viernes, 30 de julio de 2010

LA VIRTUD DE LA TEMPLANZA...Trabajo Práctico para su posterior discusión áulica

Trabajo Práctico/ La virtud de la Templanza

I) Parece innegable que existen seres humanos que «arruinan» su propia vida. ¿Quién no ha escuchado decir, en alguna ocasión, “este tipo se arruinó la vida”? Ahora bien, (i) ¿de qué «formas concretas» puede un ser humano destruir su vida? (ii) ¿cuáles pueden ser, según tu opinión, los «motivos» por los que ello sucede?

II) (i) ¿Tienen, en general, los adultos que conoces «paz interior», o suelen más bien vivir “enloquecidos”? ¿Cómo describirías a una persona con «paz interior»? (ii) Todas las personas aspiran a «estar en paz», ¿por qué son muy pocos quienes lo consiguen?

III) ¿Cómo viven de acuerdo a tu opinión los jóvenes su vida sexual? La manera en que se vive la sexualidad ¿puede se influir –negativa o positivamente– en otros aspectos de la vida de una persona?, ¿en cuáles?, ¿de qué manera? 

IV) Lee detenidamente el siguiente fragmento; destaca sus nociones principales y luego procura brevemente responder cómo se vincula lo afirmado por el autor con las preguntas debatidas precedentemente

La Templanza: el «orden interior» y la paz del propio espíritu (Fragmento adaptado del libro “Las Virtudes Fundamentales” de filósofo alemán Josef Pieper)

El sentido más inmediato del término templanza es «paz de espíritu». Es claro, no obstante, que no se habla aquí de una «tranquilidad puramente subjetiva». Tampoco se habla de una cierta satisfacción interior como la que podría procurarnos una vida de pequeñas satisfacciones personales, propias de una existencia apacible y materialmente sin sobresaltos. Menos todavía ha de interpretarse la «paz de espíritu» como mera «ausencia de molestias» o falta de pasión interior y sobresaltos en los sentimientos. Todo esto no va más allá de la superficie de la vida psíquica del hombre.
La «paz de espíritu» que se identifica con la Templanza es una cierta calma que invade lo más íntimo y profundo del ser humano; es una paz que es manifestación y fruto de «orden interior de la persona». La meta de la templanza es el orden interno del hombre, pues sólo de ese orden puede fluir la auténtica «paz de espíritu». Así, el hombre que procure adquirir la virtud de la templanza debe entonces trabajar por «poner orden dentro de sí». Y en esta referencia a la «propia persona» se distingue la templanza de las demás virtudes cardinales. La prudencia mira a la realidad del ser su en conjunto (a todas las cosas); la justicia se proyecta hacia el prójimo; quien practica la fortaleza, olvidándose de sí mismo, sacrifica su bienestar y su vida en razón de la justicia. La templanza, en cambio, apunta al propio hombre, significa que el hombre orienta su mirada y su voluntad a lo que él es.
Es un hecho corriente, aunque no por ello menos misterioso, que el «orden interno del hombre» no representa una realidad ya «acabada» y evidente de por sí. Pues si tenemos la valentía de mirar, de manera transparente, dentro de nosotros mismos, reconoceremos que el desorden y los deseos más contradictorios anidan frecuentemente en nuestra alma. Podemos experimentar los más bellos sentimientos junto con las más egoístas pasiones.
De esta forma, las mismas fuerzas (físicas, psíquicas y espirituales) que están llamadas a promover y desarrollar nuestra existencia pueden a menudo perturbar nuestro orden interior e inducirnos a hacer cosas que son contrarias a nuestra dignidad de seres humanos. Precisamente esas fuerzas del ser humano de las que ante todo dependen la propia conservación, afirmación y plenitud son también aquellas fuerzas vitales que pueden –si no son correctamente encausadas‒ llevar a la autodestrucción moral de la persona. Es difícil comprender cómo en ocasiones puede ser uno mismo el que provoque un desorden dentro de sí que redunde en la propia destrucción (Es triste ver como muchas personas se hacen daño a sí mismos y destruyen sus cosas más queridas por no tomar en serio la necesidad de trabajar por poner orden a las propias pasiones –y nadie puede decir aquí «yo estoy libre de caer»). Es importante entonces comprender que nosotros mismos debemos ser los autores y auténticos protagonistas de nuestro propio orden interior ya que las fuerzas vitales que la templanza tiene por misión ordenar pueden ser muy a menudo capaces de perturbar nuestro ánimo.
Si bien es cierto que la virtud de la Templanza tiene como misión el ordenar, según la razón, el «conjunto» de las fuerzas vitales que se manifiestan en nuestro interior, no es menos verdadero que las más potentes de estas pasiones se encuentran íntimamente ligadas a la sexualidad. En este sentido, quienes proponen la adquisición de la virtud de la templanza no consideran que el impulso sexual sea «un mal necesario», sino todo lo contrario, un bien muy importante para el hombre: la satisfacción del instinto natural de la sexualidad y el deseo carnal que de ella se deriva nada tienen de malo, con tal que de que en ellos se preserve el orden de la razón –orden que jamás puede permitirnos tomar a otro ser humano como un «medio» para satisfacer nuestras necesidades; ni tampoco puede permitirnos, aunque haya mutuo consentimiento, el utilizar de forma irrespetuosa el cuerpo del otro.
Desde el aspecto biológico, el apetito sexual es un bien eminente que tiene como finalidad conducir a la procreación de hijos que sigan poblando la tierra. Desde una perspectiva humana, la unión carnal de las personas que se aman (de forma tal que los dos no son ya sino un sólo cuerpo) constituye la expresión más íntima de la comunión espiritual que los vincula. Pues la procreación no es el único y exclusivo sentido del apetito sexual –así como tampoco los hijos son la única y exclusiva razón de existir del matrimonio. De los «bienes» más importantes que produce el matrimonio (no se habla aquí del matrimonio necesariamente religioso) la «comunidad íntima de vida» propia de los esposos –se trata aquí del acompañarse mutuamente en fidelidad a fin de que cada uno pueda desarrollar plenamente «lo mejor de sí mismo»–, constituye uno de los mayores «bienes» a los que puede aspirar el hombre en esta tierra.

jueves, 29 de julio de 2010

¿PUEDE LA FILOSOFÍA AYUDARNOS A SER FELICES?


Fragmento extraído del libro “Invitación a la Filosofía”, de André Comte- Sponville.

¡Apresurémonos a popularizar la filosofía! (Diderot)

Prólogo (texto adaptado).

Filosofía: la doctrina y la práctica de la sabiduría (no simple ciencia).

Kant.

