lunes, 27 de septiembre de 2010

EL HOMO VIDENS


La adicción televisiva (fragmento adaptado)

“Con gran satisfacción acabamos de leer un libro recién aparecido del escritor italiano Giovanni Sartori, que lleva por título Homo videns. La sociedad teledirigida. Impresionados por dicha lectura, he­mos resuelto dedicar uno de los capítulos del pre­sente ensayo al influjo de la televisión en el hombre de hoy, compendiando las reflexiones del autor.
La tesis de fondo es que el video está produ­ciendo una enorme transformación merced a la cual el homo sapiens, producto de la cultura oral y escrita, se va convirtiendo en homo videns.
En adelante pareciera que la vida toda encuen­tra su centro en la pantalla, y ello en detrimento de la palabra. Ello no significa que la palabra se contraponga necesa­riamente a la imagen. Si se integraran bien, si la imagen enriqueciera la palabra, se trataría de una síntesis armoniosa. Pero no es así. El número de los que leen está decayendo sensiblemente, en aras de la pantalla televisiva. Tanto en Italia como en España un adulto de cada dos no lee ni siquiera un libro por año. En los Estados Unidos, en el año 1954, las familias veían tres horas de televisión al día y en 1994 más de siete horas diarias. "Siete horas de televisión más nueve horas de trabajo (in­cluyendo los trayectos), más seis o siete horas para dormir, asearse y comer suman veinticuatro horas: la jornada está completa". La imagen no contri­buye a explicar la realidad de las cosas, y por ello no hay integración entre el homo sapiens y el ho­mo videns, sino sustracción, ya que el acto de ver está atrofiando la capacidad de entender.
Conviene explayarnos en la significación de esta dicotomía. Muchas palabras no tienen corre­lato alguno en cosas visibles, su contenido resulta intraducible en forma de imágenes. Por ejemplo las palabras nación, justicia, Estado, generosidad. Es cierto que algunas de ellas pueden ser de algún modo expresables en imágenes, pero sólo de ma­nera empobrecida. Por ejemplo, la idea de felicidad en un rostro que denota alegría, la de libertad en un preso que sale de la cárcel. Todo el saber del homo sapiens se desarrolla en el círculo del «mundo inteligible», hecho de conceptos y de juicios, muy distante del «mundo sensible», el mundo que perciben nuestros sentidos. Cuando la televisión suple la lectura, las imágenes comienzan a “ganar terreno” en nuestra interioridad y se atrofia nuestra capacidad de discurrir conceptualmente; de este modo se empobrece la capacidad de abs­tracción y con ella la capacidad de entender. De por sí, la imagen podría tener un gran valor inteligi­ble, como sucede en el ámbito de los «iconos sagrados», don­de el espectador, al contemplarlos, "lee" un conte­nido doctrinal, que va mucho más allá de la estéti­ca sensible. Pero no sucede así en las imágenes de la televisión, tan pobres en su capacidad de re­flejar algo inteligible o trascendente.
Nos parece un acierto del autor el querer confir­mar su tesis recurriendo a una idea de Emst Cassirer, quien califica al hombre de "animal simbólico" o también de animal loquax, animal que habla, con lo que alude a una tendencia profunda del ser humano, la creación de símbolos. Para Cassirer, el idioma, el arte y la religión forman parte del entra­mado simbólico propio de toda cultura que merez­ca el nombre de tal. Pues bien, escribe Sartori, la comunicación de ideas, que ca­racteriza al hombre como animal simbólico, se rea­liza especialmente en y con el lenguaje. Tanto los conceptos como los juicios que tenemos en la men­te no son visibles sino inteligibles, y a lo largo de la historia se han ido transmitiendo primero por la expresión oral y luego por la escrita. La relativa­mente reciente aparición de la radio aportó un nuevo medio de comunicación, pero que no me­noscabó la naturaleza simbólica del hombre, ya que la radio "habla", difunde ideas con palabras, a semejanza de los libros, periódicos y teléfonos. En cambio la llegada de la televisión, a mediados de nuestro siglo, produjo una «revolución copernicana», haciendo que el «ver» prevaleciera cada vez más sobre el «oír». Es cierto que también en la televisión hay palabras, pero sólo están para comentar las imá­genes. Y, en consecuencia, el telespectador es más un animal vidente que un animal simbólico.
Confirmando lo que nos dice Sartori, tanto en los colegios como en las universidades los profeso­res coinciden en advertir en sus alumnos un retro­ceso muy notable en su capacidad de atención, de memoria, de intuición, de juicio, en una pala­bra, un descenso muy generalizado de la concen­tración y de la madurez intelectual57, ¿Será ello el resultado del encandilamiento que produce la tele­visión? Keraly trae a colación el recuerdo de los prisioneros de la caverna de Platón: encadenados en la oscuridad, sin ulteriores horizontes, no dudan ni pueden dudar de encontrarse en presencia del único mundo real. Si Platón hubiese podido cono­cer las virtualidades del universo televisivo, ¿habría tenido necesidad de forjar la alegoría de la caver­na?
