lunes, 10 de diciembre de 2012

ÉTICA DE ARISTÓTELES (FRAGMENTO/ REALE)


5. Las ciencias prácticas: la Ética y la Política

5.1. El fin supremo del hombre: la felicidad

En la sistematización del saber, después de las ciencias
teóricas aparecen las ciencias prácticas, que hacen referencia a la
conducta de los hombres y al fin que se proponen alcanzar, ya sea
como individuos o como miembros de una sociedad política. El
estudio de la conducta o de la finalidad del hombre como individuo
es el de la ética, y el estudio de la conducta y de la finalidad del
hombre como parte de una sociedad es la política. Comencemos por
la ética.
Todas las acciones humanas tienden hacia fines, que
constituyen bienes. El conjunto de las acciones humanas y el
conjunto de los fines particulares a los que tienden éstas se hallan
subordinados a un fin último, que es el bien supremo, que todos los
hombres coinciden en llamar «felicidad»
Qué es la felicidad? a) Para la mayoría, consiste en el placer
y el gozo. Sin embargo, una vida que se agota en el placer es una
vida que convierte a los hombres en semejantes a esclavos y que es
sólo digna de los animales, b) Para algunos la felicidad es el honor
(para el hombre de la antigüedad, el honor equivalía a lo que para el
hombre de hoy es el éxito). No obstante, el honor es algo extrínseco

que en gran medida depende de quién lo confiere. En cualquier
caso, es más valioso aquello por lo cual se merece el honor, que no
el honor mismo, su resultado y consecuencia. c) Para otros la
felicidad reside en acumular riquezas. Pero ésta, según Aristóteles,
es la más absurda de las existencias: es una vida contra natura,
porque la riqueza sólo es un medio para conseguir otras cosas y no
sirve como fin en sí mismo.
El bien supremo que puede realizar el hombre —y por lo
tanto, la felicidad— consiste en perfeccionarse en cuanto hombre, es
decir, en aquella actividad que distingue al hombre de todas las
demás cosas. No puede consistir en un simple vivir como tal, porque
hasta los seres vegetativos viven, ni tampoco en la vida sensitiva,
que es compartida también con los animales. Sólo queda, pues, la
actividad de la razón. El hombre que quiere vivir bien, debe vivir de
acuerdo con la razón, siempre. «Si planteamos como función propia
del hombre un determinado tipo de vida (esta actividad del alma y las
acciones que van acompañadas por la razón) y como función propia
del hombre de valor el llevarla a cabo bien y a la perfección (...),
entonces el bien del hombre consiste en una actividad del alma
según su virtud, y así las virtudes son más de una, según la mejor y
la más perfecta. Pero es preciso agregar: en una vida plena. Una
golondrina no hace verano, ni siquiera un solo día: así, un solo día
no convierte a ningún hombre en bienaventurado o feliz.»
Como se ve, aquí se asume en su totalidad el razonamiento
socrático-platónico. Aristóteles reafirma claramente que cada uno de

nosotros es alma y que es la parte más elevada del alma: «Y si el
alma racional es la parte dominante y mejor, parecería que cada uno
de nosotros consista precisamente en ella»; «está claro que somos,
sobre todo, intelecto». Aristóteles proclama que los valores del alma
son los valores supremos, si bien, con su anisado sentido realista,
reconoce una utilidad incluso a los bienes materiales en cantidad
necesaria estos, aunque con su presencia no están en disposición
de dar la felicidad, pueden comprometerla en parte con su ausencia.

5.2. Las virtudes éticas como justo medio o centro entre
extremos

El hombre es principalmente razón, pero no sólo razón. En el
alma hay algo que es ajeno a la razón y se opone y se resiste a ella,
pero que sin embargo participa de la razón. Más exactamente: «La
parte vegetativa no participa en nada de la razón, mientras que la
facultad del deseo y, en general, de los apetitos, participa de ella en
cierto modo, en la medida en que la escucha y la obedece.» El
dominio de esta parte del alma y el sometimiento de ésta a los
dictados de la razón es la virtud ética, la virtud de la conducta
práctica.
Este tipo de virtud se adquiere mediante la repetición de una
serie de actos sucesivos, esto es, mediante el hábito: «Adquirimos
las virtudes gracias a una actividad anterior, como sucede también
en las otras arles Las cosas que hay que haber aprendido antes de