Filosofar es «pensar por uno mismo»; pero nadie puede lograrlo verdaderamente sin apoyarse en el pensamiento de otros, especialmente en el de los grandes filósofos del pasado. La filosofía no es solamente una «aventura del pensamiento»; es también un «trabajo» que no puede llevarse a cabo sin esfuerzo, sin lecturas, sin herramientas. Los primeros pasos suelen ser arduos y desaniman a más de uno. No hay una edad determinada para filosofar pero los adolescentes, más que los adultos, necesitan ser guiados en esta tarea. ¿Qué es la filosofía? La filosofía no es una ciencia en el sentido que comúnmente se la otorga hoy a esa palabra, no es un saber particular entre otros: la filosofía es un «profundo y radical» ejercicio de reflexión sobre los saberes disponibles. Por eso el saber filosófico no es algo que, fundamentalmente, pueda recibirse de otros, decía Kant: solo podemos aprender a filosofar. ¿Cómo? Filosofando nosotros mismos: preguntándonos por nuestro propio pensamiento, por el pensamiento de los demás, por el mundo, por la sociedad, por lo que la experiencia nos enseña y también por lo que esta nos oculta... Lo deseable es que, durante este camino, demos con las obras de tal o cual filósofo profesional. De ser así, pensaremos mejor, con más fuerza, con mayor profundidad. Iremos más lejos y más rápidamente. Ahora bien, ese mismo filosofo profesional, ese autor que nos guía –añadía Kant– “no hemos de considerarlo como el «modelo del pensamiento», sino simplemente como una ocasión para realizar nosotros mismos un juicio sobre él, o incluso contra él”. Nadie puede filosofar por nosotros. Obviamente, la filosofía tiene sus especialistas, sus profesionales, sus enseñantes. Pero la filosofía no es fundamentalmente una especialidad, ni un oficio de eruditos, ni una disciplina universitaria: es una «dimensión constitutiva de la existencia humana».
Desde el momento en que somos seres dotados de «vida» y de «razón», todos nosotros, inevitablemente, nos vemos confrontados con la tarea de «articular armoniosamente» estas dos facultades. Y ciertamente podemos «razonar sin filosofar» (en las ciencias, por ejemplo), «vivir sin filosofar» (en la ignorancia o en la pasión, por ejemplo). Pero, sin filosofar, no podemos en absoluto «pensar nuestra vida» y «vivir nuestro pensamiento»: la filosofía es precisamente esto, el «esfuerzo por pensar nuestra vida y vivir nuestro pensamiento». La biología jamás enseñará a un biólogo «cómo se tiene que vivir», ni si hay que hacerlo, ni siquiera si hay que ser biólogo. Las ciencias particulares jamás nos enseñaran (al menos propiamente hablando) el valor de la humanidad, ni su propio valor como ciencias. Por eso hay que filosofar: porque hay que reflexionar sobre lo que sabemos, sobre lo que vivimos, sobre lo que queremos y porque, para ello, ningún saber legado por otros nos es suficiente ni nos dispensa de hacerlo.
¿El arte? ¿La religión? ¿La política? Son materias muy importantes, pero también ellas han de ser objeto de reflexión. Sin embargo desde el momento en que se reflexiona sobre alguna de ellas, a poco que esta reflexión adquiera cierta profundidad, se las trasciende, al menos en parte: en ese momento se ha puesto ya un pie en la filosofía. Que, a su vez, la filosofía misma haya de tomarse como objeto de reflexión, es algo que ningún filósofo pondrá en duda. Pero reflexionar sobre la filosofía no es salir de ella, es entrar en ella.

Filosofar es vivir con la razón. Esto indica una dirección, que es la de la filosofía, pero no puede agotar su contenido. La filosofía es un «preguntar radical», la «búsqueda de la verdad total o última» (y no, como en las ciencias, de tal o cual verdad particular); creación de conceptos que nos permitan comprender y explicar la complejidad siempre cambiante de lo real; reflexividad (un volver del espíritu o de la razón sobre sí mismos: pensamiento del pensamiento), reflexión sobre la propia historia y sobre la de la humanidad; búsqueda de la mayor coherencia posible, de la mayor racionalidad posible (es el «arte de la razón», si se quiere, pero que debe necesariamente desembocar en un «arte de vivir»); es, en ocasiones, construcción de sistemas; es, siempre, elaboración de tesis, argumentos, teorías ... Pero la filosofía es también, y quizá fundamentalmente, crítica de las ilusiones, de los prejuicios, de las ideologías. Toda filosofía es una lucha. ¿Sus armas? La razón. ¿Sus enemigos? La ignorancia, el fanatismo, el oscurantismo[1] y ¿Sus aliados? Las ciencias. ¿Su objeto? La totalidad, con el hombre en su seno, o el hombre, pero en el seno de la totalidad. ¿Su meta? La sabiduría: la felicidad, pero en el seno de la verdad. Hay trabajo para rato, como suele decirse; tanto mejor: ¡los filósofos son gente muy dispuesta! En la práctica, los temas de la filosofía son innumerables: nada humano o real le es ajeno. Esto no significa que todos ellos tengan la misma importancia. Kant, en un célebre pasaje de su «Lógica», resumía el ámbito de la filosofía en cuatro preguntas: ¿Qué puedo saber? ¿Qué debo hacer? ¿Qué me está permitido esperar? ¿Qué es el hombre? «Las tres primeras preguntas se resumen en la Ultima», subrayaba. Pero todas ellas desembocan, añadiría yo, en una quinta pregunta, que es sin duda, filosófica y humanamente, la cuestión principal:

¿Cómo he de vivir?

En cuanto se intenta dar una respuesta inteligente a esta pregunta, se está haciendo filosofía. Y como es imposible evitar planteársela, hemos de concluir que la única forma de sustraerse a la filosofía es la ignorancia. ¿Hemos de filosofar? Desde el momento en que nos planteamos esta pregunta –en cualquier caso desde que intentamos responder a ella con seriedad–, ya estamos filosofando. Esto no significa que la filosofía se reduzca a su propia interrogación, pues también filosofamos, más o menos, bien o mal, cuando nos preguntamos, de forma a la vez «racional» y «radical» por el mundo, por la humanidad, por la felicidad, por la justicia, por la libertad, por la muerte, por Dios, por el conocimiento… ¿Y quién podría renunciar a hacerlo?  

«El ser humano es un animal filosofante: solo puede renunciar a la filosofía renunciando a una parte de su humanidad».

Así pues, hemos de filosofar: hemos de pensar tanto como podamos, y mejor de lo que sepamos. ¿Con qué finalidad? Para lograr una vida más humana, más lúcida, más serena, más razonable, más feliz, más libre... Es lo que tradicionalmente denominamos sabiduría, que sería una felicidad sin ilusiones ni mentiras. ¿Podemos alcanzarla? Jamás por completo, sin duda. Pero esto no impide que la busquemos, ni que nos aproximemos a ella. «La filosofía -escribe Kant- es para el hombre un esfuerzo por alcanzar la sabiduría, esfuerzo que nunca acaba.» Razón de más para ponernos ya a trabajar. Se trata de «pensar mejor para vivir mejor». La filosofía es este trabajo; la sabiduría, este reposo. ¿Qué es la filosofía? Hay tantas respuestas, o casi tantas, como filósofos. Pero esto no impide que dichas respuestas coincidan o confluyan en lo esencial. Por mi parte, desde mis años de estudiante, siento debilidad por la respuesta de Epicuro:

«La filosofía es una actividad que, mediante discursos y razonamientos, nos procura la vida feliz».

Esto es definir la filosofía por su mayor logro (la sabiduría, la beatitud), y, aunque ese logro nunca sea completo, es mejor que encerrarla en sus fracasos. La felicidad es la meta; la filosofía, el camino. ¡Buen viaje a todos!


[1] Defensa de ideas y actitudes irracionales.

lunes, 26 de julio de 2010

Para Tomarse la vida con Filosofía III: MI APOLOGIA, por Woody Allen.