El imperialismo de la imagen va demoliendo el reino de la palabra y de la inteligencia, con el consiguiente acrecentamiento de la estupidez y de la necedad. He aquí el cuadro que pintaba Rene Huyghe, a fines de la década del 60: "Ya no somos hombres de pensamiento, hombres cuya vida inte­rior se nutre en los textos. Los choques sensoriales nos conducen y nos dominan; la vida moderna nos asalta por los sentidos, por los ojos, por los oí­dos... El ocioso que, sentado en su sillón, cree relejarse, hace girar el botón que hará estallar en el silencio de su interior la vehemencia sonora de la televisión, a menos que haya ido a buscar en una sala oscura los espasmos visuales y sonoros del ci­ne. Un prurito auditivo y óptico obsesiona, sumer­ge a nuestros contemporáneos. Esto ha implicado el triunfo de las imágenes. Son el centro del hom­bre; ellas tienen la misión de  despertar y dirigir la atención y, en la publicidad, el deseo del hombre. Además, su­plantan a la lectura, en el papel que le estaba des­tinado para nutrir la vida moral. Pero en lugar de presentarse al pensamiento como una «oportunidad para la reflexión», pretenden violentarlo, imprimirse en él por una proyección irresistible... La prolife­ración de la imagen, como instrumento de infor­mación, precipita la tendencia del hombre moder­no a la pasividad... Incapaz de reflexión y de con­trol, registra y sufre una especie de hipnotismo lar­vado".
Para Sartori la aparición de la imagen televisiva y la consiguiente adicción de quienes la frecuentan, señala un hito crucial en la historia. Así como se dice que nos encontramos en la post-modernidad, podemos afirmar que estamos ya en la edad del post-­pensamiento. Se podrá objetar que la televisión informa, y ello, al parecer, es algo conceptual. Sin embargo no es lo mismo información que cono­cimiento. Informar es dar noticias. Uno puede estar muy informado de muchas cuestiones y, sin em­bargo, no comprenderlas. Además, buena parte de esas informaciones son frívolas, carentes de rele­vancia, o sólo agradables a la vista. Sartori llega a decir que a diferencia de los medios de comunicación anteriores, radio incluida, la televisión destruye más saber y más conocimiento del que transmite.
No hace mucho, nuestro autor dijo en una en­trevista, que a su juicio los antiguos campesinos griegos, aunque fuesen analfabetos, le parecían más civilizados que los televidentes modernos. Aquéllos se dejaban guiar por los viejos proverbios, que des­tilan sabiduría. No estaban, por cierto, "informados", pero ello no es tan necesario como se piensa. De hecho, para la mayor parte de nuestros contempo­ráneos, la información ha venido a ser un fin en sí misma, reemplazando el conocimiento y la sabi­duría. Viene acá al recuerdo la terrible imprecación de Péguy, en un mundo en que el periodismo no hacía sino el aprendizaje de su poder sobre las al­mas: "Todo hombre moderno es un miserable pe­riódico. Y ni siquiera un miserable periódico de un día. De un solo día. Sino que es como un mise­rable viejo periódico de un día sobre el cual, sobre el mismo papel, todas las mañanas se imprimiera el periódico de ese día. Así nuestras memorias mo­dernas, no son jamás sino desdichadas memorias estropeadas, desdichadas memorias echadas a per­der". Sea lo que fuere del dicho de Péguy, lo cierto es que la televisión puramente informativa contri­buye a la masificación generalizada. Jean Baudrillard lo dijo no sin ingenio: "La información, en lu­gar de transformar la masa en energía, produce todavía más masa".
Sartori da un paso más. Muchas veces, escribe, la gente se lamenta de la televisión porque estimula la violencia y el desenfreno sexual. Ello es verdad. "Pero es aún más cierto y aún más importante en­tender que el acto de telever está cambiando la naturaleza del hombre; esto es lo esencial, que hasta hoy día ha pasado inadvertido a nuestra atención".
Afirmación atrevida, por cierto, pero no fácil­mente rebatible. Porque, según dice más adelante, la televisión no es sólo un medio de comunicación. Es también, a la vez, una paideia, una verdadera enseñanza, que genera un nuevo tipo de hombre, un nuevo tipo de ser humano. Como si dijéra­mos que este instrumento que hemos inventado, en cierto modo se nos ha escapado de las manos, y ahora nos domina. Introduciéndose en los hoga­res, y siendo tan frecuentado ya por los chicos, desde los primeros años de la vida, está creando un "video-niño", un novísimo ejemplar de ser hu­mano "educado" frente a una pantalla, incluso an­tes de saber leer y escribir65. En la práctica, la tele­visión es la primera escuela del niño o, al decir de nuestro autor, "la escuela divertida que precede a la escuela aburrida". El niño es como una esponja que se deja impregnar por lo que ve en la pantalla, incapaz aún de juicio crítico personal, lo que lo va reblandeciendo e incapacitando para luego poder leer y poder discernir. Cuando este niño se haga adulto será alérgico a los libros, porque aun entonces responderá a estímulos casi exclusivamen­te audiovisuales. Trátase de una "cultura de la incul­tura", lo que implica atrofia y pobreza mental.
Un aspecto no desdeñable es el influjo de la televisión en el seno de la familia. De hecho, la te­levisión hace poco menos que imposible la comu­nión familiar. ¿Cómo ver al otro mientras miro el aparato? Se ha dicho que el amor es "mirar juntos en la misma dirección". Pero ¿acaso logra eso la televisión? Mientras se la mira, toda interferencia, todo intento de decir una palabra al margen de lo que se ve parece una insolencia, poco menos que un golpe de Estado. Pueden, pues, estar reunidos sus miembros en torno a la pantalla, pero no por eso hay menos lo que Sartori llama una "soledad electrónica". A ello contribuye el hecho de que con frecuencia el interés se traslada a sucesos o perso­nas lejanas, de modo que el televidente se va convirtiendo en un ciudadano global, ciudadano del mundo, dispuesto a apasionarse por causas to­talmente remotas y hasta descabelladas. Dicha comunión con lo remo­to fomenta a veces el desinterés por las cosas más cercanas, por la propia familia, justamente en una sociedad caracterizada por el desarraigo.
