miércoles, 10 de noviembre de 2010

EL ORDEN COMO VIRTUD


La virtud del Orden:

Descripción inicial:

«Se comporta de acuerdo con unas normas lógicas, nece­sarias para el logro de algún objetivo deseado y previsto, en la organización de las cosas, en la distribución del tiempo y en la realización de las actividades, por iniciativa propia, sin que sea necesario recordárselo».

Introducción:


El desarrollo de la virtud del orden, como todas las virtu­des, tiene dos facetas: la intensidad con la que se vive y la rec­titud de los motivos al vivirla. Ocurre, en ocasiones, que el or­den llega a ser un fin y convendría aclarar, desde el principio, que esta virtud debería ser gobernada por la prudencia.

Aunque en la descripción inicial nos hemos referido al dónde, cuándo y cómo de cualquier actuación, hay un aspec­to del orden que habría que aclarar previamente. Me refiero al orden en la jerarquía de los mismos objetivos de mejora plan­teados. Si se entiende el orden en la familia como algo necesa­rio para conseguir una convivencia adecuada entre todos es muy diferente que considerarlo como una necesidad derivada de una manía de los padres de familia. El desarrollo del orden nunca debe alcanzar unos límites en que no cabe el ejercicio es­pontáneo del amor y la comprensión. No se trata de estructurar la vida en todos sus aspectos sino de establecer lo mínimo para poder perse­guir unos objetivos de mucho valor. Y eso es ser prudente.
Para poder actuar de un modo ordenado hace falta tam­bién una estructura mental ordenada. Sin embargo, como pa­dres de familia es difícil observar esto en nuestros hijos. Es más operativo considerar los resultados de este orden mental. En este sentido, podremos observar cómo los hijos organizan sus cosas, cómo realizan y distribuyen sus actividades y eso en muchos campos distintos. Podemos observarles, por ejemplo, en su trabajo; en el juego; en sus relaciones con los demás. Y si queremos afinar más, en su modo de expresarse oralmente y por escrito, en su modo de preparar­se para salir de casa, en su modo de entrar en casa, etc., etc.


La observación permite a los padres saber lo que está pa­sando con sus hijos, pero no deberían olvidarse, por otra par­te, de observar su propia situación. El ejemplo siempre es im­portante. Quizá vendría bien aclarar lo que queremos decir por «ejemplo», referido a la virtud del orden:

Algunos padres creen que no pueden educar a sus hijos en relación con esta virtud, porque ellos mismos no son orde­nados. Pero no es así. De hecho, los padres educan a sus hijos principalmente en las cosas en que ellos están intentando su­perarse, en las cosas en que tienen que esforzarse para mante­ner un nivel adecuado. Por otra parte, los padres que, por na­turaleza, son muy ordenados no comprenden, a veces, cómo su cónyuge o sus hijos no lo son también. Consideran que el orden debería existir ya de por sí en cada persona y, si no exis­te, la causa no puede ser más que la comodidad y la pereza. Todos somos diferentes y los padres tienen que aprender a aceptar a sus hijos tal como son. Se trata de estimularles luego en su lucha de superación.


El ejemplo en el orden es bueno con tal de que los niños en­tiendan el porqué de los esfuerzos de sus padres, y que estos esfuerzos tengan realmente algún sentido. Ya hemos dicho que el orden por el orden no es justificable y los padres de familia tendrán que plantearse, en principio, para qué quieren orden y cuál es el grado suficiente. Si el ejemplo de lucha es lo que más educa, no por ello deberíamos olvidarnos del ejemplo del or­den establecido, no ya en las personas, sino en lo que han he­cho. Es importante para los hijos el ambiente de orden que pue­de haber en la casa. El orden está muy relacionado con la limpieza, y si la madre de familia no se preocupa de limpiar la casa, de que los hijos lleven ropa limpia, etc., es poco probable que sean ordenados. Por eso, la limpieza personal es tan im­portante por razones de higiene, pero también como prepara­ción para permitir a las personas interesarse por el orden.
El orden, si está gobernado por la prudencia, debería per­mitir a los padres manejarse con unas normas lógicas sin ha­cer de sus casas unos escaparates de tienda, ni un museo. Queremos que nuestros hijos tengan estilo personal, pero que también respeten a los demás, convivan con los demás. Así se trata de desarrollar la virtud del orden sin excesos, sabiendo que hace falta especificar dónde, cuándo y cómo.

La distribución del tiempo


Uno de los problemas más importantes que encontramos en relación con la distribución del tiempo es saber lo que es importante y lo que es urgente y, a continuación, no sacrificar continuamente lo importante a lo urgente. Los padres pueden saber que es enormemente importante hablar con sus hijos para conocerles, para mostrar su interés en lo que están ha­ciendo, etc. Sin embargo, surgen un sinfín de pequeñas nece­sidades, urgencias, que impiden, en principio, esta atención. Si es difícil para los padres, seguro que será difícil para los hi­jos. Sin embargo, habrá que enseñar a los hijos a ordenar sus actividades en el tiempo, de acuerdo con lo que es prioritario en cada momento.
Principalmente, se trata de coordinar el desarrollo de unas actividades rutinarias de todos los días con las activida­des que tienen un desarrollo continuo en un tiempo determi­nado. Por ejemplo, todos los días los chicos tienen que cenar. Sin embargo, puede que estén realizando unas tareas enco­mendadas por un profesor justo en el momento en que la ma­dre quiere que cenen. Existen dos posibles criterios en este momento. Lo importante es cenar ahora para conseguir una convivencia adecuada en la familia. La madre no puede pre­parar la cena de cada niño justo en el momento en que él quie­re. O lo importante es el trabajo del hijo y la cena debería ser supeditada a esta necesidad.
El sentido común nos llevará a ver que es necesario esta­blecer unas normas lógicas para coordinar las dos posturas. Estas normas serán resultado de haber considerado la natura­leza de la actividad que hay que realizar. Quizá nos ayudará pensar en cinco tipos de actividades:

1)   Actividades que hay que realizar en un momento es­pecífico y regularmente.


2)   Actividades que necesitan un tiempo seguido específi­co para realizarlas.



3)   Actividades que necesitan bastante tiempo para realizarse, pero que no requieren que sea seguido.

4)   Actividades de duración variable que pueden colocar­se en cualquier momento.


5)   Actividades periódicas, pero no frecuentes o activida­des ocasionales a realizar en una fecha dada.


En la vida de familia se debería informar en primer lugar a los hijos sobre las actividades que hay que realizar en un momento determi­nado. Este «momento» no se refiere necesa­riamente a la hora del reloj. Por ejemplo, los niños pueden sa­ber que tienen que dejar todo para comer cuando su madre les llama. Pueden saber que tienen que guardar sus juguetes en el momento de terminar el juego. En este sentido, se puede lle­gar a unas «cadenas» de sucesos que ayudarán especialmente a los niños pequeños. Por ejemplo, al llegar del colegio para comer saben que: 1) Saludan a sus padres; 2) Cuelgan el abri­go; 3) Lavan las manos; 4) Acercan las sillas a la mesa; 5) Se sientan a la mesa dispuestos a comer. Otra «cadena» podría existir a la hora de acostarse.
Para que estos momentos sean respetados por los hijos, se tratará de exigirles esto cuando no se interrumpa la continui­dad de otra actividad. Y que, en lo posible, se exijan las mis­mas cosas más o menos a la misma hora, aunque también hay que aceptar que muchas veces no puede ocurrir así y debemos todos aprender a ser flexibles.
En el segundo tipo de actividad se trata de prever el mejor momento y respetarlo. Además, es lógico que habrá más posi­bilidades de cumplir si se las coloca en primer lugar. Siempre sur­gen imprevistos y las actividades que necesitan un tiempo con­tinuado para su realización no son compatibles con estas cosas urgentes. En la educación de los hijos habrá que enseñarles a reconocer la conveniencia de localizar estos tiempos. Un caso que reconocerán las madres es ése en que sus hijos, quizá con gran empeño, empiezan a ordenar todas sus posesiones. Sin embargo, media hora más tarde comienza su programa favori­to en la televisión. Dejan la tarea a medio hacer, y a menos que sus padres sean muy exigentes no la terminan. Mejor sería mostrarles que hay actividades que cuestan tiempo y hay que prever el tiempo necesario. De este modo desarrollan su capa­cidad de relacionar el tiempo con sus actividades y serán más sensibles a lo que exige cada actividad. Serán ordenados.
El tercer tipo de actividad requiere que los hijos sepan re­cordar y que sepan guardar el objeto de atención de tal modo que sea factible volver a empezar. Leer un libro supone que el hijo recuerde que está leyendo un libro y que sepa dónde lo ha dejado. El orden en este sentido está muy relacionado con la perseverancia, porque hay algunas actividades que pueden durar mucho tiempo. Coleccionar sellos no sólo supone saber colocar los sellos bien en el álbum, sino también encontrar al­gunos momentos para poder colocarlos. Aprender a tocar la guitarra supone prever tiempo para practicar, etc.
Las actividades de duración variable que pueden colocar­se en cualquier momento nos ofrecen muchas dificultades. Es­cribir una carta, aunque sólo cueste quince minutos, puede llegar a ser un motivo de preocupación durante semanas. La limpieza de los zapatos por parte de los niños si no hay un momento establecido para tal tarea, puede acabar siendo una actividad realizada únicamente cuando los padres se ponen firmes. Solemos llenar el tiempo «libre» con lo más atractivo o lo más urgente. Además, suele ganar lo atractivo. Por eso, es útil saber que el desarrollo de la virtud del orden supone co­locar las cosas menos agradables, pero necesarias en primer lugar, cuanto antes. De lo contrario, es probable que nos «olvi­demos» de ellas.
Por último, las actividades periódicas, pero no frecuentes, o actividades ocasionales a realizar en una fecha dada, ofrecen la dificultad de recordarlas a tiempo. Me refiero a: felicitar el cumpleaños, acudir a una cita, entregar un trabajo, visitar a un amigo, etc. Hay pocas personas que tengan una memoria tan buena que no necesiten de alguna ayuda. La solución fácil es utilizar una agenda. Digo «fácil», aunque a algunas personas les cuesta apuntar estas cosas en primer lugar, y todavía más utilizar la agenda luego. Como en todos los hábitos es mucho más fácil comenzar desde joven. Por eso es útil enseñar a los hijos a utilizar una agenda.
En todo lo que hemos dicho respecto a la distribución del tiempo, los padres pueden exigir e informar a sus hijos. Los hábitos se consiguen principalmente por la exigencia en pri­mer lugar aunque para que los adolescentes sigan escorzándose y para que los padres tengan que exigir menos, los hijos tendrán que comprender por qué es importante distribuir su tiempo de un modo razonable para la eficacia personal y para no molestar ni disgustar a los demás.