MI APOLOGIA, por Woody Allen.
 De todos los hombres célebres que han existido, el que más me ha­bría gustado ser es Sócrates. Y no sólo porque fue un gran pensador, pues a mí también se me reconocen varias intuiciones razonablemente profundas, si bien las mías giran invariablemente en torno a una aza­fata de la aviación sueca y unas esposas. No, lo que más me atrae de este sabio entre los sabios de Grecia es su valor ante la muerte. No quiso renunciar a sus principios, sino que prefirió dar su vida para demostrarlos. Personalmente, la idea de morir me asusta, y cualquier ruido inconveniente, tal como el escape de un automóvil, me sobresalta hasta el punto de echarme en los brazos de la persona con la que estoy conversando. Al final, la valerosa muerte de Sócrates confirió a su vida auténtico significado, algo de lo que mi existencia carece totalmente, aunque posea una mínima pertinencia para el departamento de impuestos sobre la Renta. Confieso que muchas veces he querido ponerme en lugar del insigne filósofo, y en todas ellas me he quedado inmediatamente traspuesto y he tenido el siguiente sueño.
(La escena transcurre en mi celda. Acostumbro a estar sentado y solo, resolviendo algún intrincado problema de pensamiento racional, por ejemplo: ¿Podemos considerar un objeto como una obra de arte si sirve también para limpiar la estufa? En este preciso momento me visitan Agatón y Simmias)
Agatón: Ah, mi buen amigo y viejo sabio, ¿qué tal discurren tus días de confinamiento?
Allen: ¿Qué cabe decir del confinamiento, Agatón? Sólo el cuerpo puede ser sujeto a límites. Mi mente vaga con toda libertad, sin que estas cuatro paredes le pongan traba. Así que en verdad puedo preguntar ¿existe el confinamiento?
Agatón: Ya, pero ¿Y qué ocurre si quieres dar un paseo?
Allen: Buena observación, No podría.
(Los tres permanecemos inmóviles en actitudes clásicas, casi como en un friso. Final-mente Agatón toma la palabra)
Agatón: Me temo que traigo malas noticias. Te han condenado a muerte.
Allen: Ah, me entristece ser causa de controversia en el senado.
Agatón: De controversia, nada. Unanimidad.
Allen: ¿De veras?
Agatón: En la primera votación.
Allen: Vaya, esperaba un poco más de apoyo.
Simmias: El senado está furioso con tus ideas sobre un Estado utópico.
Allen: Sospecho que no debí sugerir que eligieran a un filósofo-rey.
Simmias: Sobre todo cuando, carraspeando, te señalabas a ti mismo.
Allen: Aun así no consideraré malvados a mis verdugos.
Agatón: Ni yo tampoco.
Allen: Ejem, sí, bueno... ¿Qué es el mal sino, sencillamente, el bien hecho con exceso?
Agatón: ¿Cómo puede ser?
Allen: Míralo de esta manera. Si un hombre entona una bonita canción, nos resulta grata al oído. Si la canta una y otra vez te producirá jaqueca.
Agatón: Cierto.
Allen: Y si no cesa nunca de cantar, llegará un momento en que querrás estrangularle con un calcetín.
Agatón: Sí, muy cierto.
Allen: ¿Cuándo ha de cumplirse la sentencia?
Agatón: ¿Qué hora es ahora?
Allen: ¿¡Hoy!?
Agatón: Es que necesitan la celda.
Allen: ¡Bien, pues que así sea! Dejemos que me quiten la vida. Que quede escrito que muero antes de renunciar a los principios de la verdad y la libertad de pensamiento. No llores, Agatón.
Agatón: No lloro. Es alegría.
Allen: Para el hombre sabio, la muerte no es un fin sino un principio.
Simmias: ¿Por qué?
Allen: Bueno, deja que lo piense un momento.
Simmias: Tómate el tiempo que necesites.
Allen: ¿No es cierto, Simmias, que el hombre no existe antes de haber nacido?
Simmias: Muy cierto.
Allen: ¿Ni existe después de haber muerto?
Simmias: Sí, estoy de acuerdo.
Allen: Hmmm.
Simmias: ¿Y bien?
Allen: Espera un momento, caramba. Me siento perplejo. Ya sabes que me dan únicamente cordero para comer y que nunca está bien asado.
Simmias: La mayoría de los hombres contemplan la muerte como el fin de todo. Y en consecuencia la temen.
Allen: La muerte es un estado de no-ser. Lo que no es, no existe. Y sin embargo no existe la muerte. Sólo la verdad existe. La verdad y la belleza. Son intercambiables, y también aspectos de sí mismos. Ejem, ¿dijeron en concreto qué proyectos tenían conmi­go?
Agatón: Cicuta.
Allen: (Desconcertado) ¿Cicuta?
Agatón: ¿Recuerdas aquel líquido negro que agujereó tu mesa de mármol?
Allen: ¡No me digas!
Agatón: Una sola cucharada. Aunque te la darán en un cáliz para que no se derrame nada.
Allen: Me pregunto si dolerá.
Agatón: Dijeron que procurases no hacer una escena. Los demás presos se pondrían nerviosos.
Allen: Hmmm.
Agatón: Les contesté que morirías valerosamente antes que renunciar a tus principios.
Allen: Bien, bien ... Ejem, ¿el concepto ‘destierro’ no se citó nunca en el debate?
Agatón: Desterrar quedó suprimido el año pasado. Requería demasiada bu­rocracia.
Allen: Bueno ... Claro ... (Preocupado y distraído, pero intentando conservar el dominio de sí mismo): Yo, ejem ... así que ejem ... ¿Y qué más hay de nuevo?
Agatón: Oh, me encontré con Isósceles. Tiene una idea estupenda para un nuevo triángulo.
Allen: Bien ... bien ... bien ... (de pronto abandono todo fingimiento): Mira, voy a ser sincero contigo ... ¡No quiero morir! ¡Soy demasiado joven!
Agatón: ¡Pero si es tu gran oportunidad de morir por la verdad!
Allen: No me interpretes mal. Yo sólo vivo para la verdad. Por otra parte, tengo un almuerzo en Esparta la semana que viene, y me molestaría faltar. Me toca pagar a mí. Ya sabéis cómo son esos espartanos, enseguida desenvainan la espada.
Simmias: ¿Se ha vuelto un cobarde el más sabio de nuestros filósofos?
Allen: No soy un cobarde, ni tampoco un héroe. Digamos que estoy más o menos por el medio.
Simmias: Un gusano miedoso.
Allen: Ese es aproximadamente el punto exacto.
Agatón: Pero fuiste tú el que demostró que la muerte no existe.
Allen: Un momento, escúchame ... Claro que he demostrado muchas cosas. Así es como pago el alquiler. Teorías y pequeñas experiencias. Un comentario travieso de vez en cuando. Máximas ocasionales. Es mejor que recoger aceitunas, pero tampoco hay por qué entusiasmarse.
Agatón: Pero tú demostraste muchas veces que el alma es inmortal.
Allen: ¡Y lo es! Pero sobre el papel. Mira, ése es el gran problema de la filosofía... resulta tan poco funcional en cuanto sales de clase ...
Simmias: ¿Y las ‘formas’ eternas? Dijiste que cada cosa existía siempre y siempre existirá.
Allen: Me refería principalmente a los objetos pesados. Una estatua o algo por el estilo. Con las personas es muy diferente.
Agatón: ¿Y todas tus disertaciones acerca de que la muerte es lo mismo que el sueño?
Allen: Así es, pero la diferencia estriba en que cuando estás muerto y alguien grita “¡Todo el mundo en pié, ya es de día!”, cuesta un horror encontrar las zapatillas.
(El verdugo llega con una copa de cicuta. Su rostro se parece mucho al cómico irlandés Spike Mulligan)
Verdugo: Ah ... ya estamos aquí. ¿Quién se ha de beber el veneno?
Agatón: (Señalando hacia mí) Este.
Allen: Caramba, qué copa tan grande. ¿No suelta demasiado humo?
Verdugo: Es normal. Hay que bebérsela toda, porque la mayoría de las veces el veneno está en el fondo.
Allen: (Por regla general aquí mi comportamiento difiere totalmente del de Sócrates y me han advertido ya que suelo gritar en sueños) ¡No ... no beberé! ¡No quiero morir! ¡Socorro! ¡No! ¡Por favor!
(El verdugo me tiende el burbujeante brebaje entre mis abyectas súplicas y todo parece perdido. Entonces el sueño toma un nuevo sesgo, a causa de algún innato instinto de supervivencia,  y aparece el Mensajero)
Mensajero: ¡Quietos todos! ¡El senado ha vuelto a votar! Quedan reti­radas todas las acusaciones contra tí. Tu valía ha sido finalmente reconocida y está decidido que se te debe rendir un ho­menaje.
Allen: ¡Por fin! ¡Por fin! ¡Han vuelto a la razón! ¡Soy un hombre libre! ¡Libre! ¡Y me van a homenajear! De prisa, Agatón y Simmias, preparadme las maletas. Tengo que irme, Paraxíteles querrá comenzar mi busto cuanto antes. Pero antes de partir, os brindo una pequeña parábola.
Simmias: ¡Vaya! Esto sí que ha sido “volver casaca”. ¿Tendrán idea de lo que se traen entre manos?
Allen: Un grupo de hombres habitan en una oscura caverna. No saben que fuera brilla el sol. La única luz que conocen es el titubeante temblor de las velas que llevan para desplazarse.
Agatón: ¿Y de dónde han sacado las velas?
Allen: Bueno, digamos que las tienen y basta.
Agatón: ¿Habitan en una caverna y tienen velas? Suena falso.
Allen: ¿No podéis aceptar mi palabra?
Agatón: Está bien, está bien, pero vayamos al grano.
Alíen: Un buen día, uno de los moradores de la caverna sale y ve el mundo exterior.
Simmias: En toda su claridad.
Allen: Justamente. En toda su claridad.
Agatón: Y cuando intenta contárselo a los demás no lo creen.
Allen: Pues no. No se lo cuenta a los otros
Agatón: ¿Ah, no? ¿Entonces?
Allen: Pues, monta una carnicería. Se casa con una bailarina y muere de hemorragia cerebral a los cuarenta años.-
(Me agarran todos y me obligan a ingerir la cicuta. Por regla general aquí me despierto bañado en sudor y sólo una ración de huevos revueltos y salmón ahumado consigue tranquilizarme)>>.