Resultan muy interesantes las reflexiones que dedica nuestro autor a lo que llama "la video-politica", sobre todo en los sistemas liberal-democrá­ticos. El papel de la televisión se vuelve allí protagónico, ya que el pueblo "opina" sobre todo en función de cómo la televisión le induce a opinar. "Y en el hecho de conducir la opinión, el poder de la imagen se coloca en el centro de todos los procesos de la política contemporánea". Aclara Sartori que no es lo mismo "opinión" que "conoci­miento". La opinión es un parecer subjetivo, una convicción frágil y voluble, para la cual no se re­quieren pruebas. Otro aspecto de la ingerencia de la televisión en este campo es lo que el autor llama "la emotivización de la política", es decir, una polí­tica dirigida por episodios emocionales, que en­cienden los sentimientos, determinándose así la de­cisión electoral. "El saber es logos (palabra, razón, pensamiento) -escribe-, no es pathos (uso de los sentimientos humanos para «afectar» el juicio), y para administrar la ciudad política es necesario el logos. Y aun cuando la palabra puede también inflamar los ánimos (en la radio, por ejem­plo), la palabra produce siempre menos conmo­ción que la imagen. Así pues, la cultura de la ima­gen rompe el delicado equilibrio entre pasión y ra­cionalidad".
"Es falso que la televisión se limite a reflejar los cambios que se están produciendo en la sociedad y en su cultura -escribe Sartori-. En realidad, la televisión refleja los cambios que promueve e inspira a largo plazo". En las elecciones italianas de 1994 se calculó que tres o cuatro millones de electores estaban tele­guiados. Muchas veces la gente vota por las "caras" de los candidatos, si son o no telegénicos. Más que contenidos doctrinales los candidatos ofrecen es­pectáculos impactantes. Lo esencial es el espectá­culo, lo doctrinal es añadidura. De Berlusconi se dice que consiguió una cuarta parte de los votos italianos sin ningún partido que lo respaldase; el respaldo fue su propio imperio televisivo. La «video-elección» da origen a la «video-política». El video-de­pendiente se conjuga con el sondeo-dependiente.
El poderoso influjo de la televisión para modelar al hombre de nuestro tiempo, trae al recuerdo aque­lla novela satírica y futurista de Aldous Huxley, Un mundo feliz. Por lo que parece, afirma Sartori, se va creando un "brave new world" electrónico. El poder pasará, a través de los ordenadores, al Gran Hermano electrónico. Pero dichos ordena­dores no serán entes abstractos, sino máquinas uti­lizadas por personas de carne y hueso, ni el Gran Hermano será impersonal sino "una raza patrona de pequeñísimas élites, de tecno-cerebros alta­mente dotados, que desembocará en una «tecno­cracia convertida en totalitaria» que plasma todo y a todos a su imagen y semejanza".
Como lo hemos señalado, el hombre ha que­dado preso de la máquina que él mismo descubrió. Recuerda nuestro autor aquellos preanuncios de Francisco Bacon en su Nueva Atlántida, donde el filósofo inglés soñaba con un paraíso de la técnica y con un regnum hominis en que el saber científico le comunicaría al hombre el poder de dominar la naturaleza. En realidad, ello se ha cumplido. Pero dicha era está en su ocaso. "Ya no tenemos un hombre que «reina» gracias a la tecnología inventa­da por él, sino más un hombre sometido a la tecno­logía, dominado por sus máquinas. El inventor ha sido aplastado por sus inventos".
Sartori no anda con vueltas: los medios televisivos son administrados por la sub-cultura, por personas sin cultura. "Han sido sufi­cientes pocas décadas para crear el pensamiento insípido, un clima cultural de confusión mental y crecientes ejércitos de nulos mentales". Trátase, en el fondo, de un retorno a la barbarie. Nuestro autor recuerda la tesis de Juan Bautista Vico, en su obra Ciudad Nueva, donde dicho filósofo afirmaba que la historia está dividida en tres edades, la pri­mera de las cuales era a sus ojos como una socie­dad de "horribles bestias", desprovistas de capaci­dad de reflexión, pero dotadas de sentidos vigoro­sos y de enorme fantasía. Para Sartori, Vico profeti­zó el hombre actual. "El hombre del post-pensamiento, incapaz de una reflexión abstracta y analítica, que cada vez balbucea más ante la demostración lógica y la deducción racional, pero a la vez fortale­cido en el sentido del ver (el hombre ocular) y en el fantasear (mundos virtuales), ¿no es exactamen­te el hombre de Vico? Realmente se le parece".
Tales son los principales hallazgos que hemos encontrado en este libro tan interesante. Se podrá no coincidir en todas sus aseveraciones, pero es innegable que sus intuiciones resultan esclarecedoras. ¿Qué hacer entonces?, se pregunta Sartori. La irrupción de la televisión y la tecnología multi­media es algo inevitable. Pero por el hecho de ser­lo, no debe aceptarse a ciegas y sin discernimiento. También la polución es inevitable, y sin embargo no dejamos de combatirla. Se trata de remontar la corriente, intentando el retorno desde la incapa­cidad de pensar (el post-pensamiento) al pensamien­to, lo que será imposible si no defendemos a ultran­za la lectura, el libro, es decir, la cultura escrita”.