La organización de las cosas



Otro aspecto del orden es la colocación de las cosas de acuerdo con unas normas lógicas, que en este caso quiere de­cir de acuerdo con la naturaleza y función del objeto. Este or­den tiene dos finalidades: guardar las cosas bien, para que no se estropeen, y guardarlas razonablemente para que se pue­dan encontrar en el momento oportuno y para que estén en el lugar adecuado al utilizarlas.
En la organización de las cosas nos encontramos con dos tipos de exigencias. Los padres quieren que sus hijos coloquen las cosas de uso general —que afectan a los demás— en su si­tio, y por otra parte, quieren que organicen sus propias pose­siones de un modo razonable, aunque no influyan sobre los demás miembros de la familia.

¿Cómo se puede conseguir que los hijos guarden las cosas en su sitio sin recordárselo? En primer lugar, aunque parece una perogrullada, las cosas necesitan tener su sitio. A conti­nuación, habrá que ser muy paciente y muy perseverante en la exigencia. No hay recetas en la educación familiar, y en este asunto, que suele molestar mucho, no hay más remedio que insistir. De todas formas, podríamos sugerir algunas ayudas, que en alguna familia pueden tener éxito con algún hijo, y en otra, no.
Hemos dicho que los hijos tienen que conocer los sitios en que se guardan las cosas, pero también convendrá decirles cuándo tienen que devolver el objeto en cuestión con preci­sión. Lo normal es indicarles «cuando termines hay que devolverlo». La palabra «terminar» no es concreta para el niño. Mejor sería preguntarle qué va a hacer con las tijeras, por ejemplo, y cuando ha explicado, decirle «cuando termines de recortar la figura, antes de pegarla, las devuelves a su si­tio».
Otra posibilidad es la sanción-castigo. Si el niño no ha de­vuelto la cosa a su sitio, no dejarle utilizarla la próxima vez. Sin embargo, esto es un arma de doble filo, porque puede ser que sin ella no pueda cumplir bien con sus tareas, por ejem­plo.
En total, parece que la solución mejor es la de conseguir un ambiente general entre todos los miembros de familia para po­ner las cosas en su sitio. Si cada uno se reconoce responsable para devolver cualquier cosa a su sitio, aunque no la haya saca­do él, estamos consiguiendo el orden en la casa y también el desarrollo de la responsabilidad de cada hijo en favor de la fa­milia. Precisamente en este terreno es donde fallan los llamados encargos. Si cada hijo tiene uno o varios encargos es posi­ble que se esfuerce mucho en cumplir porque es un encargo, no porque se sienta responsable de lo que ocurra en la familia. Sin encargos, pero exigiendo una colaboración continua de todos, se puede conseguir una situación en que todos se sientan res­ponsables y, además, corrijan a sus hermanos cuando no cum­plan. En todo caso, como siempre ocurre en el campo de los medios, cada familia tendrá que ver lo que le va mejor.
En lo que se refiere a la colocación de los objetos persona­les nos interesa que aprendan los hijos a hacerlo teniendo en cuenta la naturaleza y la función de los objetos en cuestión. En principio, el orden para un niño pequeño puede ser meter todo dentro del armario y cerrar la puerta. Al abrir la puerta su madre encuentra que todo cae al suelo. De hecho, los niños van desarrollando su propio sentido de lógica y de repente se ve que guardan todos los coches juntos, todas las muñecas juntas, o que han ordenado los libros con los más grandes a un lado y los más pequeños al otro. Es mucho más importante que los niños aprendan a ordenar las cosas por su cuenta, en todo caso con una orientación de sus padres, a que lleguen a imitar ciegamente el concepto de orden que tienen sus padres. Por eso se tratará de exigirles que sus cosas estén ordenadas, pero no de acuerdo con los propios criterios.
Para que los niños aprendan a ordenar sus cosas bien se puede invitar a los hijos a participar en actividades de orden de los padres. Que ayuden a ordenar los libros de la bibliote­ca, que ayuden a limpiar y a ordenar los utensilios en la coci­na, que estén observando cuando se hace la maleta, etcétera. Y, en segundo lugar, se puede pedirles que razonen el porqué de su propio «sistema» de ordenar las cosas para que capten el interés que tiene el encontrar el lugar más adecuado para que no se estropee ese objeto, para poder encontrarlo en se­guida, y para que esté a mano en el lugar donde se va a utili­zar.

La realización de las actividades

Para ser ordenado no sólo hace falta colocar las cosas bien, sino también utilizarlas bien. No podemos decir que un niño que rompe intencionadamente un juguete es ordenado, aunque guarde luego las piezas rotas. Sin embargo, tampoco se trata de llegar al otro extremo en que el niño juega estricta­mente de acuerdo con el fin previsto para ese juguete, o en que sólo juega cada vez con una cosa, por ejemplo.
Al realizar actividades que tienen como finalidad princi­pal distraer, aunque también puedan ser educativas, no debe­mos exigir un comportamiento rígido. Más bien se tratará de evitar el mal uso de estos objetos, sin impedir al niño desarro­llar su imaginación con su uso. Por eso, simular que un para­guas es una escopeta no resulta una falta de orden; utilizar un paraguas para abrir un cajón que se ha atascado, sí, porque puede estropearse.
Los padres, al educar a sus hijos en la virtud del orden, tendrán que distinguir entre objetos que, para su utilización razonable, necesitan unas reglas del juego, y otros que per­miten, por su misma naturaleza, una interpretación más am­plia. Utilizar los objetos ordenadamente en la práctica puede significar enseñar a los hijos cómo usar un ordenador; cómo telefonear; cómo pegar unas fotos en un álbum; cómo utilizar tijeras; cómo arreglar un enchufe roto, etc. En cada caso exis­ten unas reglas para que los hijos lleguen a utilizar el obje­to en cuestión adecuadamente. Si no lo hicieran así, podría romperse el objeto o ser peligroso. Veremos que este tipo de enseñanza no sólo se centra en cosas ajenas a la persona, sino también en su propio ser. Es decir, tienen que aprender a uti­lizar bien su inteligencia, su afectividad, su cuerpo de acuer­do con unas reglas del juego, unos principios, porque si no lo hacen puede ocurrir que acaben utilizando su inteligencia para destruir algo bueno. Si no tenemos cuidado en enseñar el correcto uso de todo lo que poseen los hijos, sus mismas cualidades y capacidades pueden acabar dañándose o creando situaciones perjudiciales para el propio interesado.
Pero hemos dicho que hace falta distinguir entre los obje­tos que necesitan de una normativa clara para su uso y otros que no lo necesitan tanto. Utilizar unos libros para hacer un castillo le parecerá desordenado a alguna persona, mientras que a otra no le importará, porque prefiere que el niño se dis­traiga con los libros con tal de no romperlos. Evidentemente, estamos contando con dos criterios: el grado en que el objeto puede recibir algún desperfecto, y el grado en que puede ser peligroso para el niño o para los demás. Sin embargo, también habrá que considerar otro criterio: el grado de aprovecha­miento que se consigue de este objeto.
En la vida cotidiana, los padres suelen enseñar a sus hijos a utilizar bien sus cosas, especialmente si entienden la impor­tancia de que sean sobrios. Si no se entiende que se trata de que los hijos aprendan a utilizar cualquier objeto adecuada­mente, aunque los padres tengan dinero para sustituir cual­quier objeto que se rompe, es lógico que ni el orden ni la so­briedad tendrán sentido para los hijos.
El orden que se exige a los hijos en relación con sus pose­siones es una preparación adecuada para que aprendan a uti­lizar sus propias capacidades y cualidades en beneficio de la familia de la cual son miembros y en pos del bien común en todos los ámbitos en los que participen. Difícilmente puede ha­ber un orden interior en la persona si no existe un cierto orden exterior. De hecho, las personas que no consiguen vivir el orden exterior pueden encontrarse con llamadas constantes de su con­ciencia, que no está haciendo más que avisarles de una falta de orden en la relación entre lo que aspiran alcanzar y su modo perso­nal de vida.

Consideraciones finales

Cuando los niños son pequeños, los padres tendrán que exigirles mucho para que cumplan con una serie de activida­des relacionadas con la virtud del orden. En principio, los ni­ños cumplirán por obediencia aunque también reconocerán el sentido de sus actos si los padres se preocupan de orientarles de acuerdo con la finalidad que buscan. Para obedecer activa­mente —no sólo por no tener más remedio que obedecer—, los hijos necesitan de una información clara sobre lo que se es­pera de ellos. Los padres tendrán que exigir a sus hijos, pero también habrán de informarles sistemáticamente. Algunas pautas para esta sistematización se encuentran en las páginas anteriores. Es decir, los padres que exigen a sus, hijos que sean ordenados, desordenadamente, no encontrarán tal vez resul­tados muy positivos.
El peligro para los padres (y educadores) radica en el desorden en el mo­mento de exigir, y también en exigir en algunos aspectos y en otros no. Todos solemos tener unas zonas de pasividad en re­lación con el orden. Alguno escribirá una carta lógica y siste­mática, pero dejará su ropa repartida por el suelo al acostarse. Otro hablará y razonará con precisión, pero tendrá su mesa de trabajo en desorden total. Alguno se vestirá con elegancia y cuidado, pero tratará los libros de cualquier modo, etc. Se tra­ta de mejorar en todos los aspectos del orden, reconociendo las propias tendencias de olvidar, de ocultar o de justificar las faltas de orden por pereza. Y, para las personas muy ordena­das, se trata de comprender que los demás son diferentes y aceptarles tal como son. A estas personas les convendrá volver a reflexionar sobre lo que es la finalidad del orden.
El orden como hábito debería llenarse de sentido para que los hijos adolescentes lleguen a vivir la virtud con estilo per­sonal. Anteriormente, los padres tuvieron que recordar a sus hijos continuamente para que cumpliesen con lo imprescindi­ble. Ahora, los padres, como es lógico, están cansados. Si la batalla del orden no está ganada antes de llegar a la adoles­cencia los padres no podrán gastar su tiempo y su atención en cuestiones que son más apropiadas, más urgentes, para esa edad. No es que el orden deje de ser importante en la adoles­cencia. Por el contrario, sin esa base previa el desarrollo de las demás virtudes es mucho más difícil. La intencionalidad que supone desarrollar cualquier virtud no tendrá unas bases sis­temáticas para facilitar su desarrollo.