WOODY ALLEN. (1935) Cineasta y escritor norteamericano. “Mi apología”, aparece en el libro “Cuentos sin plumas”. Tusquets Ediciones. Barcelona. 2001. 8va. edic. Pág. 310. Traducción José Luis Guarner (1988).

sábado, 24 de julio de 2010

¿Es el amor algo que acontece más allá del bien y del mal?


Sobre el amor, desde Nietzsche (Fragmento y guía para la posterior reflexión grupal)

Dice Nietzsche que lo que se hace por amor acontece siempre más allá del bien y del mal.
¿Qué extraño significado tendrá el amor humano para Nietzsche? ¿Qué nos está sugiriendo con su "más allá del bien y del mal"?
Sólo el verdadero amor acontece más allá del bien y del mal, es decir, más allá de la ley moral. Por tanto, el amor nunca es un asunto que tenga que ver con el deber hacia otro, ni con la obligación de obedecer a una conciencia moral; el amor tiene que ver con aquello que está más allá del bien y del mal, como los sentimientos, las pasiones, los deseos.
Con el propósito de extraer, a partir de la afirmación precedente, algunas conclusiones valiosas para nuestra vida cotidiana, vamos a intentar pensar cómo suele vivirse el amor en las relaciones de pareja, en qué medida la moral y las obligaciones se mezclan con los deseos y los sentimientos.
Cuando uno se pone en pareja o se casa tiene la convicción de que se casa «para siempre». En cierto sentido, uno también se impone la obligación de estar «para siempre» con esa persona, se obliga a sí mismo a querer para siempre a la otra persona. Uno de los errores del amor es que parece ser más serio, o más maduro, cuando viene adherido con el «para siempre». No en vano nuestra institución matrimonial lo establece como precepto fundamental. Pero ¿se puede vivir con este amor? ¿Será este el verdadero amor que está más allá del bien y del mal?
Desde otro punto de vista podríamos decir que nada es para siempre. Ni esta mesa, ni este sol, por muy sólidos o por muy duraderos que parezcan, no son para siempre, porque en algún momento terminarán derrumbándose. El amor, supuestamente eterno, también algún día se derrumbará. Por eso el problema es saber qué significado tiene ese "para siempre" en la vida práctica, en qué influye en la vida de la pareja, y si este propósito puede o no mejorar una relación. Lo que tratamos de cuestionarnos siguiendo a Nietzsche es lo siguiente ¿en qué medida la idea del «amor eterno» me ayuda a vivir mejor?
Más allá de las facilidades legales que existen hoy para separarse o divorciarse, culturalmente estamos condicionados por la idea del amor eterno. Hay, por lo menos, tres ideas actualmente muy ligadas al amor de pareja: el amor romántico, la sexualidad como sinónimo o como expresión de ese amor, y el ideal moral de que el verdadero amor debe ser para siempre. Además nuestra sociedad vive obsesionada con el tema, porque sabemos que el amor está estrechamente ligado a la constitución de la familia, la crianza de los hijos, la trasmisión de los valores, toda nuestra organización social (y hasta económica) se centra en el amor.
Pero veamos cómo surge y se desarrolla el amor de pareja. En el proceso de conocimiento entre dos personas se vive siempre al comienzo de toda relación un momento  de fuerte pasión y sexualidad que suele suscitar el deseo de comprometerse "para siempre". Ahora bien, una vez que se termina ese período de deslumbramiento, ¿qué es lo que queda? Cuándo emergen los primeros sinsabores ¿cómo reaccionan los amantes? Normalmente los miembros de la pareja no advierten estas primeras ‘rupturas’ como un desajuste natural y normal, sino que se culpan a sí mismos como causantes voluntarios de esa falta de pasión. Paralelamente, se reprochan la constante falta de mutuas atenciones:"ya no me querés", "ves que ya no me considerás como antes", "antes no hacías lo mismo", etc. ¿Qué queda entonces cuando falta la pasión, e incluso la sexualidad? Queda la obligación de seguir manteniendo el amor "para siempre", queda el deber moral, la necesidad de cumplir con lo que supuestamente está bien, la obligación de cumplir con el amor para siempre.
El ideal del "para siempre", que antes parecía ser lo más gratificante de la relación, se utiliza ahora como argumento para condenar la conducta del otro, cuando no coincide con aquello que uno de los miembros de la pareja espera.
Ante semejante situación, algunos prefieren que la relación se rompa, otros mantienen la relación, aunque sientan por dentro que ya está muerta. Sin embargo en ningún caso se cuestiona "el concepto del amor", jamás se cuestiona la idea supuestamente incuestionable de que el amor, si es amor, solo puede ser para siempre.
Pensar desde el inicio que el amor es para siempre, puede resultar gratificante, y hasta estimulante para muchos, pero en la práctica no hace más que sujetar los deseos a condiciones que son represivas y asfixiantes. Cuando de antemano están dadas las condiciones para un amor maduro, el "para siempre" no agrega nada; cuando esas condiciones no existen, el ‘para siempre’ nos obliga inútilmente a mantenernos en una situación existencial en la cual los miembros de la pareja se perjudican mutuamente. No sólo no conviene pensar el amor como algo para siempre sino que, en un sentido estricto, esa verdad es la negación del verdadero amor. Querer que el amor sea para siempre puede también significar nuestra intención de que la otra persona no cambie, puede ser una manera de sujetar a la otra persona a nuestro dominio. Llevada al extremo, la idea de que el amor es para siempre puede dar lugar a una relación de sometimiento. El amor para siempre nos obliga a anteponer una actitud de control con respecto al otro y de rigidez con respecto a nuestros sentimientos. Después de pasado el tiempo de la obnubilación, se entra en la zona del bien y del mal, en la zona del juicio moral, de la compasión, del sufrimiento y de la pena.
¿Y ahora qué? ¿Será que el amor eterno es una idea errónea y también una trampa que nos impide desarrollarnos íntegramente? ¿Puede el amor pensarse o constituirse sin un "para siempre"? Aunque sea inalcanzable ¿tendrá que seguir siendo un "ideal" el amor eterno? ¿O es una idea inmadura acerca del amor? ¿Es contradictorio pensar en un amor efímero? ¿Existe un amor más allá del bien y del mal?
A Nietzsche le gusta pensar en la idea de que el amor es el resultado del azar, que el amor no se busca, se encuentra, y que sólo se fortalece en el ‘juego’, cuando se mantiene en una zona alejada de la seriedad de la vida cotidiana. Esa primera etapa es tan mágica porque resulta del conocimiento de dos personas que se sentían ajenas, y que circunstancias ‘inesperadas’ ayudaron a juntar.
La convivencia, en vez de reforzar esas condiciones basadas en el azar y en el juego, nos propende a colocar al amor junto con otras obligaciones. Así es normal que vayamos poco a poco burocratizando la relación. Incluso las mismas actividades que antes realizábamos por el puro gusto de hacerlas, por pura espontaneidad, las vamos formalizando, las repetimos vaciadas de la mirada original. Ahora bien, ¿Cómo recuperar esa primera y original mirada del otro? ¿Cómo recuperar la inocencia de un nuevo comienzo?
El amor que nace de la debilidad se impone el "para siempre" como exigencia previa cuando, en realidad, el "para siempre" debería ser el resultado su fuerza. El amor eterno pretende comprar lo que no se puede asegurar, lo que es imposible. Impone condiciones que sólo pueden llevar a malograr una relación, sujeta el deseo a una condición represiva e ineficaz.
La vida va transformando ese amor inicial en un «medio» para otras cosas, como tener hijos, comprarse una casa, «hacer feliz a otro". Pero el amor no tiene sentido, ni justificación, es absurdo, ilógico, irracional, inexplicable, está más allá de toda conciencia que pretenda imponerle determinaciones morales o racionales. Se ama porque sí, y se deja de amar porque sí. Hay que recuperar el «juego» como la principal dimensión que nos hace humanos y el amor es ante todo un juego. El amor como juego, como actividad esencialmente extramoral, amoral, irresponsable.
El amor auténticamente maduro nace de la fuerza, implica riesgo, se basa en el cambio, exige renovarse día a día, entra en una zona donde se privilegia el juego. Este amor necesita de la falta de finalidad y del azar.
Reflexión cedida por el Prof. Pablo Eugenio Fernández Iriarte
Reflexiona junto con tus compañeros y responde luego por escrito en tu carpeta:

1) Aún cuando hoy muchos de los vínculos amorosos se desarrollen en armonía con el sólo «sentimiento» y sin detenerse a pensar en las «responsabilidades morales» que puedan cabernos frente al otro, ¿son por ello estas relaciones algo totalmente «amoral»? ¿No existe, aún dentro del «amor libre», una suerte de «mínima moral» –hacia los otros y hacia uno mismo– que debe ser respetada? ¿En qué consistiría, concretamente, esa «moral mínima»?

2) Es innegable que la mayoría de los adolescentes y adultos están «biológicamente» preparados para mantener «relaciones amorosas. No obstante, son cada vez más las relaciones de pareja fracasan debido a que uno de los miembros –o ambos– no se encuentran «psíquica y espiritualmente» preparados para «convivir» junto con otro –es claro que quien «no se ha encontrado a sí mismo», jamás podrá «encontrarse con otro». Ahora bien, según tu opinión, ¿qué cosas concretas debería tener «resultas» una persona para «estar en condiciones de» convivir o formar una familia con otra?

3) ¿Qué pensás de la afirmación sostenida por el autor del fragmento en relación a que el amor “sólo se «fortalece» en el juego, cuando se aleja de la seriedad de la vida cotidiana”?

4) Elige la afirmación que te resulte más significativa del fragmento y coméntala.

viernes, 23 de julio de 2010

EL FÚTBOL Y LA FILOSOFÍA.... Para tomarse la vida con filosofía II

¿Vivir o Filosofar? ¿De qué lado estás?


PARA DEBATIR EN TORNO A LA VIRTUD DE LA PRUDENCIA: ¿Vivir o Filosofar?
PRIMER APÓLOGO CHINO (Leopoldo Marechal).
El Ministro X bajo cuya inestable dirección trabajé algún tiempo en el curso de mi aguerrida existencia, oponiéndose una vez a mis opiniones que consideraba él demasiado filosóficas, me dijo:
—Señor, "primero vivir y luego filosofar".
— ¿Está seguro? —le pregunté mirándolo a los ojos.
—Tan seguro —me respondió él— como que está escrito en lengua latina: Primum uiuere, deinde philosophari.
Tras admirarlo en su candidez extrema, le pregunté:
— ¿A Su Excelencia le gustan los apólogos chinos?
Ciertamente, dado su natural pedagógico, a Su Excelencia lo extasiaban los apólogos, chinos o no. Visto lo cual le referí el si­guiente:
El maestro Chuang tenía un discípulo llamado Tseyü, el cual sin abandonar sus estudios filosóficos, trabajaba como tenedor de libros en una manufactura de porcelanas. Una vez Tseyü le dijo a Chuang:
—Maestro, has de saber que mi patrón acaba de reprochar­me, no sin acritud, las horas que pierdo, según él, en abstraccio­nes filosóficas, Y me ha dicho una sentencia que ha turbado mi en­tendimiento.
— ¿Qué sentencia? le preguntó Chuang.
—Que "primero es vivir y luego filosofar" —contestó Tseyü con aire devoto—. ¿Qué te parece, maestro?
Sin decir una sola palabra, el maestro Chuang le dio a Tseyü en la mejilla derecha un bofetón enérgico y a la vez desapasiona­do; tras de lo cual tomó una regadera y se fue a regar un durazne­ro suyo que a la sazón estaba lleno de flores primaverales.
El discípulo Tseyü, lejos de resentirse, entendió que aquella bofetada tenía un picante valor didáctico. Por lo cual, en los días que siguieron, se dedicó a recabar otras opiniones acerca del afo­rismo que tanto lo preocupaba. Resolvió entonces prescindir de los comerciantes y manufactureros (gentes de un pragmatismo tan visible como sospechoso), y acudió a los funcionarios de la Administración Pública, hombres vestidos de prudencia y calza­dos de sensatez. Y todos ellos, desde el Primer Secretario hasta los oficiales de tercera, convenían en sostener que primero era vivir y luego filosofar. Ya bastante seguro, Tseyü volvió a Chuang y le dijo:

—Maestro, durante un mes he consultado nuestro asunto con hombres de gran experiencia. Y todos están de acuerdo con el aforismo de mi patrón. ¿Qué me dices ahora?