Alfredo Sáenz, en El hombre Moderno.

Actividades:

I) a) Confecciona una lista de las «palabras-clave» que aparecen en el fragmento/ b) Intenta conjugar dichas palabras en una suerte de «mapa conceptual» en el que se ponga de manifiesto la mutua dependencia de las ideas propuestas.

II) Según tu opinión, ¿cuáles pueden ser los motivos por lo que, en general, las personas “prefieren” encender la tele antes que ponerse a leer un libro o procurar conversar armónicamente con los miembros de su familia? (¿por qué la palabra «prefieren» está puesta entre comillas en la pregunta precedente?)

III) Es evidente que la «cultura de la imagen» fue ganando protagonismo en la instrucción formal de los jóvenes impartida en las escuelas. Ahora bien, ¿qué valoración otorgarías tú a dicha «inserción» de la imagen en un ámbito esencialmente dedicado a la maduración de la vida del pensamiento? (justifica)  

IV) ¿Qué cosas «concretas» podríamos hacer para que «lo que vemos» contribuya al florecimiento –y no al atrofio– de nuestra formación humana?

martes, 21 de septiembre de 2010

EL HOMBRE-MASA

 La Masificación (Fragmento adaptado):

Otra peculiaridad del hombre de hoy es su in¬serción en la masa, hasta el punto de volverse en muchos casos «hombre-masa». Conocemos el nota¬ble libro de Ortega y Gasset, La rebelión de las masas, con muchas inteligentes observaciones que para la exposición de este tema tendremos en cuenta. Empalmando con lo que acabamos de tratar, el autor español afirma que está triunfando una forma de homogeneidad bien llamativa, "un tipo de hombre hecho de prisa, montado nada más que sobre unas cuantas y pobres abstracciones y que, por lo mismo, es idéntico de un cabo de Eu¬ropa al otro".
En rigor, prosigue reflexionando Ortega, la masa puede definirse como un «hecho psicológico». Cuando conoce¬mos a alguien podemos saber si es de la masa o no. El ser de la masa en nada depende de la per-tenencia a una clase social determinada. Dentro de cada clase hay siempre masa y minoría au¬téntica. No es raro encontrar en la clase media y aun baja, personas realmente selectas. Pero lo ca¬racterístico de nuestro tiempo es el predominio –aun en los grupos más distinguidos como los inte¬lectuales y los artistas– de la masa. Por tanto la palabra «masa» no designa aquí una clase social, sino un modo de ser hombre que se da hoy en to¬das las clases sociales, y que por lo mismo repre¬senta a nuestro tiempo.
Tratemos de penetrar en las características del hombre masificado. ¿Qué es la masa? Lo que vale por su peso y no vale sino por su peso; una reali¬dad que se manifiesta más por ausencias que por presencias: ausencia de formas y de colores, ausen¬cia de cualidades, pura cantidad sin forma. Y así podemos de¬cir que, en el campo social, la masa se da cuando un grupo de personas se agolpan en base a idénticos sentimientos, ideas, actitudes, perdiendo, en razón de aquella vincula¬ción, su personalidad, convirtiéndose en un conglomerado de individuos uniformes e indistintos.
Pfeil distingue dos tipos de masificación. La pri¬mera, que se podría llamar «transitoria», se da cuan¬do los hombres «por algunos momentos» pierden su facultad de pensar libremente y de tomar decisio¬nes, adhiriendo al conglomerado, lo que les puede acontecer, si bien sólo en ocasiones, incluso a gente con personalidad. Pero esta no es la masificación que ahora nos interesa. Principalmente nos referi¬mos al segundo tipo de masificación, al que alude Pfeil, o sea la masificación «crónica», que se realiza cuando la gen¬te pierde de manera casi habitual sus características personales, sin preocuparse ni de verdades, ni de valores, asociándose a aquel conglomerado homogéneo de que hemos hablado, conjunto unifor¬mado de opiniones, de deseos y de conductas.
El hombre masificado es un hombre gregario, que ha renunciado a la vida autónoma, adhiriéndose gozosamente a lo que piensan, quieren, ha¬cen u omiten los demás, el hombre masificado se encuentra cómodo al sa¬berse idéntico a los demás. Es el hombre de la ma¬nada. No analiza ni delibera antes de obrar, sino que adhiere sin reticencias a las opiniones que prevalecen en su grupo. Es un hombre sin carácter, sin conciencia, sin libertad, sin riesgo, sin responsabilidad. Dispuesto a dejarse nivelar y uniformar, se adapta totalmente a los demás tanto en el modo de vestir y en las costumbres cotidianas, como en las convicciones económicas y políticas, y hasta en sus apreciaciones artísticas, éticas y religiosas. En resumen: la conducta masificada es la renuncia al propio yo. La incorporación a la masa confiere al hombre cierta seguridad material, intelectual y moral. El individuo no tiene ya que elegir, decidir, o arriesgarse por sí mismo; la elección, la decisión, y el riesgo se colec¬tivizan.
No carece de relación con lo que estamos tra¬tando el análisis que nos ha dejado Ortega acerca de la degeneración que en el vocabulario usual ha sufrido una palabra tan digna de estima como la palabra "nobleza". Actualmente se la entiende co¬mo un honor meramente heredado. No se la entendía así en la sociedad tradicional. Se llamaba "noble" al que, superándose a sí mismo, sobresalía del anonimato, por su esfuerzo o excelencia. Ortega se pregunta si dicha minusvaloración o descrédito de la palabra "nobleza" no será uno de los “logros” del hombre-masa. Sea lo que fuere, el hecho es que antes la nobleza guiaba a la sociedad.