Isaacs, David, en La Educación de las virtudes humanas



LA PERSONA HUMANA: La Libertad como sello de nuestros actos voluntarios


La Persona Humana VII/ La libertad:

Introducción:

La «libertad» no es una facultad espiritual como la inteligencia o el apetito racional (voluntad), sino solamente un «carácter» (un sello), una «propiedad característica» de la voluntad. Según vimos, la voluntad es la tendencia que surge en el hombre como fruto de la captación intelectual de un determinado bien que nuestro entendimiento nos muestra como capaz contribuir a nuestro crecimiento y perfección. Complementariamente, la tendencia de la voluntad hacia dicho bien “se hace libre” cuando la voluntad pasa de «quererlo» a «elegirlo». Pero, una podría preguntarse aquí si dicha “transición” no es algo «espontáneo» e «inevitable», es decir, cuándo y cómo no podríamos elegir lo que queremos. Aquí el pensamiento nos muestra que ello podría ocurrir al menos en dos ocasiones: primero, cuando comprobamos, luego de un detenido examen, que dicho bien querido no es actualmente para nosotros «posible». Segundo, cuando la inteligencia nos muestra que la elección y posterior consecución de dicho bien contradice nuestros presentes deberes morales. Por ejemplo, cuando queremos hacer deporte en razón de que es bueno para nuestra salud y debemos posponerlo porque nuestro hijo está con fiebres en cama. 

Por otra parte, hay que decir también que todo acto voluntario es libre, pues en todo acto voluntario hay «elección» (“libre”) de un determinado bien que se transforma en «fin a alcanzar». Asimismo, una vez que hemos optado por un determinado bien, dejamos de ser libre en relación a los «medios» que se muestran como necesarios para su consecución. No obstante, sí podemos elegir – de entre los medios «no necesarios»–, es decir, aquel o aquellos que –según juzgamos– mejor se adecúan a nuestro particular modo de ser y actual situación. Por ejemplo, si elijo estudiar medicina en Mar del Plata, sólo puede hacerlo en la Universidad Fasta (no soy libre respecto de este medio), pero puedo elegir cursar de mañana o de tarde de acuerdo a mis preferencias (conservo mi libertad respecto de medios «no necesarios»).
Allende lo afirmado en el párrafo precedente, también es verdad la afirmación que sostiene que el hombre sólo es libre en relación a los «medios» puesto que el fin último, la felicidad, es naturalmente apetecido y, en este sentido, no somos libres frente a él. Es decir –teniendo en cuenta lo sostenido en el ejemplo anterior–, elegir estudiar medicina en Mar del Plata es, en realidad, algo que vislumbro como un «medio» para obtener la felicidad. Y precisamente por ello, dicho «medio», se convirtió en «fin» de mi acto voluntario. Por ello, todos los bienes que un ser humano libremente elige no son sino «medios» para obtener la dicha
Para finalizar esta breve introducción digamos que, en el hombre, la libertad puede presentarse de múltiples formas, de aquí la necesidad de una adecuada distinción y comprensión de cada una de ellas. Así, en una primera aproximación, distinguiremos la llamada «libertad de actuar» de la «libertad de querer» –o «libre arbitrio». Asimismo, preciso es destacar que el «problema de la libertad» en el hombre se pone de manifiesto sólo en esta última.

La «libertad de actuar»:
Un acto es libre en este sentido cuando está exento de toda «coacción exterior». Consiste en no estar «determinado a obrar», o «impedido de obrar, por una fuerza, por una violencia exterior. Esta libertad es esencial al acto voluntario, pues un acto realizado como fruto de una coacción exterior, no es evidentemente un acto voluntario (recordar el ejemplo del capitán que arroja la carga de su barco en medio de una tempestad). Pero es claro que puede haber actos que, en sí mismos, «no sean voluntarios» y que, sin embargo fueron en este sentido “libres”, puesto que nada los coaccionó «desde fuera». Por ejemplo cuando movido por el enojo digo algo hiriente a mis padres que en realidad no pienso sobre ellos, que en realidad no quiero decir, sino que hablo impulsado por un arrebato de bronca. Aquí, tenemos un acto que, «desde fuera», no resultó «impedido» ni «determinado» (hubo libertad de actuar) y, no obstante, no fue voluntario. Como se ve, se trata de una libertad puramente exterior, una «libertad de hacer». La libertad de actuar es importante, pero la posesión de una libertad plena de actuar no hace, por sí misma, a un hombre auténticamente libre.
La libertad de acción se diferencia según los diversos tipos de «coacción exterior» de los que el sujeto esta libre:
  • La libertad física: consiste en poder moverse sin ser detenido por algo externo como los muros de una prisión.

  • La libertad civil: consiste en poder obrar sin que las leyes de la ciudad impidan la realización de acciones naturales, acordes con la razón. Es decir, la «ley civil» no debe impedirnos la ejecución de aquellos actos que contribuyan a nuestra perfección y al bien común. En una dictadura no hay libertad civil puesto que, por ejemplo, no está garantizada la libertad de expresión. Por otro lado cuando de hecho hay libertad civil, siempre se tiene la libertad física de quebrantar las leyes, pero entonces se entra en contravención con la ley, y la fuerza pública interviene para privar de su libertad física a aquel que ha abusado de ella.

  • Libertad política: consiste en poder cooperar en el gobierno de la ciudad de la que se es miembro. Se opone a la «tiranía» o dictadura, régimen político en el que los ciudadanos están sometidos a las ordenes de un dueño sin poder influir en sus decisiones.

  • La libertad moral: consiste en poder obrar sin que una ley moral determine «desde fuera» mis acciones, es decir, me «obligue» a la ejecución de un determinado acto. Por ejemplo, si yo he sido educado en el fundamentalismo religioso cuyo ideal de perfección moral es la «destrucción de los infieles», si estoy sumergido en una cultura donde la intolerancia con el que piensa o cree de forma diferente es “moneda corriente”, entonces me encuentro exteriormente constreñido en mi libertad moral. No obstante, la falta de libertad moral no anula la libertad psicológica de una persona: pues siempre «podemos» quebrantar las leyes morales; es más, solo hay obligación de cumplir una ley moral para un sujeto en posesión de su libertad psicológica, es decir, para una persona capaz de quebrantarla.

La libertad del querer:

El hombre es libre en razón de que su voluntad no está determinada por ningún bien particular. Cuando el hombre opta por un bien, lo hace libremente. En otras palabras, nos referimos al hecho de estar exento de una «inclinación necesaria» a elegir tal o cual bien particular. A la libertad entendida de este modo se la denomina tradicionalmente «libre arbitrio», debido a que el hombre es aquí verdaderamente el dueño, el «arbitro» del acto que elige –siendo, en consecuencia, responsable del mismo. Frente a los bienes particulares que se le presentan al hombre en el mundo, el libre arbitrio puede presentar dos alternativas:

o   puede elegirse entre «actuar» o «no actuar», ejecutar el acto o no; es lo que se llama «libertad de ejercicio».

o   puede elegirse entre «hacer esto» o «lo otro», entre ejecutar este acto u otro; es lo que se llama «libertad de especificación».

 Asimismo, hay que recordar que el hombre es «libre» frente a la posibilidad de optar por uno u otro bien, pero no es libre de querer el bien. De hecho, incluso quienes eligen «lo malo», lo asumen debido al «aspecto de bien» que ello posee. Quien opta por la bebida, no elige dañar su salud sino el olvido temporal de sus desdichas en que el estado de embriaguez lo induce. Y el mismo «mal moral», la voluntad no puede quererlo sino en cuanto la inteligencia (a partir de un juicio erróneo, claro está) se lo presenta como bueno para ella –opto por estafar a mi prójimo debido a que me resulta “bueno” apropiarme de sus bienes.

La libertad no es, «esencialmente», la capacidad de elegir entre el bien y el mal, sino la capacidad de «actuar o no actuar» y de «optar por tal o cual bien» en la medida en que nuestra inteligencia nos muestra que su posesión nos hará más felices. Tampoco la libertad consiste en estar ajenos a toda coacción exterior que nos posibilite “hacer lo que nos viene en gana”. El poder optar por lo moralmente malo, en razón de lo «aparentemente bueno» que ello pueda tener (puesto que jamás puede ser realmente bueno para mí lo que haga daño a otros o a mí mismo), si bien es una «señal» de libertad, constituye más bien un «defecto» suyo –no algo que la califique esencialmente. La verdadera libertad consiste en dirigirse meritoriamente hacia la «felicidad» comprendida como aquello que nos posibilita el pleno desarrollo de nuestras capacidades más propias, el desarrollo más profundo de nuestro ser, manteniéndose al margen de todo aquello que pueda hacernos daño o lastimar a los demás seres.