hacerlas, las apremiemos haciéndolas. Por ejemplo, se llega a ser
constructor construyendo, y tañedor de lira tañéndola. Del mismo
modo, llevando a cabo acciones justas nos convertimos en justos,
realizando acciones templadas, somos templados, y haciendo
acciones valerosas, nos transformamos en valientes.» las virtudes se
convierten así en una especie de costumbres, estados o modo de
ser, que nosotros mismos hemos creado de la manera antes
mencionada. Puesto que son numerosos los impulsos y las
tendencias que debe moderar la razón, también son muchas las
virtudes éticas, pero todas tienen en común una característica
esencial. Los impulsos, las pasiones y los sentimientos tienden al
exceso o al defecto (demasiado o demasiado poco). Al intervenir la
razón, debe indicar cuál es la justa medida, que la vía media entre
dos excesos. El valor, por ejemplo, es una vía media entre la
temeridad y la cobardía, la liberalidad es el justo medio entre
prodigalidad y avaricia. Aristóteles sostiene con mucha claridad: la
virtud que se refiere a pasiones y acciones, en las que el exceso y el
defecto constituyen errores y son reprobados, mientras que el punto
medio es alabado y constituye la rectitud: estas dos cosas son
propias de la virtud. La virtud, pues, es una especie de intermedio,
ya que tiende constante mente hacia el medio. Además es posible
errar de muchos modos, pero obrar rectamente sólo es posible de un
modo (...). Y por tales razones, el exceso y el defecto son propios del
vicio, mientras que el medio es propio de la virtud: se es bueno de un
único modo, pero malo, de diversas maneras.»

Obviamente, este medio no consiste en una especie de
mediocridad sino una culminación, un valor, en la medida en que es
un triunfo de la razón sobre los instintos. Se da aquí una especie de
síntesis de toda aquella sabiduría griega que había hallado su más
típica expresión en los poetas gnómicos en los Siete Sabios, que
habían considerado como suprema regla del actuar la vía media, el
nada en exceso., y la justa medida también nos encontramos aquí
con la aportación de la enseñanza pitagórica que atribuía al límite la
perfección y también se aprovecha la noción de justa medida, que
tanto aparece en Platón.
Entre todas las virtudes éticas destaca la justicia, que
consiste en la justa medida según la cual se distribuyen los bienes,
las ventajas y las ganancias, y sus contrarios. Como buen griego,
Aristóteles reafirma el más alto elogio de la justicia: «Se piensa que
la justicia es la más importante de las virtudes y que ni la estrella
vespertina ni el lucero del alba son tan dignos de admiración; y al
igual que el proverbio afirmamos: en la justicia están comprendidas
todas las virtudes.»

5.3. Las virtudes dianoéticas y la perfecta felicidad

Aristóteles denomina «virtud dianoética», en cambio, la
perfección del alma racional en cuanto tal. El alma racional posee
dos aspectos, según se dirija a las cosas cambiantes de la vida del
hombre o a las realidades inmutables y necesarias, las verdades y

los principios supremos. En consecuencia, las virtudes dianoéticas
serán fundamentalmente dos: la prudencia (phronesis) y la sabiduría
(sophia). La prudencia consiste en dirigir bien la vida del nombre,
esto es, deliberar con corrección acerca de lo que es el bien o el mal
para el hombre. La sabiduría, en cambio, es el conocimiento de
aquellas realidades que están por encima del hombre: la ciencia
teórica y, de un modo especial, la metafísica. Precisamente en el
ejercicio de esta última virtud, que constituye la perfección de la
actividad contemplativa, el hombre alcanza la máxima felicidad y
llega a rozar lo divino, como afirma Aristóteles en este texto tan
elocuente:
Si se reconoce que la actividad del intelecto se distingue por
su dignidad, ya que se trata de una actividad teórica, si no atiende a
otro fin que no sea ella misma, si obtiene el placer que le es propio
(lo cual ayuda a intensificar la actividad), si por fin el hecho de ser
autosuficiente, de ser una especie de ocio, de no producir cansancio,
en la medida en que le sea posible a un hombre, y si todas las
demás cosas que se atribuyen a un hombre bienaventurado se
manifiestan en conexión con esta actividad (...): entonces, por
consiguiente, ésta será la perfecta felicidad del hombre, cuando
abarque la duración completa de una vida, puesto que no hay nada
incompleto entre los elementos de la felicidad. Sin embargo, una
vida de este tipo será demasiado elevada para un hombre. En
efecto, no vivirá así en cuanto hombre, sino en la medida en que hay
algo divino en él. En la misma medida en que este elemento divino