Las personas nobles se distinguen de las masificadas en que se exigen más que los otros, asumiendo obligaciones y deberes, mientras que éstas, creyendo que sólo tienen derechos, nada se exigen, limitándose a exigir de los demás.
El hombre-masa es el hombre que se ha perdido en el anonimato del "se": ya no es Juan quien afir¬ma sino que "se dice", no es Pedro el que piensa sino que "se piensa"...; cuando alguien nos dice "se comenta que...", quien nos habla esconde su responsabilidad tras ese "se". En su libro El ser y el tiempo, Heidegger le hace decir al hom¬bre-masa: "Disfrutamos y gozamos como «se» go¬za; leemos, vemos y juzgamos de literatura como «se» ve y juzga; encontramos indignante lo que «se» considera indignante". Es lo que Hei¬degger llama man, "se", "uno", en alusión a ese ser informe, sin nombre ni apellido, que está por doquier.
Tal parecería ser la peculiaridad principal del hombre-masa: la despersonalización. Porque si lo propio de la persona es su capacidad para emitir juicios, gustar de lo bello, realizar actos libres, nada de esto se encuentra en el hombre de masas. Con lo que volvemos a la primera nota que hemos en¬contrado en nuestra descripción del hombre de hoy: su ausencia de interioridad. El hombre de ma¬sa no tiene vida interior, aborrece el recogimiento, huye del silencio; necesita el estrépito ensordece¬dor, la calle, la televisión. A veces deja encendida todo el día una radio que no escucha, acostumbra¬do a vivir con un fondo de ruido. Vacío de sí, se sumerge en la masa, busca la muchedumbre, su calor, sus desplazamientos.
El indi¬viduo, vuelto cosa, se convierte en un objeto dúctil, un ser informe y sin subjetividad, cifra de una serie, dato de un problema, materia por excelencia para encuestas y estadísticas que hacen que acabe final-mente por pensar como ellas, inclinándose siempre a lo que prefieren las mayorías. Por eso el hom¬bre-masa es un hombre fácilmente maleable, arcilla viva, pero amorfa, capaz de todas las transforma¬ciones que se le impongan desde afuera. Nada mejor para los políticos sin conciencia que una sociedad así domesticada, fácilmente dominable mediante las refinadas técni¬cas que permiten captar sus aspiraciones, y sobre todo a través de los medios de comunicación, cuya propaganda en todas sus formas constituye el principal alimento del hombre despersonalizado.
Cuando criticamos la disolución del individuo en la masa, en modo alguno queremos alabar, por contraste, el individualismo de tipo liberal, que se opone a la debida inserción del hombre en la socie¬dad. Pero no es lo mismo grupo que masa. Pueblo y multitud amorfa, o, como suele decirse, masa, son dos conceptos diferentes. El pueblo vive y se mue¬ve por su vida propia; la masa es de por sí inerte y sólo puede ser movida desde afuera. El pueblo vive de la plenitud de vida de los hombres que lo componen, cada uno de los cuales, en su propio puesto y según su manera propia, es una persona consciente de su propia responsabilidad y de sus propias convicciones. La masa, por el contrario, espera el impulso del exterior, fácil juguete en ma¬nos de cualquiera que explote sus instintos o sus impresiones, presta a seguir sucesivamente hoy es¬ta bandera, mañana otra distinta". El hombre que no integra un pueblo, fácilmente se disuelve en el anonimato de la masa, buscando en ella co¬mo una pantalla que le permite vivir eludiendo res¬ponsabilidades. En el pueblo, el hombre conserva su personalidad. En la masa, se diluye.
Lo peor es que al hombre masificado le hacen creer que por su unión con la multitud es alguien valioso. La masa así "agrandada" pasa a ocupar el escenario, instalándose en los lugares preferentes de la sociedad. Antes existía, por cierto, pero en un segundo plano, como telón de fondo del acon¬tecer social. Ahora se adelanta, es el personaje pri¬vilegiado. Ya no hay protagonistas, sólo hay coro. Más todo ello es pura apariencia. Porque de hecho sigue habiendo protagonistas, pero ocultos, que le hacen creer al coro su protagonismo.
El hombre gregario, cuando está sólo, se siente poca cosa, pero cuando se ve integrando la masa que vocifera, se pone furioso, llegando a veces al desenfreno. Nunca hubiera obrado así como persona individual. Cabría aquí tratar del carácter que va tomando el fútbol, un gran negocio montado para las multitudes masificadas. Es un fenómeno digno de ser estudiado, que parece incluir la pérdida de la identidad personal, y en sus exponentes más extremos, los «barra brava», la disposición a matar o morir, por una causa que está bien lejos de merecer tal disposición. El sentir¬se arrollado por la multitud es experimentado co¬mo un sentirse respaldado y fortalecido, lo que contribuye a suprimir los frenos morales, acallando todo sentido de responsabilidad. 