Pero, ¿por qué motivos podemos conscientemente elegir lo moralmente malo? Claro es que siempre optamos “por lo bueno” que dentro de lo malo puede haber, aun cuando reconozcamos de modo evidente que «lo elegido» es, en última instancia, malo para nosotros: elegimos el efecto de la embriaguez en lugar de cuidar nuestra salud; elegimos la posesión de determinados bienes materiales en lugar de la honestidad; elegimos el placer sexual en lugar de la fidelidad a nuestra familia. Aquí nos adentramos en lo que, en términos religiosos se denomina el «misterio del pecado». Es imposible siquiera esbozar una comprensión de este misterio –que toca lo más profundo de la realidad humana– en sólo unas breves líneas. No obstante, creemos que la realidad del “pecado” puede entenderse a partir del orgullo humano que no acepta que «Otro» le diga lo que está bien y lo que está mal. Cuando el hombre opta por lo moralmente malo, le está diciendo a las cosas (y por ende a Dios como creador de la naturaleza): “yo soy quien determina lo bueno –y aún cuando mi inteligencia me muestre que «lo que yo decidí que sea bueno» no sea realmente tal. El pecado constituye entonces un uso abusivo de nuestra libertad.    

Ser libre es «determinarse a sí mismo»: yo soy quien se determina a obrar no obrar; yo soy quien decide optar por este bien en lugar de aquel otro. Ahora bien, según vimos, nuestra voluntad no es libre de «querer el bien», su objeto es el bien. Y la posesión del bien la concebimos abstractamente con el nombre de «felicidad»: “seremos felices cuando obtengamos los bienes que queremos en razón de que nuestra inteligencia, acertadamente o no, nos muestra que pueden darnos plenitud y placer”. En virtud de esta innata tendencia a la felicidad, nuestra voluntad quiere tales o cuales bienes concretos determinados debido a que la inteligencia le muestra que constituyen un «medio» de acercarnos a la dicha. Pero frecuentemente nuestra inteligencia propone «varios medios», varios bienes concretos que se nos muestran, al menos en un principio, como posibles “dadores de felicidad”. Aquí nuestra inteligencia comienza a sopesar las posibles ventajas y desventajas de cada uno, pero como ningún bien particular concreto puede brindarnos la felicidad absoluta, es la voluntad quien decide optar por uno u otro (o optar por ninguno), definiéndose por el motivo que, dadas las circunstancias particulares en las que se encuentra, le resulta más ventajoso para conseguir la dicha.

Para finalizar, es preciso poner de manifiesto que la «libertad perfecta» constituye para nosotros un «ideal». Por esto, ha podido con toda razón decirse que “el hombre no nace libre sino que llega a serlo”. De esto se sigue que la libertad es susceptible de «grados». Así, nuestros actos humanos son tanto más libres cuanto:

  • Son más «deliberados»: cuanto más ilustrado es un hombre, cuanto más y mejor puede «deliberar» sobre lo que hace, tanto más responsable de sus actos (más libre) se le considera. Por el contrario, la ignorancia y la debilidad del espíritu que se deja arrastrar por las pasiones disminuyen la libertad y la responsabilidad sobre los propios actos. Los vicios morales «tiranizan» al hombre y le arrebatan su libertad.
  • Son más «racionales»: es decir, cuanto más se adecúan a lo que la recta razón nos muestra en el ser de las cosas; la razón está llamada a dirigir el conjunto de las acciones humanas.
  • Procuran más realmente la «felicidad» del hombre: en ocasiones se nos presenta la posibilidad de elegir entre diversos bienes reales (no bienes aparentes); aquí debemos optar, teniendo en cuenta quiénes somos y las circunstancias en que nos encontramos, por aquello que más puede conducirnos a la dicha, teniendo siempre en cuenta la prioridad ontológica de los bienes espirituales sobre los materiales.
Maximiliano Loria.

lunes, 1 de noviembre de 2010

LA PERSONA HUMANA: Relciones entre la Inteligencia y la Voluntad/ entre los Deseos y el Querer

La Persona Humana VI

Relaciones entre la voluntad y la Inteligencia:

El precedente (y minucioso) análisis de las diversas “partes” presentes en todo acto voluntario nos puso de manifiesto, al menos implícitamente, la íntima vinculación existente entre nuestras facultades espirituales. Veamos no obstante, de modo más detallado, la mutua influencia que recíprocamente se ejercen la inteligencia y la voluntad. En este sentido, es preciso dejar claramente de manifiesto que «la voluntad sigue a la inteligencia», depende de ella, puesto que solamente es “despertada” por la concepción de un bien. Ahora bien, una vez despierta la voluntad por la inteligencia, existe ya «reciprocidad» de acción entre las dos facultades. Así, la voluntad aplica la inteligencia al objeto que se ama para conocerlo mejor (mueve a la voluntad a la manera de una causa eficiente, a fin de que la inteligencia ponga en marcha su capacidad de aprehender mejor el bien ya de alguna manera entrevisto). Por otro lado, la inteligencia aumenta la intensidad del amor precisando la compresión del bien (mueve a la voluntad como causa final, es decir, presentándole el fin que debe alcanzar a poseer). En síntesis, hay que sostener que cada una de estas facultades es, a su manera, causa del ejercicio de la otra.
En este apartado cabe también preguntarse, con referencia a las cosas, si es mejor «conocerlas» o «amarlas». La respuesta que se dé a este interrogante depende, fundamentalmente, de «qué cosa» se trate, es decir, del ser propio que se postula como objeto de nuestro conocimiento o de nuestro amor. Por ejemplo, si el objeto que se propone para ser conocido y amado es un ser material inerte o un ser vivo que no sea otro ser humano (en términos técnicos un ser «ontológicamente inferior» a nuestro ser) más vale conocerlo que amarlo, pues el conocimiento la eleva a nuestro nivel (lo «espiritualiza» podríamos decir), mientras que el amor nos baja al suyo (de algún modo nos «mundaniza» o «materializa»). Aquí, la inteligencia es más noble que la voluntad porque es más perfecto tener «en sí» la forma (el conocimiento) del objeto que estar entregado a una cosa material que existe «fuera de sí». Pero si el objeto se encuentra al «mismo nivel ontológico» que el alma, a saber, otro hombre, digamos el prójimo, nos decidimos por la preeminencia del amor. Puesto que, de una parte, el amor parte de un cierto conocimiento y engendra un conocimiento aun mayor de la persona amada. Además, por medio del ejercicio del amor podemos contribuir al bien de los otros y es también en dicho ejercicio cuando más nos crecemos individualmente como personas, cuando más «humanos» nos hacemos. Por último, cabría preguntarse sobre la posibilidad de un ser «ontológicamente superior» al hombre como puede ser Dios. Con respecto al ser divino, muy especialmente, más vale entonces amarlo que conocerlo, pues el conocimiento lo rebaja a nuestro nivel, mientras que el amor nos eleva al suyo.

Relaciones entre el «deseo» (apetito sensible), la «inteligencia» y el «querer» (apetito racional o voluntad):

Con respecto a la influencia que ambos apetitos se ejercen, de un modo general hay que decir que los deseos (y las pasiones o sentimientos que ellos engendran) suelen “perturbar” el ejercicio de una «desinteresada» (recodar aquí al «desinterés» como requisito esencial para la prudencia) comprensión de las bondades reales de las cosas (Piensen, por ejemplo, como es difícil evaluar los beneficios y desventajas de un producto cuando se tiene “muchos deseos” de tenerlo). No tenemos que estudiar el caso en el que el deseo desencadena una acción «antes» de que la persona se haya podido detener a «deliberar» sobre su conveniencia, pues entonces, claro está, no hay ninguna influencia de la pasión sobre la voluntad: la pasión es causa de movimientos involuntarios. No obstante, un acto totalmente involuntario es muy raro en el hombre. En contrapartida, en el caso de que la inteligencia «tome conciencia», comprenda (aunque sea de un modo confuso), el objeto deseado, pueden ocurrir dos cosas:

  • Que los deseos y pasiones «determinen» a la voluntad: esto se pone de manifiesto, por ejemplo, en el caso de que lo deseado es «contrario a la razón» (no es realmente bueno para mí en las circunstancias en las que me encuentro) cuando la voluntad, por debilidad, cede y se deja arrastrar por las pasiones. La pasión actúa sobre la voluntad absorbiendo la atención del hombre de modo que, si la pasión es viva, nos imposibilita considerar en el objeto deseado otros aspectos que no sean los que nos complacen. Es verdad que, en ocasiones, vemos sólo lo que deseamos ver. Por otro lado, la pasión determina también a la voluntad «por mediación de la imaginación». En este sentido, la pasión excita la imaginación, que está llena de imágenes vivas y obsesivas, de manera tal que la inteligencia juzgue al objeto deseado, no tal cual es realmente, sin según el modo en el que la imaginación se lo representa.
  • Que la voluntad «gobierne» a los deseos y pasiones: y esto es precisamente lo que nos «distingue» y «dignifica» como seres humanos; es decir, que obremos siguiendo la comprensión de lo que constituye, en cada circunstancia, nuestro verdadero bien. Esto es precisamente lo que la voluntad quiere y lo que, en ocasiones, aunque no siempre (por suerte), se opone al deseo suscitado en nosotros por el instinto. No obstante, si bien la voluntad debe gobernar a las pasiones y deseos, hay que decir que no tiene sobre ellos un “poder despótico”, sino tan sólo un “poder político”: las pasiones no son sus esclavas (como los miembros del cuerpo que obedecen sin resistencia a la voluntad); los deseos y los sentimientos disfrutan de cierta “independencia” y de algún “poder de resistencia” (en ocasiones fuerte) respecto de la voluntad. Así, cuando ello ocurre, la voluntad está llamada a «apartar la atención» del objeto que seduce, aplicando el pensamiento a otra cosa (aparto mi atención del partido de fútbol que están pasando por la tele y aplico mi entendimiento a la comprensión del libro que debo leer para mañana). Verdad es que a veces ello “no basta”, porque aun cuando hago un gran esfuerzo por poner mi pensamiento en otra cosa, la seducción de un objeto nos suscita tal grado de pasión que no logramos concentrarnos en lo que debemos hacer. Aquí, lo más adecuado para la voluntad es imperar acciones físicas que nos aparten de la presencia del objeto que nos seduce; es decir «huir» de lo que seduce fuertemente y al mismo tiempo es concebido como malo para mí (me voy a leer a la biblioteca donde no hay tele). Si la voluntad es bastante «perseverante», obtendrá a la larga que la pasión se adormezca.

sábado, 30 de octubre de 2010

LA AMISTAD COMO VIRTUD


La Educación en la Amistad (Fragmento adaptado)

«Llega a tener con algunas personas que ya conoce pre­viamente por intereses comunes de tipo profesional o de tiem­po libre, diversos contactos periódicos personales a causa de una simpatía mutua, interesándose, ambos, por la persona del otro y por su mejora».