Meditativo y justo, Chuang le dio una bofetada en la mejilla izquierda; y se fue a estudiar su duraznero, que ya tenía hojas ver­des y frutas en agraz.
Entonces el abofeteado Tseyü entendió que la Administra­ción Pública era un batracio muy engañoso. Advertido lo cual re­solvió levantar la puntería de sus consultas y apelar a la ciencia de los magistrados judiciales, de los médicos psiquiatras, de los astrofísicos, de los generales en actividad y de los más ostento­sos representantes de la Curia. Y afirmaron todos, bajo palabra de honor, que primero había que vivir, y luego filosofar, si que­daba tiempo. Con mucho ánimo, Tseyü visitó a Chuang y le ha­bló así:

—Maestro, acabo de agotar la jerarquía de los intelectos hu­manos; y todos juran que la sentencia de mi patrón es tan exacta como útil. ¿Qué debo hacer?

Dulce y meticuloso, Chuang hizo girar a su discípulo de tal modo que le presentase la región dorsal. Y luego con geométrica exactitud, le ubicó un puntapié didascálico entre las dos nalgas. Hecho lo cual, y acercándose al duraznero, se puso a librar sus fru­tas de las hojas excesivas que no dejaban pasar los rayos del sol. Tseyü, que había caído de bruces, pensó, con el rostro en la hier­ba, que aquel puntapié matemático no era otra cosa, en el fondo que un llamado a la razón pura. Se incorporó entonces, dedicó a Chuang una reverencia y se alejó con el pensamiento fijo en la ta­rea que debía cumplir.
En realidad a Tseyü no le faltaba tiempo: sujefe lo había des­pedido tres días antes por negligencias reiteradas, y Tseyü conocía por fin el verdadero gusto de la libertad. Como un atleta del racio­cinio, ayunó tres días y tres noches; limpió cuidadosamente su tu­bo intestinal; y no bien rayó el alba, se dirigió a las afueras, con los pies calientes y el occipital fresco, tal como lo requiere la precep­tiva de la meditación.
Tseyü estableció su cuartel general en la cabaña de un eremi­ta ya difunto que se había distinguido por su conocimiento del Tao: frente a la cabaña, en una plazuela natural que bordeaban pe­rales y ciruelos, Tseyü trazó un círculo de ocho varas de diámetro y se ubicó en el centro, bien sentado a la chinesca. Defendido ya de las posibles irrupciones terrestres, no dejó de temer, en este punto, las interferencias del orden psíquico, tan hostiles a una ver­dadera concentración. Por lo cual, en la órbita de su pensamien­to, dibujó también un círculo riguroso dentro del cual sólo cabía la sentencia: "Primero vivir, luego filosofar."
Una semana permaneció Tseyü encerrado en su doble círcu­lo. Al promediar el último día, se incorporó al fin: hizo diez flexio­nes de tronco para desentumecerse y diez flexiones de cerebro pa­ra desconcentrarse. Tranquilo, bajo un mediodía que lo arponeaba de sol, Tseyü se dirigió a la casa de Chuang, y tras una reverencia le dijo:

—Maestro, he reflexionado.

— ¿En qué has reflexionado? —le preguntó Chuang.

—En aquella sentencia de mi ex patrón. Estaba yo en el cen­tro del círculo y me pregunté: "¿Desde su comienzo hasta su fin no es la vida humana un accionar constante?". Y me respondí: "En efecto, la vida es un accionar constante". Me pregunté de nuevo: "¿Todo accionar del hombre no debe responder a un Fin inteli­gente, necesario y bueno?" Y me respondí a mí mismo: 'Tseyü, di­ces muy bien". Y volví a preguntarme: "¿Cuándo se ha de meditar ese Fin, antes o después de la acción?" Y mi respuesta fue: "ANTES de la acción; porque una acción libre de toda ley inteligente que la preceda va sin gobierno y sólo cuaja en estupidez o locura". Maestro, en este punto de mi teorema me dije yo: "Entonces, pri­mero filosofar y luego vivir".

Tseyü no aventuró ningún otro sonido. Antes bien, con los ojos en el suelo, aguardó la respuesta de Chuang, ignorando aún si tomaría la forma de un puntapié o de una bofetada. Pero Chuang, cuyo rostro de yeso nada traducía, se dirigió a su duraz­nero, arrancó el durazno más hermoso y lo depositó en la mano temblante de su discípulo.

Tal es el apólogo que le referí al Ministro X.

—No lo conocía—me dijo—. ¿En qué selección china figura esa historia?

—En ninguna —le respondí—: acabo de inventaría. El Ministro X me hizo llegar sus felicitaciones; y ordenó, ba­jo cuerda, mi primer "descenso" en el escalafón administrativo.

LA VIRTUD DE LA PERSEVERANCIA Y LA LABORIOSIDAD... Reflexión a cargo del Filósofo y Pedagogo David Isaacs

LA VIRTUD DEL ORDEN... Reflexión a cargo del Filósofo y Pedagogo David Isaacs

LA VIRTUD DE LA COMPRENSIÓN... Reflexión a cargo del Filósofo y Pedagogo David Isaacs

LA VIRTUD DE LA FORTALEZA...Reflexión a cargo del Filósofo y Pedagogo David Isaacs

LA VIRTUD DE LA JUSTICIA... Reflexión a cargo del Filósofo y Pedagogo David Isaacs

LA VIRTUD DE LA PRUDENCIA....Reflexión a cargo del Filósofo y Pedagogo David Isaacs

LA VIRTUD DE LA AMISTAD.... Reflexión a cargo del Filósofo y Pedagogo David Isaacs

LAS VIRTUDES HUMANAS: Una Introducción por el Filósofo y Pedagogo David Isaccs

LA "CUMBIA FILOSÓFICA"...Para tomarse la vida con filosofía

jueves, 22 de julio de 2010

LA AMISTAD: Una reflexión


Acerca de cómo lavar bien los platos sucios:



Frecuentemente se ha sostenido, en el ámbito propio de la especulación teórica, que la amistad encuentra su fundamento en la coincidencia de dos o más personas en «algo» –puede ser la pasión común por un deporte, un tipo de música, una fe religiosa o una disciplina científica‒ que mutuamente los une y los trasciende (la amistad es concebida como una forma de comunicación existencial y espiritual que «trasciende» a los sujetos que la viven en la medida en que aquello que los acerca es algo diferente de ellos mismos). No obstante, hay muchos que actualmente rechazan esta «forma tradicional» de comprender este vínculo, en razón de que se saben poseedores de «fuertes lazos de amistad» y, sin embargo, no experimentan en su vida «motivación» por cuestión particular  alguna
 

“Yo tengo grandes amigos, tipos de «fierro» con los que no necesito ponerme a charlar cuestión filosófica alguna; simplemente «estamos juntos», compartimos una comida y nos contamos como marchan nuestras cosas. No esperamos recibir del otro «grandes consejos», ni tampoco nos molestamos en darlos: ¿quién puede decir que «la tiene clara» en algo? Eso sí, cuando el otro nos necesita, no importa la hora ni el día, allí estamos. No somos amigos porque nos unió el gusto por la literatura flamenca del siglo XIV, somos amigos porque de pura casualidad una ex- novia nos presentó en un cumpleaños y como yo andaba buscando justamente comprarme una moto, se dio la casualidad que justo él vendía una. Tampoco nos molestamos en preguntarnos en qué se distingue sustancialmente la amistad del amor que uno siente por otras personas: que se yo, con mi mujer me acuesto y con mi amigo evidentemente no; a mis viejos simplemente no le ando contando mis quilombos; con mi hermano resulta medio difícil hablar porque su mujer lo tiene medio dominado”.  