Alfredo Saenz, El Hombre Moderno.

Actividades:

I) Destaca las nociones principales del fragmento.

II) Aun cuando estuvieses plenamente de acuerdo con lo afirmado por el autor, procura asumir el papel de abogado del hombre contemporáneo y, en no más de una carilla, escribe una posible defensa  de su modo de vida frente a las acusaciones que le son planteadas en el fragmento.  

sábado, 18 de septiembre de 2010

LA PERSONA HUMANA: El alma espiritual del hombre


La persona humana: (parte dos)
El hombre es una «unidad substancial» de cuerpo y alma espiritual. Esto significa que el alma no está en el hombre como un piloto en su nave. Recordemos que Platón sostuvo una tesis semejante al afirmar que el alma era una «substancia completa» y que había sido “encerrada en un cuerpo” en castigo por una falta que había cometido mientras habitaba en el cielo contemplando las ideas en compañía de los dioses.
Frente a esta posición hemos de sostener que el alma del hombre no existía antes de informar un cuerpo y que precisamente fue creada en orden a dar vida –y unas determinadas capacidades concretas– a la materia corporal que procede de los padres. El alma del hombre fue hecha para vivificar un determinado cuerpo y dotarlo de «organización» y «unidad». Decir que el alma no es una «substancia completa» equivale a decir que el alma sola no es un «ser individual completo», más bien habría que decir que es una «parte del hombre» como el pie o la mano, pero de «otro tipo» evidentemente. Cuerpo y alma, aun cuando se diferencian, constituyen al hombre como único ser.
Antes del auge del materialismo filosófico, cuando aún vivíamos en una sociedad regida por la «cosmovisión cristiana», sólo unos pocos ponían quizá en duda que el hombre tuviese un alma, un principio de vida de orden espiritual. Los seres humanos, seguramente por influencia de la educación religiosa, crecían reconociendo que tenían un alma, del mismo modo que sabían que tenían una boca y un par de piernas. En contraposición, actualmente la idea de alma nos resulta «ajena», una noción propia de resabios piadosos de una sociedad «caída en desuso». Por otro lado, si alguien nos habla del alma, solemos a priori pensar que tan sólo desea «adoctrinarnos» y que nada tiene que ver esto con un pensamiento rigurosamente científico.
De aquí que hoy resulte imprescindible procurar explicar qué es el alma e intentar ensayar algún «modo filosófico» de probar que el hombre tenga tal cosa. Decimos que el alma es la «forma» de los seres vivos, es decir, aquello por lo cual un cuerpo tiene la cualidad de «ser vivo». Evidentemente, los seres llamados vivos tienen «algo» esencialmente distinto de los cuerpos inertes. Desde esta perspectiva puede decirse que no sólo el hombre sino también los animales y las plantas tienen alma. Asimismo, con un poquito de esfuerzo intelectual puede verse también que el alma no es materia, sino que es algo inmaterial. Puesto que lo que distingue a los seres inertes de los vivos no en la posesión de un «tipo de materia» diferente, sino la posesión de unas operaciones imposibles de encontrar en la mera corporalidad.
Qué cosa es un ser, queda manifiesto por lo que dicho ser es «capaz de hacer». En este sentido, puede vislumbrarse como los seres vivos tienen «dentro de sí» el principio de sus cambios. En contraposición, los seres inanimados sólo pueden cambiar por la influencia de algo exterior que los modifique (una roca, por ejemplo, cambia su fisonomía por la erosión del clima). Los vivientes, si bien es cierto que reciben la permanente influencia de los diversos seres vivos del medio en el que habitan, son capaces de cambiar «desde dentro hacia fuera»: asimilan alimento, crecen, se reproducen, se trasladan, conocen y aman. Si coloco una piedra en una maceta y la riego diariamente, no por ello surgirá de ella la vida. Por lo tanto, cuando decimos que un ser tiene alma queremos afirmar que «es más que sólo materia».