Puede resultar difícil contemplar la amistad como virtud. ¿Cómo puede considerarse como hábito operativo bueno? Tomás de Aquino, en el primer comentario del libro VIII de Ética a Nicómaco, dice que la amistad es una suerte de virtud vinculada a la justicia en cuanto que testimonia una proporcionalidad entre los amigos (ambos se interesan de forma “proporcional” por el otro y por los intereses comunes). Sin embargo, difiere de la justicia en que ésta contempla el aspecto de débito legal (lo que es debido a otro a causa de su objetiva condición y no del afecto que nos une) y la amistad, en cam­bio, se basa en el beneficio gratui­to. Estamos hablando, entonces, de afecto recíproco desintere­sado.
Antes de entrar en el tema concreto de la educación de la amistad, quizá convendría hacer alguna aclaración más. En nuestra descripción operativa hacemos referencia a los contac­tos periódicos a causa de una simpatía mutua. Pero no se aclara si la condición de la amistad está únicamente en estos con­tactos o si la persona que realiza los contactos necesita poseer algún tipo de cualidad especial. En otras palabras, ¿es posible que exista amistad entre dos personas que actúen moralmente mal? La amistad se mantiene por la virtud moral, y crece en la me­dida en que se desarrolla la virtud moral. A la vez, esto hace al suje­to más amable y más capaz de amar. Por tanto, «los malos pueden resultar agradables uno a otro no en cuanto son malos o indiferentes, sino en cuanto todos los hombres tienen algo de bueno y se ponen de acuerdo. No cabe amistad donde fal­ta virtud».
Un tercer punto a tener en cuenta es que la amistad se re­fiere a una relación de intimidad. Por tanto, no puede darse en profundidad hasta que la persona llega a descubrir su propia intimidad y aprende luego a compartirla con otros. En este sentido, conviene distinguir entre la amistad y otros actos re­lacionados. «La sociabilidad alcanza a todos; el amor al próji­mo, a quienes nos rodean; la amistad, a los íntimos». A la vez, en la vida real, es difícil que surjan amistades sin la atención adecuada a los demás, en general. Se tratará de mantener una relación social amplia, y practicar con to­das las personas el respeto y la solidaridad, porque únicamente así puede surgir la simpatía mutua que conduce a la amistad.
En la vida de cada día los adultos nos encontramos en múltiples situaciones de relación humana, basadas en activi­dades de trabajo o de tiempo libre y que pueden servir para despertar una amistad o no. Al invitar a casa a unas perso­nas que han llegado recientemente a la ciudad, por ejemplo, creamos una de estas situaciones. En la conversación se bus­can automáticamente temas que, sin duda, serán conocidos por todos, en torno a los cuales puede comenzar un cambio de impresiones: los hijos, los colegios, etc. Y a la vez, es corriente buscar y dar información sobre los intereses y trabajo profesional de los presentes. Aunque hay personas que por timidez o por soberbia no se interesan por los demás ni se preocupan de conocerles. Hace falta este conocimiento para que pueda surgir una mayor compenetración entre las personas presen­tes. Si al comunicarse no se encuentra ningún interés o expe­riencia en común es poco probable que surja una amistad. Por eso, podemos decir que las condiciones necesarias para que pueda surgir la amistad son: que existan ciertos intere­ses en común y que haya un mínimo de homogeneidad en la condición de las personas y en su competencia en la materia tratada. Si los intereses en común incluyen el interés del uno para con el otro y, al estar juntos, llegan a alcanzar una ma­yor madurez personal empieza una amistad que se notará en el deseo de darse mutuamente muestras de su experiencia, de sus sentimientos, de sus pensamientos y de sus proyec­tos.
Nuestros hijos se encuentran también en situaciones de relación humana, como son la propia familia, un club juvenil o el colegio. No todos los compañeros serán amigos, aunque compartan muchas actividades en común. Según la edad, la relación tomará un matiz diferente y habrá que tener en cuen­ta las condiciones de cada relación al considerar el tema de la amistad. Concretamente:

  •       ¿cómo puede pensarse la amistad entre padres e hijos?
  •            ¿cómo puede pensarse la amistad entre chicos y chicas?

Debe quedar claro, por lo que hemos dicho, que la amis­tad no es lo mismo que compartir algunas actividades o cono­cer a una persona desde hace mucho tiempo. La amistad im­plica algún tipo de vinculación que puede ser el resultado de un proceso largo o la consecuencia de un encuentro de media hora. «Es unión espiritual y libre de amor humano mutuo, expansivo y creativo; es vinculación ajena al sexo y al instinto de la carne».
Dentro de este contexto es evidente que puede haber amis­tad entre padres e hijos, pero es todavía más claro que no se puede limitar la relación paterno-filial a la amistad. En cuanto llega a haber contactos periódicos entre padres e hijos buscan­do la mejora mutua, puede haber amistad. En cambio, el padre que se muestra interesado en lo que hace su hijo, habla con él, le apoya afectivamente, pero no busca ni encuentra reciprocidad en la relación, está desarrollando una relación ajena a la amistad. Habitualmente se habla de que es conveniente que los padres sean amigos de sus hijos, en el sentido de que deben in­teresarse por sus cosas para crear un ambiente de aceptación y comunicación abierta, en la que el hijo pueda contar las cosas de su intimidad. Sin embargo, entiendo que la formación que pueden dar los padres a sus hijos respecto a la amistad surge en cuanto el padre consigue que su hijo corresponda de algún modo, buscando el bien suyo. Cuando el hijo se preocupa por su padre, puede ser más como hijo o más como amigo. Los dos papeles se complementan, pero conviene recalcar que el hijo si­gue siendo hijo de su padre, aunque no llegue a ser amigo.
La relación entre chicos y chicas nos presenta otro tipo de dificultades. De acuerdo con nuestra descripción operativa ini­cial veremos cómo puede haber una amistad entre chicos y chicas con toda naturalidad. Puede haber contactos periódicos entre ellos, puede haber una simpatía mutua, y pueden intere­sarse ambos por la persona del otro y por su mejora. Sin em­bargo, entre las personas de distinto sexo surge otro factor. La atracción fundamental o la posibilidad radical de que esta re­lación se concrete en la entrega del cuerpo. Esto para el joven que actúa rectamente significa abrirse a la posibilidad de un vínculo definitivo y exclusivo sellado en el matrimonio, que es un conve­nio natural entre un hombre y una mujer, que «lo hace total­mente diverso, no sólo de los ayuntamientos animales realizados por el solo instinto ciego de la naturaleza, sin razón ni vo­luntad deliberada alguna, sino de aquellas inconstantes unio­nes carnales de los hombres, que carecen de todo propósito de construcción de un vínculo verdadero, honesto y profundo». Por eso, en la relación personal con una persona del otro sexo el joven estará en una situación en que existe la posibili­dad de que el compromiso con el otro sea de todo su ser, cuerpo y alma.

Los amigos y las edades

No se trata de dar una explicación psicológica de la rela­ción humana en distintos momentos de su vida, sino de pen­sar sobre unos factores básicos desde el punto de vista de la actuación de los padres. Cuando unos padres van al colegio y preguntan al profe­sor si su hijo tiene amigos, seguramente no tienen muy claro lo que quieren decir. Parece deseable que el niño tenga ami­gos, pero vamos a considerar lo que esto puede significar cuando el niño es pequeño.
Desde luego, no estamos hablando de una amistad basa­da en el compromiso personal. Seguramente se trata más de saber si el niño juega con otros, si habla con otros, si comparte sus intereses con los demás, si es generoso con los demás, y luego de saber si suele pasar más tiempo con algunos niños que con otros. Esta interacción permite al niño ir desarrollando dos face­tas importantes de su personalidad. Por una parte, empieza a reconocer su papel dentro de un grupo. Se da cuenta de que puede aportar al grupo y recibir de él. Empieza a obedecer las reglas del juego y será llamado al orden por sus compañeros cuando no las cumpla. En una palabra, aprende a ser un ser social. En este aprendizaje irá reconociendo que otros chicos son más fuertes, más listos, más influyentes, o se dará cuenta de que él mismo es influyente. En esta etapa, lo más importante es que el niño vaya aprendiendo a comprometerse con el grupo, principalmente a través de una aceptación positiva de su papel en ese grupo, y de los papeles de los demás. Al chico que comparte una de estas actividades o intereses (el fútbol, el hablar, el jugar) se le llama, en esta etapa, «amigo», y los niños que prefieren otras actividades son los «compañeros». Los niños más problemáticos en estos momentos son los tími­dos, que no se atreven a formar parte de un grupo, y los mi­mados, que muchas veces lo pasan mal, porque de repente descubren que los demás no están dispuestos a satisfacer to­dos sus caprichos.
Cuando van pasando los años, los «amigos» que son miem­bros de un grupo con intereses y aficiones en común cambian, y hay una tendencia a empezar a buscar amigos más íntimos, personas en las que el preadolescente puede confiar y a quien puede contar sus problemas. El grupo sigue siendo importan­te, pero el joven ya sabe distinguir entre sus compañeros y sus amigos. Todavía no ha aprendido su deber de aportar a la re­lación, y a veces la amistad solamente le sirve como una posi­bilidad de desahogar sus sentimientos.
Luego, cuando quiere independizarse de sus padres, el jo­ven intenta conocer a muchas personas a las que puede llamar «amigos», aunque siguen siendo compañeros con intereses en común, que se reúnen para estudiar, para ir de excursión, et­cétera. A medida que vaya madurando, empezará a seleccio­nar más en estas relaciones, distinguiendo entre la «relación de distensión» y la relación que «implica un compromiso suyo». No es corriente que una persona tenga muchos amigos. Es lógico que conozca a bastantes personas y establezca una relación con ellas, en la que se comparten algunos aspectos de su vida.