Es evidente que todos tenemos derecho a llamar «amigo» a quien nos plazca. Y verdad es que nadie tiene derecho a postular algo así como una «Teoría oficial de la amistad» que nos imponga, «desde afuera», a quienes debemos llamar amigos y a quienes no. Parece claro también que la mayoría de las personas de hoy no poseen una definida pasión por alguna cosa a la que, digámoslo así, consagren su vida. Por ende, es raro que una amistad pueda, en el presente, fundarse en ese tipo cuestiones.


“Las cartas de la vida están echadas: hay injusticia, enfermedad, inseguridad, fanatismos, odios y, por más que uno dedique enteramente su vida a «algo importante», difícilmente pueda cambiar las cosas. Más vale «pasarla lo mejor posible» y disfrutar de las pocas cosas buenas que nos han dejado. Total, a la corta o a la larga, todos vamos a «ir a jugar al otro lado del patio»”.


No es este el momento de detenernos a debatir si es o no valioso para un ser humano el descubrir alguna actividad (sea un estudio particular, una fe religiosa, un deporte, etc.) en la cual pueda consagrar enteramente su existencia. Importa aquí sobre todo pensar en qué puede sostenerse una amistad en una época en la que nadie cree en que fue creado para «hacer algo en esta vida» y, al mismo tiempo, han perdido «valor» los llamados fines trascendentes (son raras las personas que quieren llegar a ser ‘el mejor médico del mundo’; pocos son los que piensan que la religión ‘sirve para algo’; y con respecto al deporte, lo cierto es que la mayoría fracasa en su intento de volverse una estrella en una disciplina). Quizá –en lo que a la amistad se refiere– lo único que continúe teniendo auténtico sentido es la posibilidad que nos brinda de comunicar y compartir el «yo» de cada uno. No seremos grandes científicos, ni sujetos destacados en el mundo del espectáculo; es probable que nunca hayamos estudiado nada a fondo; aún así, es imprescindible que lleguemos a comprender que nuestro «yo» es irrepetible y que, aún cuando no estemos destinados a cambiar el mundo, tenemos algo importante que comunicar a los otros: somos únicos y única es nuestra forma de ver el mundo. De ahí la necesidad de procurar conocernos, de intentar ser «amigos de nosotros mismos» a fin de descubrir cuántas cosas maravillosas podemos dar a los demás.  Alguien podrá replicar que esto lo podemos hacer no solamente con los amigos, sino también con nuestra pareja y con nuestros más íntimos familiares (o también, por qué no, con quien se nos dé la gana). Bueno quizá ello suceda porque la amistad se fundamenta en un «compartir espiritual del propio ser» (del yo único en el que se encuentra también, aunque no solamente, el amor o la dedicación que podamos tener por una actividad o un estudio concreto) que está llamado a «insertarse» en todas las formas de auténticos amores. Quizá lo más importante sea que no renunciemos a conocernos profundamente a nosotros mismos y que adquiramos la generosidad compartir con quienes amamos la intimidad de nuestra existencia.



“Luego del habitual asado de los miércoles, la mayoría había tenido que abandonar el truco a mitad de camino porque la discusión sobre el partido de  futbol del domingo se había alargado más de lo debido y, al otro día, todos tenían que ir a laburar temprano. Yo, que laburaba de tarde, me ofrecí a quedarme con el dueño de casa a terminar de limpiar los platos.  Eso era lo malo de no invitar a las mujeres –porque cuando ellas están, por más que uno no intente ser machista, siempre alguna se ofrece para acomodar las cosas. Me serví media copa de tinto y junté coraje; luego, mientras manoteaba un repasador de la cómoda, me acerqué a Ezequiel que ya estaba dándole duro a la ‘mortimer’ y no sé porqué le dije que era muy bueno para mí todo lo que compartíamos. Él, hizo como un primer intento mecánico de responderme algo así como que me dejara de ‘boludeses’, pero algo lo obligó a detenerse y me respondió que el juntarse con nosotros era una de esas cosas que le hacían «agradable» la vida. Quizá el tinto y la intimidad en torno a la desgracia (los platos eran muchísimos) hizo que nos soltáramos y habláramos de un montón de cosas de las que teníamos miedo y eran importantes para nuestra vida. Hoy muchos de nuestros compañeros nos cargan porque casi todos los miércoles nos ofrecemos a quedarnos voluntariamente a lavar la vajilla”.

Maximiliano

LIMONES O LIMONADA?

Fragmento extraído del artículo "FELICIDAD: SOBERANO BIEN" del Diccionario Filosófico de Voltaire

"Supongamos que Arquímedes tiene una cita por la noche con su amante y Nomentano tiene la misma cita con la misma mujer y a la misma hora. Arquímedes se presenta y le echan la puerta en las narices; pero abren la puerta a su rival, entra en la casa y cena opíparamente con la susodicha mujer. Durante la cena Nomentano se burla de Arquímedes y goza de su querida, mientras que éste se queda en la calle, expuesto al frío, a la lluvia y al granizo. No cabe duda que Nomentano goza de más placer que Arquímedes; pero es preciso observar que esto será suponiendo que apesadumbre a Arquímedes no haber cenado bien, y que le desprecie y engañe una mujer hermosa; que le suplante su rival y tener que sufrir la lluvia, el granizo o el frío. Porque si el filósofo que se queda en la calle reflexiona y comprende que no deben perturbar su alma una prostituta ni el mal tiempo, y se va a su gabinete y se ocupa en resolver un hermoso problema y descubre la proporción del cilindro y de la esfera, puede experimentar un placer superior cien veces al que experimentó Nomentano".

LA NOCION DE FELICIDAD EN VOLTAIRE: (Lectura y actividades)

FELICIDAD: “SOBERANO BIEN” (Fragmento extraído del Diccionario Filosófico de Voltaire- Lectura y actividades)