Claro está que los desarrollos precedentes no pretenden mostrar que el hombre es un ser vivo, puesto que –aun cuando no comprendamos claramente qué sea la vida– ello es indiscutible. El propósito de este fragmento es explicar que el hombre tiene un principio de vida (un alma) no sólo «no-material», sino de orden «espiritual», es decir un alma que puede continuar existiendo aun luego de la muerte.
Ahora bien, creemos que esto podría mostrarse si logramos discernir en el hombre alguna actividad que puede realizarse de manera independiente de un órgano corporal. Si nuestro principio de vida, nuestra alma, puede hacer algo en lo que el cuerpo no participa, podríamos afirmar que no depende del cuerpo para existir y que por lo tanto, puede continuar viviendo luego de su corrupción.
Pensemos entonces en la capacidad de conocer propia del hombre. El hombre no sólo conoce sensiblemente las cosas (es decir, las propiedades sensibles de los seres no sólo se le «aparecen») sino que, aunque sea confusamente, el hombre puede conocer lo que las cosas son (conocer la esencia de los seres). En otras palabras, nuestra inteligencia puede «comprender». Asimismo –y he aquí lo fundamental– nuestra inteligencia puede también «comprender que comprende» e intuir, detrás de ello, la presencia de un yo «que es sujeto de la comprensión». Nuestra inteligencia es entonces una «capacidad reflexiva»: capta su «acto» (la realidad de que comprende las cosas) y a «sí misma» (como facultad de la comprensión). Es decir, nuestra inteligencia se «vuelve sobre sí misma» y, de alguna manera, “se mira”. Pero un órgano material no puede «volverse sobre sí mismo», pues está constituido por partes extensas, y dos partes físicas no pueden coincidir en un mismo sitio; ello en virtud de que la materia es impenetrable (nuestro ojo puede ver, pero no puede «ver que ve). Así pues, el acto de reflexión que realiza nuestra inteligencia cuando se comprende como capacidad de comprender no es algo físico; y además, se realiza sin la ayuda de órgano físico alguno. Ahora, si nuestra inteligencia es algo que puede realizar acciones de manera totalmente independiente la corporalidad, ello significa que su existencia no depende del cuerpo.
De lo dicho se sigue que nuestra alma, que es la «sede» (el lugar donde “reside”) de nuestra facultad de comprender, tampoco depende del cuerpo para vivir y puede por ello continuar existiendo luego de la corrupción del cuerpo (muerte). Y es esto, precisamente, lo que queremos expresar cuando sostenemos que el alma del hombre es «espiritual».

Maximiliano Loria

martes, 14 de septiembre de 2010

LA PERSONA HUMANA: Las Facultades Espirituales

Actividades:

I) Destaca las nociones fundamentales del siguiente fragmento y luego utilízalas para confeccionar un «mapa conceptual» en el cual se pongan de manifiesto las ideas más importantes del texto y sus mutuas vinculaciones.

II) Haz una lista de las cosas que, según tu opinión, los jóvenes generalmente «quieren». ¿Incluirías dentro de esa lista a determinados «bienes espirituales» tales como el aprendizaje escolar de las ciencias y el cultivo de relaciones de amor humano estables y profundas? (justifica tu respuesta).

III) Por el hecho de ser «persona» cada ser humano es único e irremplazable. Sin embargo, muchas veces solemos tratarnos mutuamente como si fuésemos cosas fácilmente sustituibles. ¿Qué cosas concretas podríamos llevar a cabo para mostrar nuestro respeto al valor “sagrado” de los seres humanos con los que diariamente nos topamos?

IV) ¿Hay alguna afirmación del autor con la que estés particularmente en desacuerdo? De ser así, explicítala e intenta desarrollar un argumento para defender tu posición al respecto.