La amistad y las demás virtudes humanas

Hemos dicho antes que no cabe amistad donde falta vir­tud. Por tanto, el desarrollo de las virtudes humanas en su conjunto es imprescindible para la amistad. Basta con unos ejemplos para mostrar este hecho. La «lealtad» es la virtud que ayuda a la persona a aceptar los vínculos implícitos en su ad­hesión al amigo, de tal modo que refuerza y protege, a lo lar­go del tiempo, el conjunto de valores que representa esta rela­ción. La «generosidad» facilita al amigo actuar a favor del otro teniendo en cuenta lo que le es útil y necesario para su mejora personal. El «pudor» controlará la entrega de aspectos de su in­timidad. La «comprensión» le ayudará a reconocer los distintos factores que influyen en su situación, en su estado de ánimo, etc. La confianza y el respeto llevan al amigo a mostrar su inte­rés en el otro y que cree en él y en sus posibilidades de mejo­rar continuamente. Se puede decir, por tanto, que un buen amigo es una persona que lucha para superarse en un conjun­to de virtudes. El problema es ¿cómo conseguir que nuestros hijos elijan a este tipo de persona como amigo, y luego que si­gan con la relación? Visto desde otra perspectiva, se trata también del proble­ma de lo que se suele llamar «mala influencia». Y aquí vamos a considerar lo que es una mala influencia.
Por una parte, debemos ser realistas y reconocer que no sirve para mucho proteger al hijo de las influencias externas de modo continuo, porque en algún momento se va a encon­trar con ellas, y si no está preparado para ello serán mucho más perjudiciales. Sin embargo, tampoco se trata de abando­nar a nuestros hijos, creyendo que no debemos o no podemos ayudarles. Una mala influencia es ésa que consigue un cambio de ac­titud en una persona, de tal forma que su comportamiento ha­bitual no se relaciona con criterios moralmente rectos. El resultado más ne­fasto de una mala influencia es un cambio radical en los criterios de la persona, que implica una destrucción o un abandono de la verdad. En otras palabras, la mala influencia tiende a favorecer el desarrollo de vicios más que de virtudes en nuestros hijos. Si aceptamos esta aclaración, veremos que la influencia ocasional de una persona no tiene mucha importancia, con tal de que el cambio producido en el hijo se refleje en un compor­tamiento esporádico. Ahora bien, si la mala influencia deja de ser ocasional y se traducen en un modo habitual erróneo de comporta­miento y de entender las cosas, la situación es grave. Por eso, podemos decir que la «amistad» más peligrosa que puede tener una persona es la relación que se basa en una dependencia del otro, de tal forma que el joven acepta toda su influencia sin utilizar sus propios criterios. Los padres deben cuidar especialmente las llamadas «amistades» entre sus hi­jos, todavía poco maduros, y personas seguras de sí mismas pero con criterios falsos.
En segundo lugar, habría que cuidar la relación de amis­tad que el hijo puede tener con otro no centrado en sus carac­terísticas personales, sino en las actividades atractivas que esa persona proporciona. Por ejemplo, la atracción en torno a una motocicleta de mucha potencia, que en sí no tiene nada de malo, pero sí lo tiene si refleja en el dueño o en sus padres una falta total de madurez para utilizarla.
Por último, se debe cuidar a los hijos adolescentes que no saben comprometerse en una relación, que cambian de com­pañero continuamente, sin criterio, que no piensan en lo que quieren ni en lo que esperan del otro. La amistad implica un servicio. El hijo que no ha aprendido a servir, difícilmente puede conseguir una amistad fundamentada en la relación humana de mejora. Pero todavía no hemos contestado la pregunta formulada anteriormente: ¿cómo conseguir que nuestros hijos elijan «buenos» amigos? El hijo elegirá lo que considere atractivo. Y ese «atractivo» dependerá, en gran parte, de lo que los padres han enseñado a sus hijos desde pequeños. Si han vivido una vida frívola, prestando atención al placer superficial, es posible que el hijo busque sus «amigos» entre los que pueden proporcionarle igual tipo de placer. Si los padres, en cambio, intentan vivir la generosidad, preocupándose por los demás, es posible que los hijos capten este valor y que lo asimilen personalmente.
Por eso, se tratará de orientar a los hijos en el tipo de acti­vidades que realizan, sabiendo que en cada grupo puede ha­ber una cantidad de personas aptas para ser amigos y otras que no son convenientes. Parece lógico que se van a encontrar con más posibles amigos en un club de estudiantes de bachillerato que en un grupo de chicos que se reúnen para fumar, beber y hablar de chicas irrespetuosamente, por ejemplo. Sin embargo, el grupo de personas con condiciones de ser buenos amigos puede pa­recer aburrido y sedentario. Aquí está el reto para los padres. Organizar o promover actividades que sean interesantes en sí; que apelen al deseo de aventura de los jóvenes o a sus intere­ses artísticos o a su preocupación por los demás.
En estas circunstancias, el joven puede empezar a selec­cionar sus amigos y se tratará de orientar al hijo para que vaya cumpliendo adecuadamente como amigo, visitando al otro cuando está enfermo, animándole cuando se sienta triste, acompañándole a cumplir con algún encargo, compartiendo razonablemente su intimidad con el otro. Y esforzándose por mantener el contacto periódico no sólo en los tiempos norma­les de contacto —en el trimestre por ejemplo—, sino también en las vacaciones, mediante alguna postal o una llamada tele­fónica. Es este esfuerzo de mantenerse en contacto lo que per­mite a algunos seguir siendo amigos, ya al final de su vida, de una persona conocida en la infancia.

El papel de la familia

A veces parece que la vida de familia está en conflicto con los amigos. Por ejemplo, cuando los padres quieren ir de ex­cursión con toda la familia y uno de los hijos prefiere salir con algún amigo. Es bueno organizar actividades en que la fami­lia pueda sentirse unida, pero también hay que respetar los gustos personales de los hijos.
Si aceptamos que nuestros hijos deben tener amigos, de­ben tener compañeros y deben tener vida de familia, basta con el sentido común para resolver los problemas.
Sin embargo, hay otro papel de la familia, y en particular de los padres, que convendría mencionar. Los padres quieren que sus hijos tengan amigos, pero quieren asegurarse a la vez de la conveniencia de una amistad dada. Su misión es presen­tar la familia, el hogar, a sus hijos como una agrupación dispuesta y deseosa de recibir a otras personas en su seno. Los padres no tienen el derecho de entrar en la inti­midad de sus hijos (parte de esta intimidad son las relaciones con los amigos), pero sí tienen el deber de crear un ambiente y de crear situaciones atractivas para luego conocer a los amigos de los hijos. Al conocerles, los padres deben tener cuidado en no juzgar ni prejuzgar a estas personas sencillamente por su comportamiento superficial o por su modo de vestir. Se trata de saber cómo piensan y qué criterios tienen. En algunos casos no habrá problema; en otros, nuestro hijo podrá hacer mucho bien al otro, y le podemos permitir el desarrollo de la amistad después de aclarar la situación al hijo que ya es maduro; pero en otras ocasiones tendremos que decirle categóricamente que esa persona es una influencia peligrosa y explicar por qué. No podemos decir que no continuamente, y de hecho no hará fal­ta si hemos conseguido orientar a los hijos adecuadamente acerca de lo que es una verdadera amistad. Por otra parte, el hogar es el sitio donde los hijos pueden sentirse seguros. Empiezan a relacionarse con los demás y sufren disgustos y desengaños. Su desarrollo en la sociedad ven­drá facilitado, principalmente, por tener la seguridad de en­contrarse aceptado en su hogar. Resumiendo, la familia debe prestar a los hijos el servicio, de permitirles invitar a los demás a su casa para reconocer su modo de vivir, su estilo y ser influidos positivamente por ello. Por otra parte, se mantiene con los brazos abiertos para que el hijo, comenzando a forjar su propio futuro en distintas rela­ciones, pueda volver cuando quiera, sabiendo que la relación con sus padres es más que de amistad: es filial.
En este sentido, convendría aclarar que los padres no pue­den ni deben intentar sustituir a los amigos de sus hijos. Los hijos esperan de sus padres que sean eso, sus padres.


El ejemplo de los padres

Los mayores tendemos a relacionarnos con los demás se­gún criterios muy personales. Habrá matrimonios que centra­rán su vida social en la gran familia; otros, en un club; otros ni siquiera creerán tener tiempo para tener amigos, y otros se en­contrarán con los demás únicamente en situaciones profesio­nales.
Además, el matrimonio se encuentra con un problema es­pecífico que no tiene el individuo. Por ejemplo, la esposa lo pasa muy bien con una amiga, pero el marido de esa mujer no llega a ser amigo de su propio marido. Mas, como hemos di­cho anteriormente, debemos diferenciar entre los «amigos» con quienes desarrollamos unas actividades, algún «hobby», etc., y las personas con quienes la relación implica un compro­miso personal. Los hijos deben ver en sus padres personas dispuestas a comprometerse, a ayudar, a dar, aunque cueste, porque así la amistad es valiosa. Los padres que centran su «amistad» en actividades superficiales de la sociedad hacen pensar a sus hijos que los amigos son «instrumentos» en la construcción de una vida personal agradable. Invitar a unas personas a casa, comportarse agradablemente con ellas y luego criticarlas a sus espaldas es mostrar al hijo un concepto totalmente equivoca­do de su deber hacia sus compañeros. Es decir, pedimos a los padres que tengan un gran respe­to para con las personas que entran en contacto con ellos; que valoren las opiniones y los hechos en sí más que criticar a las personas, y que sepan comprometerse con muchas de esas personas para que lleguen a ser amigos verdaderos, cuya pre­sencia enriquece al individuo y a la familia juntamente con él.