supera a la naturaleza humana compuesta, también superará su
actividad a la actividad correspondiente a la otra clase de virtudes.
Por lo tanto, si el intelecto, en comparación con el hombre, es un
realidad divina, la actividad según el intelecto será asimismo divina,
en comparación con la vida humana. No hay que dar oídos a
aquellos que aconsejan al hombre —dado que el hombre es
mortal— que se limite a pensar cosas humanas y mortales. Al
contrario, siempre que sea posible hay que conducirse como
inmortales y hacer todo lo necesario para vivir según la parte más
noble que hay en nosotros. Si bien posee un tamaño reducido, por
su potencia y por su valor es muy superior a todas las demás.
De manera aún más acentuada, Aristóteles reitera tales
conceptos en este otro texto, que es como el sello distintivo de su
ética y de todo su pensamiento acerca del hombre: «De modo que la
actividad de Dios, que se distingue por su bienaventuranza, será
contemplativa. Por consiguiente, la actividad humana que le resulte
más afín será la que produzca una mayor felicidad. Una prueba de
ello es que todos los demás animales no participan de la felicidad,
porque carecen completamente de tal facultad. Para los dioses toda
la vida es bienaventurada, mientras que para los hombres solo lo es
en la medida en que les corresponde alguna semejanza con aquel
tipo de actividad; en cambio, ningún otro animal es feliz, porque no
participa para nada de la contemplación. Por consiguiente, en el
mismo grado en que haya contemplación, en ese mismo grado habrá
felicidad...»

Es la formulación más típica de aquel ideal que los antiguos
filósofos de la naturaleza habían tratado de llevar a cabo en su vida,
que Sócrates había comenzado a explicitar desde un punto de vista
conceptual y que Platón ya había expuesto teóricamente. En
Aristóteles, sin embargo, aparece el tema de la afinidad de la vida
contemplativa con la vida divina, elemento que no se daba en Platón,
porque el concepto de Dios como Mente suprema, Pensamiento de
pensamiento, no surge sino en Aristóteles.

5.4. La psicología del acto moral

Aristóteles posee también el mérito de haber tratado de
superar el intelectualismo socrático. Como buen realista, había
comprendido perfectamente que una cosa es conocer el bien y otra
muy distinta el hacer y actualizar el bien. Por lo tanto, trató de
determinar cuáles son los procesos psíquicos que presupone el acto
moral. Llamó sobre todo la atención acerca del acto de la elección
(prohairesis), uniéndolo estrechamente con el de deliberación.
Cuando queremos alcanzar determinados fines, mediante la
deliberación establecemos cuántos y cuáles son los medios que hay
que poner en práctica para llegar a aquellos fines, desde los más
remotos hasta los más próximos. La elección actúa sobre estos
últimos, poniéndolos en acto. La elección, para Aristóteles,
únicamente hace referencia a los medios, no a los fines; por tanto
nos vuelve responsables, pero no necesariamente buenos (o malos).

El ser buenos depende de los fines, y para Aristóteles los fines no
son objeto de elección sino de volición. La voluntad, empero, quiere
siempre el bien y sólo el bien o, mejor dicho, aquello que se nos
presenta con apariencia de bien. Para ser bueno, entonces, hay que
querer el verdadero bien, no el aparente, pero el bien verdadero sólo
lo sabe reconocer el hombre virtuoso, esto es, bueno. Como puede
apreciarse, se dan vueltas en círculo, interesantísimo por lo demás.
Lo que Aristóteles busca y aún no logra encontrar, es el libre
arbitrio. Precisamente por esto, sus análisis al respecto son de un
gran interés, aunque resulten aporéticos. Aristóteles comprendió y
defendió que «el hombre virtuoso ve lo verdadero en cada cosa, en
cuanto regla y medida de todas las cosas». Sin embargo, no ha
explicado cómo y por que el hombre se vuelve virtuoso. Por eso no
sorprende el hecho de que Aristóteles llegue a sostener que, una vez
que alguien se vuelve vicioso, no puede no serlo, aunque en un
principio hubiese sido posible no convertirse en vicioso es obligado
reconocer que no sólo Aristóteles, sino que ningún filosofo griego
logró resolver estas aporías. Tendrá que llegar el pensamiento
cristiano para que la cultura occidental descubra los conceptos de
voluntad y de libre arbitrio.