La felicidad es una idea abstracta, que se compone de algunas sensaciones de placer. Platón, que escribía mejor que raciocinaba, inventó su «mundo arquetipo», esto es, un mundo original, con sus ideas generales sobre el bien, sobre lo bello, sobre el orden y sobre lo justo, como si existieran seres eternos que se llamaran «orden», «bien», «bello» y «justo», de los que derivasen como imperfectas copias lo que en el mundo nos parece justo, bello y bueno.
Después de la época de Platón, los filósofos se han esforzado en buscar el «soberano bien», como los químicos buscaban la piedra filosofal. Pero el soberano bien no existe, y las investigaciones que se hicieron para encontrar un ideal quimérico perjudicaron a la filosofía durante mucho tiempo. Los animales experimentan placer cuando realizan sus funciones naturales. La dicha soñada debía consistir en una «serie no interrumpida de placeres»; pero esa serie es incompatible con nuestros órganos y nuestro destino. Produce placer la comida y la bebida, como lo produce la unión de los dos sexos; pero es evidente que si el hombre estuviera comiendo siempre y pasara la vida en el éxtasis del goce, sus órganos no podrían resistir estos placeres excesivos ni podrían cumplir su «misión en la vida», y el placer en tal caso mataría al género humano.
Pasar continuamente sin interrupción de un placer a otro es también otra quimera. Es indispensable que la mujer que concibe un hijo, luego lo para, lo que le produce dolor; es indispensable que el hombre corte la madera y talle la piedra, y esto tampoco es un placer. Si se da el nombre de felicidad a «algunos» placeres que de vez en cuando se encuentran en la vida, la felicidad existe en el mundo; pero si se da este nombre al placer permanente o a la serie continua y variada de sensaciones deliciosas, la felicidad no existe en el globo terráqueo, y hay que buscarla en otras partes.
Si llamamos felicidad a cierto estado en que se encuentra el hombre, como por ejemplo, cuando alcanza el colmo de la fortuna, del poder o de la fama, también nos equivocamos al llamarle feliz, porque existen carboneros que son más felices que los reyes. Si se le hubiera preguntado a Cromwell si era más feliz siendo protector que yendo a la cervecería durante su juventud, probablemente hubiera contestado que gozó mucho más entonces que en la época de su tiranía. Muchísimas mujeres de la clase baja viven más satisfechas y contentas que vivieron Elena y Cleopatra.
Pero en estos casos conviene observar que cuando decimos que es probable que un hombre sea más feliz que otro, que un joven arriero lleve ventaja en esto a Carlos V, que una tendera de modas viva más satisfecha que una princesa, debemos concretarnos a decir que es «probable». Aparentemente aparece que el arriero joven que tiene buena salud debe vivir más contento que Carlos V atormentado por la gota; pero también puede suceder realmente que, aunque Carlos V vaya apoyado en un bastón, goce recordando que consiguió tener prisionero a un rey de Francia y a un Papa, y viva más feliz que el joven y vigoroso arriero. Sólo es dado a Dios, que penetra en todos los corazones, decidir qué hombre es el más feliz. Únicamente en un caso puede el hombre afirmar que su estado «actual» es peor o mejor que el de su prójimo: este caso es el de la rivalidad en el momento de la victoria.
Supongamos que Arquímedes tiene una cita por la noche con su amante y Nomentano tiene la misma cita con la misma mujer y a la misma hora. Arquímedes se presenta y le echan la puerta en las narices; pero abren la puerta a su rival, entra en la casa y cena opíparamente con la susodicha mujer. Durante la cena Nomentano se burla de Arquímedes y goza de su querida, mientras que éste se queda en la calle, expuesto al frío, a la lluvia y al granizo. No cabe duda que Nomentano goza de más placer que Arquímedes; pero es preciso observar que esto será suponiendo que apesadumbre a Arquímedes no haber cenado bien, y que le desprecie y engañe una mujer hermosa; que le suplante su rival y tener que sufrir la lluvia, el granizo o el frío. Porque si el filósofo que se queda en la calle reflexiona y comprende que no deben perturbar su alma una prostituta ni el mal tiempo, y se va a su gabinete y se ocupa en resolver un hermoso problema y descubre la proporción del cilindro y de la esfera, puede experimentar un placer superior cien veces al que experimentó Nomentano.
Sólo, pues, en el caso del placer y del dolor actual puede compararse la suerte de dos hombres, haciendo abstracción de todo lo demás. Es indudable que el que goza de su querida es más dichoso en aquel momento que el rival despreciado que lamenta su mala suerte. El hombre sano que goza de buena salud y se come una perdiz tiene indudablemente un momento preferible al que pasa el que está sufriendo un cólico; pero no podemos comparar más allá con seguridad; no podemos valuar el ser de un hombre con el ser de otro, porque carecemos de balanza para pesar los deseos y las sensaciones.
Empezamos este artículo citando a Platón y haciendo reflexiones sobre su «soberano bien» y lo terminaremos transcribiendo la célebre frase de Solón el Sabio: «No se debe llamar dichoso a nadie antes de su muerte» En el fondo, este axioma es una puerilidad, como uno de los muchos apotegmas que la antigüedad consagró. El «instante» de la muerte no tiene nada que ver con la suerte que nos cupo en vida. Podemos perecer por muerte violenta e infame, y haber disfrutado hasta entonces todos los placeres de que es susceptible la naturaleza humana. Es posible, y ordinariamente acontece, que el hombre que es feliz deje de serlo; pero no por eso dejará de tener sus momentos de dicha. ¿Significa la frase de Solón que no es seguro que el hombre que hoy disfruta de placeres los disfrute mañana? Si esto significa, sienta una verdad tan incontestable y tan trivial, que no vale la pena decirla.
El bienestar se encuentra raras veces. El «soberano bien» debe considerarse como una «soberana quimera». Los filósofos griegos discutieron extensamente esa cuestión. Cuando los veo empeñados en tal porfía, me parece que estoy viendo mendigos que hacen cálculos sobre la piedra filosofal. Cada hombre cifra su felicidad en una cosa diferente. Para cada mortal, el «supremo bien» consiste en «lo que le deleita tan imperiosamente», que le hace ser impotente para tomar con calor todo lo demás de la vida. Como el supremo mal es el que consigue privarnos de todos los demás sentimientos. Esos son los dos extremos de la naturaleza humana, que duran cortos momentos, porque no hay delicias extremas ni tormentos extremos que puedan durar toda la vida. El soberano bien y el soberano mal son, pues, dos quimeras.
Es oportuno citar aquí la hermosa fábula de Crautor, el que hace comparecer en los juegos olímpicos la Riqueza, la Voluptuosidad, la Salud y la Virtud, y cada una de ellas solicita el premio de la manzana de oro. La Riqueza dice: «Yo soy el soberano bien, porque puedo comprar todos los demás bienes.» La Voluptuosidad dice: «Gano yo la manzana, porque sólo se desean riquezas para poseerme.» La Salud asegura que sin ella no puede gozarse de la voluptuosidad y la riqueza es inútil; por fin, la Virtud alega que es superior a las otras tres, porque con oro, con placeres y con salud puede el hombre ser miserable si obra mal. La Virtud ganó el premio.
Esa fábula es ingeniosa, y lo sería más si Crautor hubiera dicho que el «soberano bien» consiste en «reunir» las cuatro rivales: Virtud, Salud, Riqueza, Voluptuosidad. Pero esta fábula no resuelve ni puede resolver la cuestión absurda del soberano bien. La virtud no es un bien, es un deber; es de un género diferente y de un orden superior, y no tiene «nada de común con las sensaciones placenteras o dolorosas». El hombre virtuoso que sufre el mal de piedra o el mal de gota, que se encuentra sin apoyo, sin amigos, privado de lo necesario y encadenado por un tirano voluptuoso que goza de buena salud, es muy desgraciado. Y el perseguidor insolente que acaricia a la nueva querida en su lecho de púrpura es muy feliz. Decid que el sabio perseguido es preferido a su indigno perseguidor; decid que amáis a aquél y que detestáis a éste; pero confesad que el sabio que arrastra cadenas, rabia. Y si el sabio no reconoce lo que digo, trata de engañaros y es un charlatán.

Actividades áulicas:

1) Explica, lo más completamente que te sea posible, cuál es la noción de «felicidad» asumida por el autor y expone luego tu opinión personal sobre ella.

2) ¿A qué parte del fragmento podría aplicarse la siguiente afirmación: “si la vida te da «limones» puedes «agriarte» o bien «hacer limonada»?

3) (i) ¿Qué opinión tiene Voltaire en relación a la afirmación –asumida por la tradición filosófica precedente– que sostiene la existencia de un «bien supremo» para el hombre? (ii) Explica cómo entiende el autor la noción de «bien supremo». (iii) ¿Podría entenderse dicha noción de otra forma? (Discute con tus compañeros una forma distinta de entender esta noción).

4) Aún cuando coincidas con la concepción que Voltaire tiene de la felicidad, intenta –mediante la construcción de argumento– refutar su posición.