La persona humana: (primera parte/ Fragmento adaptado)

“Como se dijo, la persona humana es, por naturaleza, una unidad sustancial de cuerpo material y alma espiritual. Cabe decir entonces que el hombre se encuentra en la cumbre de perfección de los seres materiales, por encima de los inanimados (o inertes) y de los animados (o vivos), tanto vegetales como animales. El hombre, decía Boecio en el siglo VI, es –en cuanto «persona»– "una substancia individual de naturaleza racional", es decir, cada hombre existe «en sí mismo» y «por sí mismo» (eso significa ser «substancia»), es único, irremplazable e insustituible (por ello es substancia «individual») y posee facultades espirituales (de aquí el ser «racional»). Así, su dignidad más profunda brota de su principio constitutivo espiritual (su alma), mediante el cual ejerce su dominio y realeza sobre todo el universo material. El ser humano es persona.
El «alma», para todo ser vivo, es el «principio vital del cuerpo» (primera perfección que posee el cuerpo y le confiere el existir). Sin embargo, el alma del hombre es inmaterial, espiritual e in¬mortal, capaz de «conocer» y «amar». Y para poder realizar esas operaciones son precisas diversas capacidades, llamadas «potencias» o «facultades», que son al alma lo que las extremidades al cuerpo, es decir, principios instrumentales. Éstas son:

I) Potencias o facultades espirituales:

a) Inteligencia: palabra que proviene del latín intus legere ("leer adentro"), que designa a la facultad del alma por la cual el hombre es capaz de comprender –aunque en ocasiones no sea más que de un modo confuso– «lo que las cosas son», esto es, la verdad de su ser. Por su inteligencia el hombre también es capaz de conocer el «fin» al cual debe tender con sus actos y las leyes morales que lo acercan al bien y lo alejan del mal. A la inteligencia se la llama también «razón» o «entendimiento», y puede ser de dos maneras:
  • «Especulativo»: es la inteligencia en cuanto se aplica al conocimiento y la contemplación de las verdades más profundas en relación al mundo, al hombre y a Dios. Las verdades fruto de este uso especulativo de la razón llevan el nombre de «Sabiduría» o «filosofía primera».
  • «Práctico»: es la inteligencia en cuanto se ocupa de discernir el modo en que los principios generales de la moral se aplican a las situaciones contingentes de la vida cotidiana; es la inteligencia en cuanto or¬dena e ilumina el obrar. Las verdades fruto de este uso práctico de la razón llevan el nombre de Ética o filosofía moral.
Es conveniente destacar que la inteligencia funciona de tal manera que no puede tener nunca dos pensamientos a la vez. El poder pensar en una cosa por vez, de manera cierta y sin mezcla o desviación, se ve favorecido por el silencio, la tranquilidad del espíritu y el dominio (aunque no la subyugación, claro está), del placer proporcionado por los sentidos.
Los actos «contrarios» al adecuado desarrollo de la vida de la inteligencia son, entre otras cosas, el aplicarse a «pensamientos superficiales», inútiles, que desvían nuestro pensamiento hacia lo banal, hacia lo que no tiene una auténtica importancia, haciéndonos perder un tiempo precioso que podría ser utilizado para nuestro bienestar espiritual y para el bien de las personas que amamos. También la «ignorancia voluntaria», sobre todo en disciplinas teóricas como la filosofía –particularmente la ética– y la Teología, son cuestiones que «empobrecen» seriamente el pleno desarrollo de la vida del espíritu. Es perjudicial también la desmesurada «curiosidad» hacia todo aquello que alimenta las pasio¬nes o los goces de los sentidos; el meterse en vidas ajenas para desnudar sus defectos frente a los demás (sólo basta prender la televisión 10 minutos por la tarde para entender esto); el «juzgamiento» apresurado de las situaciones y las personas; la «soberbia» de creerse dueño absoluto de la verdad, sin tener la apertura necesaria para escuchar a las personas sabias y virtuosas.

b) Voluntad: palabra que proviene del latín volo (querer), que designa la facultad espiritual por la cual el hombre busca conquistar (quiere) aquellas cosas que la inteligencia le muestra como «buenas»; es la facultad de querer el «bien» conocido por el entendimiento. Su objeto es, entonces, el bien (aunque siempre queremos un bien concreto), y su acto propio es amar (entendido como la «tendencia» hacia lo bueno). Ahora, quizá pueda ocurrir que el bien perseguido por la voluntad sólo sea un bien «aparente» para la persona.
Ello puede ocurrir al menos por dos razones: una de ellas sería que la inteligencia, oscurecida quizá por las pasiones, no «comprendió adecuadamente» el ser de la cosa querida (amada), y por ello «confundió» lo que era bueno para sí misma con lo que podía hacerle daño. Nuestro entendimiento en esta vida es imperfecto, sobre todo a causa del desorden de las pasiones; debido a ello a nuestra voluntad puede presentársele como bien algo que realmente no lo es y, por tanto, puede elegir mal. Otra posibilidad surge cuando la inteligencia comprende adecuadamente el ser de la cosa, pero la voluntad (que es libre) «prefirió» un «bien inferior» (quizá de naturaleza sensible) en desmedro de un «bien superior» (quizá de naturaleza espiritual). La voluntad posee una propiedad fundamental que es la libertad, la cual le permite «elegir o no» aquello que la inteligencia le presentó como un bien. Nuestra voluntad se vuela hacia el bien que le "ofrecen" las cosas conocidas por la inteligencia, aunque libremente, no obligadamente.

Juan Carlos Bilyk en “Las Virtudes o la conquista de las Bienaventuranzas”.