? Todo acto necesita una causa próxima, efi¬ciente y no final, y el deseo, como lo indicaba Aris¬tóteles, es la única potencia motriz. Por eso pode¬mos ser felices, y por eso lo somos a veces: porque hacemos lo que deseamos, porque deseamos lo que hacemos.
Es lo que llamo «la felicidad en acto», que no es otra cosa que el acto mismo como felicidad: desear lo que tenemos, lo que hacemos, lo que es, lo que no nos falta. Dicho de otro modo, gozar y alegrarse. Sin embargo, esta felicidad en acto es al mismo tiempo una felicidad desesperada, al menos en cierto sentido, pues es una felicidad que «no espera nada»”

1 comentario:

Sergio dijo...

Creo que Schopenhauer no se refiere a las pequeñas "felicidades" de la vida en su doctrina, sino a la felicidad como fin de la existencia. Puedes tomar una cerveza fría en un día de calor o hacer el amor con una mujer hermosa, pero cuando termines vas a darte por satisfecho y vas a comenzar a desear otras cosas. Pueden satisfacerse deseos particulares y ya, pero "EL DESEO" no desaparecerá de tu vida. A eso se refiere creo yo. Saludos, muy buen blog