Conclusión

La amistad supone una cierta comunidad de vida, unidad de pensamiento, de sentimiento y de voluntad. Por tanto, es lógico que la mayoría de los amigos tengan criterios básicos en común, aunque siempre es posible tener otros amigos con criterios radicalmente diferentes. Si existe respeto, flexibilidad y un deseo real por parte de ambos de ayudarse mutuamente, de encontrar la verdad, puede haber una amistad profunda. Si no es así, la relación se encontrará con muchos obstáculos para su desarrollo, y el afecto puede dejar de ser recíproco con gran facilidad y traducirse en un deseo de dominar al otro. Es decir, será una amistad frágil. La auténtica amistad entre personas con criterios radicalmente diferentes se cimentará en la lucha de superación de ambos en el desarrollo, al menos, de virtudes humanas. El buen amigo exige al otro que le com­prenda, le dé ejemplo, le dé lo que necesita —ni más ni me­nos—, y que encuentre tiempo para estar con él. Hoy en día se dedica poco tiempo a los amigos y esto no es lógico ni es hu­mano.

Isaacs, David en La Educación de las virtudes humanas. 






miércoles, 27 de octubre de 2010

LA COMPRENSIÓN COMO VIRTUD


La Educación de la comprensión (Fragmento adaptado):

La persona comprensiva…

«Reconoce los distintos factores que influyen en los senti­mientos o en el comportamiento de una persona, profundiza en el significado de cada factor y en su interrelación y adecúa su actuación a esa realidad».

Vamos a considerar el tema de la comprensión dentro de las relaciones personales. La descripción que sigue no hace re­ferencia a las consecuencias de haber llegado a comprender al otro. Pero está claro que si se llegan a captar los distintos facto­res que influyen en el estado de ánimo, o en el comportamien­to, de otra persona, será más fácil ayudarle a mejorar en un sentido muy amplio. Incluso el sólo hecho de sentirse compren­dido puede ser una ayuda importante en algún momento.
Un motivo para desarrollar la virtud de la comprensión será, entonces, el deseo de ayudar a otras personas de acuerdo con sus circunstancias, teniendo en cuenta cuáles son los fac­tores más decisivos en cada caso.
Cabe preguntarse si ésta es una virtud que pueden adquirir los hijos pe­queños o si únicamente hay que insistir en ella cuando los hijos ya son mayores. Para contestar, habrá que tener en cuenta lo que hemos dicho sobre el motivo para querer com­prender. El deseo de querer ayudar de acuerdo con las necesi­dades ajenas no suele surgir hasta el descubrimiento de la propia in­timidad, aunque puede comenzar desde antes de un modo más superficial. Me refiero a situaciones en que los hijos pe­queños se dan cuenta —llegan a ser conscientes— del estado de ánimo de otra persona o reconocen, por su comportamien­to, que necesita algo. Por ejemplo, si un niño nota que su ma­dre está muy cansada puede que intente no hacer ruido o ayu­dar en alguna tarea en la casa. Si nota que algún hermano está triste, puede regalar o prestar alguna posesión suya a ese her­mano con el fin de que se ponga contento. Pero estas actuacio­nes suelen ser reacciones afectivas, resultado del cariño que tiene a los demás. Intenta volver a “poner las cosas en su sitio”: conseguir que su madre esté descansada o que su hermano esté contento. Es decir, «comprende» que algo falta para que las relaciones estén como deben estar. No le suelen preocupar las causas de la situación anómala. No suele esforzarse para comprender profundamente.
En estas edades parece razonable que la misión de los pa­dres es: ayudar a los hijos a reconocer las características de cada uno de los miembros de la familia; notar que hay mo­mentos oportunos e inoportunos para hablar, pedir una cosa, etc.; darse cuenta de los distintos estados de ánimo de los de­más e introducir las preguntas: ¿qué habrá pasado para que el otro actúe así?, ¿qué ha ocurrido? o, ¿por qué estará tan triste, alegre, etc.? De este modo, el hijo pequeño irá captando los distintos factores que pueden influir sobre una persona, pero la comprensión, a un nivel más profundo, solamente vendrá con el reconocimiento «en él mismo» de sentimientos similares a los manifestados por los demás. Y aquí podemos plantearnos una pregunta importante: ¿es posible comprender a otro si uno mismo jamás ha tenido experiencia de lo que le está pasando? Si «comprender» signi­fica reconocer los factores que influyen en los sentimientos o en el comportamiento de una persona, la contestación será afirmativa, porque basta con la experiencia propia y de haber encontrado a otras personas en la misma o en una situación parecida en el pasado. Por lo menos, se puede llegar a com­prender lo suficiente para ayudar a esa persona a superar su dificultad o para ayudarle a mejorar. De todas formas, habría que tener en cuenta el peligro que supone traspasar los pro­pios sentimientos y reacciones a otra persona sencillamente porque las circunstancias suyas parecen similares a las que uno ha vivido personalmente. La comprensión no es sólo sen­tir con el otro. Es decir, simpatía, sino también intentar ver las cosas desde su punto de vista, o sea, la empatía. Este grado de comprensión solamente se desarrollará si la persona capta la importancia de la comprensión y de su misión de ayudar a los demás.



La empatía:

Para comprender bien lo que queremos decir por empatía, tendremos que hacer referencia a los estudios de algunos psicólogos. En 1957 Rogers habló de empatía como «percibir el marco interior de referencia del otro con exactitud, y con los componentes emocionales que le pertenecen, como si uno fue­ra esa persona, pero sin perder la condición de observador». Sin embargo, otros psicólogos que le siguieron empezaron a confundir ese estado de empatía con la manifestación de la empatía. Concretamente Truax en 1970 opinó que empatía es «... más que la habilidad del orientador de ser sensible al mundo privado del cliente como si fuera suyo. También supone más que saber lo que quiere decir el cliente. Empatía exacta supone no sólo sensibilidad del orien­tador hacia los sentimientos actuales del otro, sino también su capacidad de comunicar esta comprensión en un lenguaje apto para los sentimientos del cliente». Hacemos referencia a estas posturas, no para adoptar una de ellas respecto a cómo se debe entender la empatía, sino para destacar que en la vir­tud de la comprensión nos interesan las dos capacidades. En la formación de orientadores ha habido mucha discusión so­bre qué aspectos de este proceso deben considerarse priorita­rios o, incluso, si hay otros aspectos que deben ser cuidados: «la potencialidad de la persona respecto a la empatía puede ser bloqueada o impedida por problemas personales, por emociones que contrastan o por la falta de capacidad de enfo­car la situación adecuadamente. Es más apropiado intentar quitar estas dificultades para la empatía que intentar adiestrar la capacidad empática». Sin seguir con los pensamientos de los psicólogos, parece evidente que los padres, pensando en la educación de sus hi­jos, deben preocuparse en algún grado de cada uno de estos problemas. Concretamente:

  ¿Cómo ayudar a los hijos a estar personalmente en condiciones óptimas para comprender a los demás?

  ¿Cómo conseguir que aprendan a ver a la otra persona empáticamente, reconociendo los distintos aspectos que influyen en sus sentimientos y en su comporta­miento?

  ¿Cómo enseñarles a comunicar su comprensión para ayudar al otro?

Condiciones y circunstancias personales para ser comprensivo:

La observación de la vida de cada día en relación con los de­más nos puede mostrar muchas verdades. Una de ellas tiene que ver con las condiciones que necesita poseer una persona para recibir alguna información. Si se intenta comunicar una in­formación cuando la otra persona está preocupada por una cuestión personal, lo más probable es que no escuche o que no la asimile. Por ejemplo, si un padre diese una serie de instruccio­nes a su hijo cuando el hijo acababa de ver un accidente y quería contarlo a sus padres, es probable que no escuchase a su padre. Lo mismo ocurre cuando se trata de comprender a los demás. Es decir, si los hijos están centrados en sus propios problemas, es lógico que no se abran suficientemente para preocuparse de los demás. La lección es fácil de entender, pero no tan fácil de vivir en la práctica. Si queremos que nuestros hijos estén en condicio­nes de comprender a los demás, habrá que ayudarles en primer lugar, a olvidarse de sus propios problemas. Pero quizá la pala­bra «olvidarse» no es la correcta. Más bien se trata de reconocer los problemas en su justa realidad: importantes o secundarios, y empezar a poner los medios para superarlos. La observación muestra, otra vez, que en cuanto se ponen los medios para supe­rar un problema, la tensión interior desaparece en gran parte. Por eso, los problemas que más pueden obstaculizar la virtud de la comprensión son los que parecen no tener ninguna solución. Estos producen un estado de ánimo en el que la persona sigue dando vueltas y vueltas al mismo tema, incapaz de ver o de cen­trarse en la ayuda a los demás.
Veremos, en este sentido, cómo el hijo que ha aprendido a confiar razonablemente en sus propias capacidades, en la ayuda de sus padres y de los demás, y de un modo muy espe­cial si es religioso, en creer en la ayuda de Dios, estará en buenas condicio­nes para intentar comprender a los demás. Por otra parte, se tratará de ayudar a los hijos a no tener prejuicios. Hemos hablado de este tema en otro momento, pero aquí convendría reflexionar sobre algunos de los proble­mas típicos en los hijos, en este sentido. Comprender es un acto de recogida de información sin enjuiciar a la persona. Por tanto, si se rechaza el comportamiento del otro desde el prin­cipio, difícilmente se va a poder prestar la atención adecuada a los factores que han influido en esa situación. Por ejemplo, un padre de familia podría enfadarse con su hijo, porque éste le ha insultado. Lo único que percibe es que le ha insultado y ni siquiera pretende intentar comprenderle y el porqué de esta actuación. El hijo, ¿realmente quería insultar y molestar a su padre? ¿O con este insulto está expresando alguna pena inte­rior que no quiere o no es capaz de manifestar? Es la serenidad, la seguridad en sí mismo, la flexibilidad, el buen humor, lo que permite contar con una actitud com­prensiva hacia los demás.

La educación de la percepción empática

Sería absurdo pensar que en estas breves líneas se va a en­contrar la solución al problema de la educación de la percep­ción empática cuando tanto sabio, durante tanto tiempo, ha estado estudiando el tema sin llegar a un acuerdo respecto a unas conclusiones operativas. La mayoría de los psicólogos están de acuerdo en que hace falta empatía, aprecio positivo y calor humano en las relaciones con los demás. Pero no está claro cómo vivir ni cómo enseñar la empatía. Algunas perso­nas nacen con ella; otros, no. Aquí se trata de ofrecer una serie de sugerencias para ayudar a los padres en la educación de sus hijos. No es un programa, sino más bien, unos puntos en que se puede empezar la lucha de superación personal. Inicialmente se puede pensar en unas cuantas aclaracio­nes que convendrá hacer al adolescente:
a)      No todos somos iguales. Cada uno reacciona de modo diverso frente a distintos estímulos. Por tanto, no se trata de creer que la otra persona va a sentir lo mismo que uno mismo en una situación dada. Este problema, de hecho, sigue existiendo en las personas mayores. Por ejemplo, algunas personas dicen: «Esto no me mo­lesta a mí, ¿por qué tiene que molestarle al otro?».

b)      Lo que dicen o lo que hacen las personas no es necesa­riamente reflejo fiel de sus intenciones o sentimientos íntimos. Antes de considerar cuáles son los factores que están influyendo más en una situación, se trata de saber cuál es la situación real, no lo que queda refleja­do en el comportamiento aparente.

c)      Es muy fácil ser simplista, creyendo que sólo hay una causa para un problema dado. Normalmente existe un conjunto de causas. No se trata de aceptar la primera causa, percibida como la única verdadera.

d)     En situaciones normales —no en casos atípicos—, qui­zá lo más importante para el otro es saber que alguien se preocupa por él, pero que, a la vez, respeta su intimi­dad.

e)      Por último, no se trata de llegar a comprender comple­tamente. Eso jamás será posible. La dificultad queda reflejada en la contestación de un padre a su hija ado­lescente después de decirle la hija que no le compren­de: «Hija mía, ¿cómo te voy a comprender si ni siquie­ra te comprendes a ti misma?».
Podríamos resumir diciendo que la comprensión que bus­camos debe traducirse en una ayuda para que el otro llegue a comprenderse a sí mismo lo suficiente como para poner los medios a fin de superar su dificultad o emprender una lucha de mejora. De todas formas, se deben tener en cuenta «distintos tipos de factores» que pueden haber influido en los sentimientos o en el comportamiento de una persona para diagnosticar el problema mejor. En relación con estos factores existe la tentación de preguntar directamente al otro: «¿qué te pasa?» y, claro está, en la gran mayoría de los casos la contestación es: —«Nada».

Puede haber influido en la situación:

a)      algo que ha hecho anteriormente. Puede existir una re­lación estrecha entre un estado de tristeza en un hijo, por ejemplo, y el haber copiado en un examen.

b)      algo que ha dejado de hacer. Por ejemplo, la relación entre un estado de tristeza y el no haber estudiado para un examen.

c)      algo que otra persona le ha hecho. La relación entre el castigo del profesor por haber copiado y el estado de tristeza.

d)     algo que el otro no le ha hecho.

e)      algo que ha pensado, visto o sentido o escuchado.

Hemos puesto algunos ejemplos en esta relación para ex­plicar lo difícil que puede resultar lograr descubrir cuál es el problema real o cuáles son las causas del problema. Por ejem­plo, al notar que un hijo está triste, se podría haberle pregun­tado directamente para descubrir cuál era la causa. Quizá con­testó que había sido porque el profesor le había castigado. Pero, ¿realmente fue así? Podría haber sido también porque el profesor le había descubierto copiando, o porque se había dado cuenta de que no debía haber copiado, o porque se había dado cuenta de que debía haber estudiado más, o porque al­gún compañero se había burlado de él por haber copiado, etc.
La actuación del que quiere ayudar será diferente en cada caso. Si el chico se ha dado cuenta de que no debería haber co­piado, se tratará de ayudarle a superar el disgusto, y a estu­diar más. Pero si está triste porque ha sido descubierto por el profesor, la comprensión no debe apoyar este sentimiento. La comprensión, por tanto, no conduce necesariamente a la acep­tación del sentimiento o del comportamiento del otro. La com­prensión supone haber descubierto lo que realmente le pasa al otro, luego, desde su punto de vista —por tanto, aceptándole tal como es—, buscar un camino de mejora.
Y ¿cómo podemos desarrollar esta capacidad en los hijos? Ayudándoles a reconocer los distintos sentimientos en los de­más, y sus distintos comportamientos. Es decir, educando la sensibilidad. En la práctica, significará una serie de preguntas tales como: «¿Te has fijado en que tu hermano está muy con­tento, enfadado, triste, satisfecho, etc.? ¿Por qué será? ¿Estás seguro? ¿Qué otras razones puede haber? ¿Por qué habrá he­cho eso tu hermano?, etc.». Además, no sólo se trata de ayu­dar a los hijos a comprender a sus hermanos, sino también a sus compañeros, a sus profesores e incluso a sus propios pa­dres. Se ha hablado mucho de que los padres tienen que com­prender a sus hijos. Pero los hijos también tienen que apren­der a comprender a sus padres. Y esto es un papel importante de cada cónyuge con los hijos. Es decir, la madre puede ayu­dar a los hijos a comprender a su padre y viceversa.

La comunicación de la comprensión:

Según el tipo de problema que tiene el otro, hará falta:

a)      comprenderle y mostrar la comprensión.

b)      comprenderle y no actuar.

c)       mostrar preocupación por él y no esforzarse por com­prenderle demasiado.
Se tratará de comprender y no actuar cuando el hijo es capaz de superar la dificultad sin ayuda. Puede ser el caso de un niño que se ha disgustado por una cosa sin importancia y se sabe que es consciente de que ha sido una tontería. Prestar demasiada atención en este momen­to puede ser contraproducente, porque supone exagerar algo que el hijo quiere olvidar rápidamente. En otros casos, el hijo puede superar el problema, pero necesita un apoyo afectivo; necesita saber que alguien está preocupado por él. Por tanto, tampoco se trata de indagar demasiado.
Así podemos distin­guir entre:
a)      comprender a la persona, sus sentimientos y su comportamiento,
y
b)      comprender lo que necesita.
Aquí vamos a centrar la atención en la necesidad de sen­tirse comprendido. Existen estudios numerosos sobre técnicas de comunicación. Pero tampoco se trata de conseguir que nuestros hijos sean expertos en la orientación de sus herma­nos y de sus compañeros. Preferimos ahora comentar breve­mente unos cuantos modos de actuar que pueden facilitar el proceso sin pretender afinar demasiado.
a)      Se trata de mostrar que uno ha comprendido, no que uno ha enjuiciado. Por tanto, habrá que cuidar el mis­mo modo de expresarse. Se trata de evitar expresiones valorativas e intentar el uso de un lenguaje descriptivo. El ser humano se siente comprendido cuando la perso­na que le está escuchando repite, a veces con sus pro­pias palabras, lo que ha explicado, lo que ha contado, pero sin valorar el contenido.

b)      Se trata de ayudar al otro a resolver un problema. Por tanto habrá que evitar planteamientos predetermina­dos. El enfoque es: «vamos a ver lo que podemos ha­cer». No debe ser: «esto es lo que tienes que hacer».

c)      Para comunicar la comprensión, también hace falta tiempo y condiciones adecuadas. Se trata de mostrar afecto y atención. Esto no se puede hacer adecuadamen­te con interrupciones —llamadas telefónicas, etc. —. Si un hermano mayor quiere ayudar a un hermano peque­ño seguramente será mejor que salgan de casa para dar un paseo o, por lo menos, que busquen un sitio donde no va a haber interrupciones.

d)     Por último, se trata de mostrar que uno no está «por encima» del problema del otro. Es decir, hacer pensar que, aunque uno comprende el problema del otro, ja­más podría ocurrirle eso a uno mismo. Esto sería una actitud de superioridad que mostraría, entre otras co­sas, la falta de capacidad de comprensión.

Por todo lo que hemos dicho, quedará claro que la virtud de la comprensión es especialmente importante para los padres, pero también para los hijos, sobre todo adolescentes. Porque los hijos pueden ser una ayuda muy eficaz para sus padres en relación con sus hermanos más pequeños. A veces, es difícil para los padres comprender lo que pasa con sus hi­jos. En cambio, entre ellos se entienden «de maravilla». Reco­nocer este hecho es también comprender. La comprensión de los demás comienza con el esfuerzo de intentar comprenderse a sí mismo. Necesitamos estar lu­chando para superar nuestros propios prejuicios, para evitar sentimientos indignos o innecesarios que obstaculizan nues­tro proceso de mejora. Conociendo nuestras propias debilida­des se trata de evitar las circunstancias que las provocan, o por lo menos, prepararse para no caer otra vez en el mismo sentimiento o en el mismo comportamiento. Esto es saber rectificar. La rectificación suele aplicarse a actos injustos reali­zados frente a los demás, pero saber rectificar es un acto im­prescindible para la comprensión de uno mismo. Cuando lle­gamos a reconocer las causas principales de nuestros estados de ánimo o de nuestros comportamientos propios, es esa com­prensión lo que da fuerza para buscar la ayuda necesaria y volver a comenzar. Sin embargo, nunca llegaremos a conocer­nos ni a comprendernos totalmente —mucho menos, a los de­más— porque el ser humano es un ser misterioso.

Isaacs David en La Educación en las Virtudes Humanas.